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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (29 page)

BOOK: Amo del espacio
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»Sé cuando y dónde nació, dónde fue al colegio, y cuándo empezó a trabajar en el Blade. Sé cuándo se alistó en el ejército y cuándo fue licenciado —a finales de 1943— a causa de una lesión en la rodilla, producida por una herida en la pierna. No se la hizo en combate, y no había ninguna causa «psiconeurótica» en mi... en su licenciamiento.

El médico dejó de juguetear con la pluma. Preguntó:

—¿Hace tres años que se encuentra así... y lo ha mantenido en secreto?

—Sí. Después del accidente tuve tiempo para reflexionar, y entonces decidí aceptar lo que me dijeron acerca de mi identidad. Me habrían recluido, naturalmente. Después, he tratado de encontrar la solución. He estudiado la teoría del tiempo de Dunne... ¡e incluso de Charles Fort! —Esbozó una súbita sonrisa—. ¿Ha leído algo sobre Casper Hauser?

El doctor Irving asintió.

—Quizá tuviera razón al hacer lo mismo que hice yo. Me pregunto cuántas personas que dicen sufrir de amnesia han simulado ignorar lo ocurrido antes de cierta fecha... para no admitir que tenían recuerdos muy distintos de los hechos.

El doctor Irving dijo lentamente:

—Su primo me informa de que usted estaba bastante... ah... «entusiasmado» ha sido su palabra... con el tema de Napoleón antes del accidente. ¿Cómo se lo explica?

—Ya le he dicho que no me explico nada de nada. Pero puedo verificar ese hecho, aparte de lo que diga Charlie Doerr. Aparentemente yo —George Vine, si es que alguna vez he sido George Vine— se interesaba mucho por Napoleón, había leído sobre él, le había convertido en su héroe, y había hablado bastante de él. Tanto, que sus compañeros de trabajo del Blade le pusieron el apodo de «Napi».

—Observo que hace usted distinción entre usted y George Vine. ¿Son una misma persona o no?

—Lo hemos sido durante tres años. Antes... no recuerdo haber sido George Vine. No creo que lo fuera. Creo que yo, hace tres años, me desperté en el cuerpo de George Vine.

—Y ¿qué había hecho durante cien años y pico?

—No tengo ni la menor idea. No dudo que éste sea el cuerpo de George Vine, y con el he heredado sus conocimientos, a excepción de sus recuerdos personales. Por ejemplo, sé desempeñar su labor en el periódico, aunque no me acuerde de la gente con la que antes trabajaba allí. Poseo su dominio del inglés y su habilidad para escribir. Sé escribir a máquina. Mi caligrafía es igual que la suya.

—Si piensa que usted no es Vine, ¿cómo se lo explica?

Se inclinó hacia delante.

—Creo que una parte de mí es George Vine, y la otra no. Creo que ha ocurrido una transferencia que no tiene nada que ver con las demás experiencias humanas. Esto no significa necesariamente que sea sobrenatural... ni que yo esté loco, ¿verdad?

El doctor Irving no contestó. En cambio, preguntó:

—Por razones muy comprensibles, ha mantenido este asunto en secreto durante tres años. Ahora, supongo que por otras razones, ha decidido revelarlo. ¿Cuáles son estas otras razones? ¿Qué ha sucedido para que cambiara de actitud?

Esta era la pregunta que más le había preocupado.

Muy lentamente, repuso:

—Porque no creo en la casualidad. Porque la situación en sí ha cambiado. Porque estoy dispuesto a que me recluyan en calidad de paranoico para descubrir la verdad.

—¿Qué ha cambiado en la situación?

—Ayer me sugirieron —mi director— que fingiera estar loco por una razón práctica. Y me sugirió que fingiera la locura que tengo en realidad, si es que la tengo. Desde luego, admito la posibilidad de que esté loco. Sin embargo, sólo puedo actuar sobre la base de que no lo esté. Usted sabe que es el doctor Willard E. Irving; puede actuar sobre esta base, pero ¿cómo sabe quién es? Quizá usted también esté loco, pero sólo puede actuar como si no lo estuviera.

