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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (30 page)

BOOK: Amo del espacio
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—En general, sí, pero ¿cómo...?

Un repentino escalofrío le bajó por la espina dorsal. No tuvo que terminar la pregunta. Te clavan agujas... No le dio importancia cuando Ray Bassington se lo dijo.

El hombre de piel aceitunada asintió.

—El suero de la verdad —dijo—. Cuando un paranoico llega al punto de afirmar que está curado, se aseguran de que dice la verdad antes de soltarle.

Pensó que se había dejado atraer a una trampa perfecta. Probablemente moriría allí.

Apoyó la cabeza en los fríos barrotes de hierro y cerró los ojos. Oyó unos pasos que se alejaban y comprendió que estaba solo.

Abrió los ojos y miró al cielo; las nubes también habían ocultado la luna.

«Clare —pensó—; Clare.»

Una trampa.

Pero... si era una trampa, debía haber un trampero.

Estaba cuerdo o estaba loco. Si estaba cuerdo, había caído en una trampa, y si había un trampa tenía que haber uno o varios tramperos.

Si estaba loco...

Que Dios le confiriera la gracia de estar loco. De este modo, todo sería mucho más sencillo, y algún día podría salir de allí, podría volver a trabajar en el Blade, posiblemente con todos los recuerdos de su vida anterior. O la vida de George Vine.

Esta era la dificultad. Él no era George Vine.

Y había otra dificultad. Él no estaba loco.

El frió hierro de los barrotes sobre su frente.

Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta y miró a su alrededor. Habían entrado dos guardias. Una absurda esperanza surgió en su interior. No duró demasiado.

—Hora de acostarse, muchachos —dijo uno de los guardas. Miró al maniaco depresivo, que seguía sentado en la misma silla, y dijo—: Está como una cabra. Oiga, Bassington, ayúdeme a llevármelo.

El otro guardia, un hombre muy corpulento con el cabello cortado al rape como un luchador, se acercó a la ventana.

—Usted. Usted es el nuevo. Vine, ¿verdad?

El asintió.

—¿Quiere jaleo, o prefiere portarse bien? —Los dedos de la mano derecha del guardia se cerraron, y alzó el puño.

—No quiero jaleo. Ya he tenido bastante.

El guardia se relajó un poco.

—De acuerdo, siga así y todo irá bien. Ahí tiene una cama libre. —Señaló—. Esta de la derecha. Tiene que hacérsela por la mañana. Quédese en la cama y ocúpese de sus propios asuntos. Si hay ruidos o alboroto en la sala, venimos y nos ocupamos de solucionarlo. A nuestro modo. A usted no le gustaría.

No estaba seguro de poder hablar, así que se limitó a asentir. Dio media vuelta y traspuso la puerta del cubículo que el guardia le había señalado. Había dos camas; el maníaco depresivo que había visto sentado en la silla se hallaba acostado en una de ellas, mirando al techo con ojos muy abiertos. Le habían quitado los zapatos, pero estaba completamente vestido.

Se acercó a su cama, sabiendo que no podía hacer nada por el otro hombre, ya que no había forma de llegar a él a través del impenetrable caparazón de horrible tristeza que es el intermitente compañero de una maníaco depresivo.

Retiró una sábana manta que cubría su propia cama y vio otra sábana manta del mismo color gris de la primera sobre una dura almohadilla. Se quitó la camisa y los pantalones y los colgó de un clavo situado en la pared a los pies de su cama. Miró a su alrededor en busca de un interruptor con que apagar la luz del techo, pero no lo encontró. Sin embargo, en aquel momento, la luz se apagó.

Una sola luz seguía brillando en algún lugar de la sala, y gracias a ella pudo quitarse los zapatos y calcetines y meterse en la cama.

Permaneció inmóvil durante un rato, sin oír más que dos sonidos, ambos débiles y aparentemente lejanos. En un cubículo situado fuera de la sala, alguien cantaba en voz baja, para sí, una melodía sin palabras; en otro lugar, alguien sollozaba. En su propio cubículo, ni siquiera se oía la respiración de su compañero de cuarto.

Entonces se oyó el ruido ahogado de unos pies descalzos y, desde el umbral, una voz dijo:

—George Vine.

—¿Sí?

—Chist, no tan alto. Soy Bassington. Quiero decirte algo acerca de este guardia; tendría que haberte advertido antes. No se te ocurra provocarle.

—No lo he hecho.

—Ya lo he oído; eres muy listo. Te hará pedazos si le das la oportunidad. Es un sádico. Muchos guardias lo son; por eso son carceleros de manicomios, así es como se llaman a sí mismos, carceleros de manicomios. Si les echan de un sitio por ser demasiado brutales, se vengan en otro. Mañana volverá; he pensado que debería advertirte.

La sombra del umbral desapareció.

Permaneció tendido en la penumbra, en la casi total oscuridad, sintiendo más que pensando. Preguntándose muchas cosas. ¿Podían saber los locos que estaban locos? ¿Lo sabían? ¿Estaban todos seguros, tal como él lo estaba...?