—¿Cree que su director forma parte de un complot, ah, contra usted? ¿Creé que hay una conspiración para recluirle en un manicomio?

—No lo sé. Esto es lo que ha sucedido desde ayer por la tarde. —Suspiró profundamente. Después, comenzó a hablar. Explicó al doctor Irving toda la historia de su entrevista con Candler, lo que Candler le dijo respecto al doctor Randolph, su conversación de la última noche con Charlie Doerr y el sorprendente cambio de conducta de Charlie en la sala de espera.

Cuando hubo terminado, añadió:

—Eso es todo. —Miró la inexpresiva cara del doctor Irving con más curiosidad que preocupación, tratando de adivinar sus pensamientos. Con indiferencia, dijo—: Es natural que no me crea. Usted piensa que estoy loco.

Le miró a los ojos, y prosiguió:

—No tiene opción... a menos que quiera creer que le estoy contando una serie de mentiras para convencerle de que estoy loco. Es decir que, como científico y psiquiatra, usted no puede admitir siquiera la posibilidad de que las cosas que yo creo —que yo sé— sean objetivamente ciertas. ¿Tengo razón o no?

—Me temo que sí. ¿Qué me sugiere?

—Que siga adelante y firme el certificado. Yo seguiré el juego hasta el final. Incluso me someteré al detalle de que el doctor Ellsworth Joyce Randolph sea el segundo en firmar.

—¿No tiene ninguna objeción que hacer?

—¿Acaso serviría de algo que la tuviera?

—En un aspecto, sí, señor Vine. Si un paciente tiene ciertos prejuicios —o manías— contra un psiquiatra en particular, es mejor que no se someta a sus cuidados. Si usted cree que el doctor Randolph forma parte de un complot contra usted, le sugiero que escoja otro.

Él repuso serenamente:

—¿Aunque yo eligiera a Randolph?

El doctor Irving agitó una mano.

—Naturalmente, si usted y el señor Doerr prefieren...

—Lo preferimos.

La cabeza de grisáceos cabellos asintió gravemente.

—Quiero que comprenda una cosa: si el doctor Randolph y yo decidimos que lo mejor para usted es que ingrese en un sanatorio, no será para recluirle permanentemente. Será para someterle a tratamiento.

El asintió.

El doctor Irving se puso en pie.

—¿Quiere disculparme un momento? Voy a telefonear al doctor Randolph.

El doctor Irving entró en un despacho contiguo. Él pensó: «Aquí tiene un teléfono, pero no quiere que yo oiga la conversación»

Permaneció tranquilamente sentado hasta que el doctor Irving regresó y le dijo:

—El doctor Randolph puede recibirnos ahora mismo. He pedido un taxi para que nos lleve allí. ¿Querrá disculparme otra vez? Me gustaría hablar con su primo, el señor Doerr.

No se movió y ni siquiera volvió la cabeza para ver cómo el doctor salía. Podría haberse acercado a la puerta y tratado de oír la conversación que se desarrollaba en la sala de espera, pero no lo hizo. Permaneció sentado hasta oír que la puerta se abría y la voz de Charlie decía:

—Vamos, George. El taxi ya debe de haber llegado.

Bajaron en el ascensor, y el taxi ya estaba frente al edificio. El doctor Irving dio la dirección.

En el taxi, cuando estaban a medio camino, comentó:

—Hace un día precioso.

Charlie se aclaró la garganta y repuso:

—Sí, es verdad.

Durante el resto del trayecto no volvió a decir nada, y los demás tampoco.

6

Llevaba unos pantalones grises y una camisa gris, abierta en el cuello y sin corbata con la que pudiera ahorcarse. Tampoco llevaba cinturón, por la misma razón, pero los pantalones se ajustaban tanto a su cintura que no había peligro de que se le cayeran. Tampoco había peligro de que él se cayera por ninguna ventana; tenían barrotes.

Sin embargo, no estaba en una celda; era un gran pabellón en la tercera planta. En el pabellón había otros siete hombres. Los observó. Dos de ellos jugaban al ajedrez. sentados en el suelo y con un tablero entre los dos. Uno estaba sentado en una silla, y miraba fijamente al infinito; otros dos se hallaban apoyados en los barrotes de una de las ventanas abiertas, mirando al exterior y hablando normalmente. Uno leía una revista. Otro estaba sentado en un rincón, tocando escalas en un piano que no se veía por ninguna parte.