Aquella criatura inmóvil que se hallaba acostada en la cama vecina a la suya, sufriendo en silencio, aislada de toda ayuda humana, y sumergida en una profunda tristeza incomprensible para los cuerdos...

—¡Napoleón Bonaparte!

Una voz muy clara, pero ¿procedía de su propia mente, o del exterior? Se incorporó en la cama. Sus ojos escudriñaron la oscuridad, no distinguió ninguna silueta, ninguna sombra, en el umbral de la puerta.

Repuso:

—¿Sí?

7

Sólo entonces, sentado en la cama y habiendo contestado «Sí», se dio cuenta del nombre con el que la voz le había llamado.

—Levántese y vístase.

Levantó las piernas sobre el borde de la cama, y se levantó. Cogió la camisa y estaba empezando a ponérsela cuando se detuvo repentinamente y preguntó:

—¿Por qué?

—Para saber la verdad.

—¿Quién es usted? —inquirió.

—No hable tan alto. Ya le oigo. Estoy dentro y fuera de usted. No tengo nombre.

—Entonces, ¿qué es usted? —Hizo la pregunta en voz alta, sin pensar.

—Un instrumento del Brillante Fulgor.

Dejó caer los pantalones que tenía en las manos. Se sentó lentamente en el borde de la cama, se inclinó hacia el suelo, y los buscó a tientas.

Su mente también buscaba algo, aunque no sabía qué. Finalmente encontró una pregunta... la pregunta. Esta vez no la formuló en voz alta; la pensó, se concentró en ella mientras recogía los pantalones y se los ponía.

«¿Estoy loco?»

La respuesta —No— le llegó tan clara y nítida como una palabra pronunciada en voz alta, pero ¿acaso había sido así? ¿O era un sonido que sólo estaba en su mente?

Encontró los zapatos y se los puso. Mientras anudaba los cordones en una especie de lazos, pensó: «¿Quién —qué— es el Brillante Fulgor?»

—El Brillante Fulgor es la misma esencia de la Tierra. Es la inteligencia de nuestro planeta. Es una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas existentes en el universo, la Tierra es una; se llama El Brillante Fulgor.

«No lo entiendo», pensó.

—Lo entenderá. ¿Está preparado?

Acabó de hacer el segundo lazo. Se levantó. La voz dijo:

—Venga. No haga ruido.

Fue como si le guiaran a través de la casi total oscuridad, a pesar de que no sintió ningún contacto físico; tampoco vio ninguna presencia física junto a él. Sin embargo, avanzó confiadamente, aunque de puntillas y sin hacer ruido, seguro de que no tropezaría con nada. Atravesó la gran estancia que constituía la sala donde le habían destinado, y su mano extendida tocó el pomo de la puerta.

Lo hizo girar lentamente y la puerta se abrió hacia dentro. la luz le cegó. La voz dijo: «Espere», y él se mantuvo inmóvil. Oyó un sonido —el crujido de un papel— al otro lado de la puerta, en el pasillo iluminado.

Después, en el fondo del rellano, se oyó un estridente chillido. El ruido de una silla y unos pies que corrían hacia el lugar de procedencia del chillido. Una puerta se abrió y se cerró.

La voz dijo: «Venga», así que acabó de abrir la puerta y salió, pasando frente a la mesa y la silla vacía que estaba junto a al puerta de la sala.

Otra puerta, otro pasillo. La voz dijo: «Espere», la voz dijo: «Venga»; esta vez el guarda estaba dormido. Pasó de puntillas frente a él. Bajó las escaleras.

Pensó la pregunta:

«¿Hacia donde me dirijo?»

—Hacia la locura —dijo la voz.

—Pero usted ha dicho que yo no estaba... —Había hablado en voz alta y el sonido le sobresaltó más que la respuesta a su última pregunta. Y, en el silencio que siguió a las palabras que había pronunciado, oyó —procedente del pie de las escaleras— el zumbido de un interfono, y alguien dijo: «¿Sí...? De acuerdo, doctor. En seguida subo.» Pasos y el ruido de la puerta de un ascensor al cerrarse.

Terminó de bajar las escaleras, dobló una esquina, y se encontró en el vestíbulo principal. Había una mesa vacía con un interfono junto a ella. Siguió adelante y llegó a la puerta que daba a la calle. Estaba cerrada y descorrió el pestillo.

Salió al exterior, a la oscuridad de la noche.

Avanzó silenciosamente sobre cemento, sobre gravilla; después, sus pies avanzaron sobre hierba y dejó de andar de puntillas. La oscuridad era completa; sintió la presencia de árboles a su alrededor y las hojas rozaron ocasionalmente su cara, pero siguió andando rápidamente, confiadamente, y extendió la mano justo a tiempo para tocar un muro de ladrillos.

Levantó el brazo y tocó la parte superior; se encaramó a él. En la superficie de la pared había innumerables trozos de cristales; se hizo numerosos cortes en la ropa y la carne, pero no sintió dolor, sólo la humedad y la viscosidad de la sangre.

Siguió andando a lo largo de una carretera iluminada, a lo largo de calles oscuras y vacías, bajó por un callejón todavía más oscuro. Abrió la verja de un jardín y se dirigió hacia la puerta trasera de una casa. Abrió la puerta y entró. En la parte delantera de la casa había una habitación iluminada; vio el rectángulo de luz al final del pasillo. Enfiló el pasillo y entró en la habitación iluminada. Junto a él, procedente de la nada, se oyó la voz del instrumento del Brillante Fulgor.

—Mire —dijo—; he aquí El Ser de la Tierra.

Miró. No como si tuviera lugar un cambio exterior, sino uno interior, como si sus sentidos se hubiesen transformado para percibir algo que hasta entonces no se podía ver.

El globo que era la Tierra empezó a brillar; a relucir fulgurantemente.

—Está usted viendo la inteligencia que rige la Tierra —dijo la voz—; la suma de los negros, blancos, y rojos, que son uno, divididos tal como los lóbulos de un cerebro, la trinidad que es una.

El brillante globo y las estrellas que había tras él se desvanecieron, y la oscuridad se hizo más impenetrable, al mismo tiempo que la mortecina luz se intensificaba, y se encontró en la habitación con el hombre situado junto a la mesa.

—Lo ha visto —dijo el hombre al que odiaba—, pero no lo entiende. Usted pregunta: ¿Qué he visto? ¿Qué es el Brillante Fulgor? Es una inteligencia colectiva, la verdadera inteligencia de la Tierra, una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas que hay en el universo.

»Entonces, ¿qué es el hombre? Los hombres son peones, en partidas de... para usted... una complejidad increíble, entre rojas y negras, blancas y negras, por diversión. El juego de una parte de un organismo contra otra parte, para entretenerse un instante de la eternidad. Hay unos juegos más largos, que se desarrollan entre galaxias. No con el hombre.

»El hombre es un parásito característico de la Tierra, que tolera su presencia durante cierto tiempo No existe en ningún otro lugar del cosmos, y su existencia aquí será muy corta. Un poco de tiempo, unas cuantas guerras sobre el tablero, que creerá haber provocado él mismo... Veo que empieza a comprender.

El hombre situado junto a la mesa sonrió.

—Quiere saber algo de sí mismo. No hay nada menos importante. Se hizo un movimiento, antes de Lodi. Se presentó la oportunidad de mover los rojos; se necesitaba una personalidad más fuerte y despiadada; fue un momento crítico de la historia... es decir, de la partida. ¿Lo comprende ahora? Se introdujo a un sustituto para que se convirtiera en Napoleón.

Consiguió articular dos palabras:

—¿Qué más?

—El Brillante Fulgor no mata. Teníamos que hacer algo con usted, trasladarle de lugar y de tiempo. Mucho después, un hombre llamado George Vine falleció en accidente; su cuerpo aún era utilizable. George Vine no estaba loco, pero tenía complejo de Napoleón. La transferencia resultaba divertida.

—Sin duda. —Nuevamente le fue imposible llegar al hombre de la mesa. El mismo odio era el muro que los separaba—. Así pues, ¿George Vine está muerto?

—Sí. Y usted, como sabe demasiado, tiene que volverse loco para que no sepa nada. El hecho de saber la verdad le volverá loco.

—¡No!

El instrumento se limitó a sonreír.

8

La habitación, el cubo de luz, se oscureció, pareció ladearse. Aunque seguía en pie, estaba inclinándose hacia atrás, y su posición se convirtió en horizontal en vez de vertical.

Tenía todo su peso apoyado sobre la espalda y debajo de su cuerpo había la blanda dureza de la cama, la aspereza de una sábana manta gris, y podía moverse; se incorporó.

¿Había sido un sueño? ¿Había salido realmente del manicomio? Extendió las manos, las unió, y notó que estaban pegajosas. La misma sustancia viscosa cubría la pechera de sus camisa y la parte delantera de sus pantalones.

Además, llevaba los zapatos puestos.

La sangre le indicaba que se había encaramado a la pared. La analgesia le abandonaba, y el dolor empezaba a hacer su aparición en las manos, el pecho, el estómago y las piernas. Un dolor penetrante.

En voz alta, dijo:

—No estoy loco, No estoy loco. —¿Lo había dicho a gritos?

Una voz contestó:

—No. Todavía no. —¿Era la voz que había oído antes en la habitación? ¿O era la voz del hombre que había visto en la estancia iluminada? ¿Acaso ambas eran la misma voz?

La voz dijo:

—Pregunte: «¿Qué es el hombre?»

Mecánicamente lo preguntó.

—El hombre es un callejón sin salida en el proceso evolutivo, que ha llegado demasiado tarde para competir, que siempre ha estado controlado y movido por el Brillante Fulgor, el cual era viejo y sabio antes de que el hombre adquiriese la posición erecta.

»El hombre es un parásito que vive en un planeta habitado desde antes de que él llegara, habitado por un Ser que es uno y muchos, un billón de células y una sola mente, una sola inteligencia, una sola voluntad... tal como ocurre en todos los demás planetas habitados del universo.

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