Él estaba apoyado en la pared, mirando a los otros siete. Hacía dos horas que se encontraba allí; le habían parecido dos años.

La entrevista con el doctor Ellsworth Joyce Randolph se desarrolló sin dificultades; prácticamente fue un duplicado de la mantenida con el doctor Irving. Y resultó evidente que el doctor Randolph jamás había oído hablar de él con anterioridad.

Era lo que él esperaba, naturalmente.

Ahora se sentía muy tranquilo. Había decidido que por el momento, no pensaría, no se preocuparía por nada, ni siquiera sentiría nada.

Se apartó de la pared y observó el desarrollo de la partida de ajedrez.

Era una partida de ajedrez normal; se seguían todas las reglas.

Uno de los jugadores alzó la vista y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Era una pregunta perfectamente normal; lo único anormal era que este mismo hombre ya se la había formulado cuatro veces durante las dos últimas horas.

Contestó:

—George Vine.

—Yo me llamo Bassington, Ray Bassington. Llámame Ray. ¿Estás loco?

—No.

—Algunos de nosotros lo están y otros no. Él lo está. —Miró al hombre que tocaba el imaginario piano—. ¿Sabes jugar al ajedrez?

—No muy bien.

—De acuerdo. Aquí se come muy temprano. Cualquier cosa que quieras saber, pregúntamela.

—¿Cómo se sale de aquí? Espera, no es una broma, ni nada por el estilo. En serio, ¿cuál es el procedimiento?

—Compareces ante la junta una vez al mes. Te hacen preguntas y deciden si has de irte o quedarte. A veces te clavan agujas. ¿Qué ha pasado contigo?

—¿Pasar conmigo? ¿A qué te refieres?

—¿Imbecilidad, maníaco depresivo, demencia precoz, melancolía involutiva...?

—Oh. Paranoia, me imagino.

—Mala cosa. Es cuando te clavan agujas.

Se oyó un timbre.

—Es la cena —dijo el otro jugador de ajedrez—. ¿Has tratado de suicidarte alguna vez? ¿O de matar a alguien?

—No.

—Entonces, te dejarán comer en una mesa A, con cuchillo y tenedor.

En aquel momento abrieron la puerta de la sala. Se abrió hacia fuera, apareció un guardia y dijo:

—Adelante. —Todos salieron, excepto el hombre sentado en la silla que miraba al infinito.

—¿Qué hay de él? —preguntó a Ray Bassington.

—Se perderá la cena. Es un maníaco depresivo, en plena etapa de depresión. Te dejan perder una comida; si no vas a la siguiente, se te llevan y te dan de comer. ¿Eres un maníaco depresivo?

—No.

—Tienes suerte. Es horrible cuando estás en baja forma. Por aquí, por esta puerta.

Era una habitación muy grande. Mesas y bancos estaban ocupados por hombres vestidos con pantalones y camisa grises, igual que él. Un guardia le agarró por un brazo al entrar y le dijo:

—Aquí. Este es tu sitio.

Estaba al otro lado de la puerta. Había un plato de hojalata, lleno de comida, y una cuchara junto a él. Preguntó:

—¿Es que no me dan cuchillo y tenedor? Me habían dicho que...

—Periodo de observación, siete días. Nadie tiene cubiertos hasta después del periodo de observación. Siéntese.

Se sentó. Su compañeros de mesa tampoco tenían cubiertos. Todos comían, algunos ruidosa y torpemente. Él mantuvo la vista fija en su plato, a pesar de su aspecto repugnante. Jugueteó con la cuchara y consiguió ingerir unos cuantos trozos de patata y uno o dos de los pedazos de carne que eran menos grasosos.

El café les fue servido en una taza de hojalata, y se preguntó por qué hasta darse cuenta de lo fácil que resultaba romper una taza normal y de lo mortífero que podía ser uno de los pesados tazones que usan en los restaurantes baratos.

El café era flojo y estaba tibio; no fue capaz de tomarlo.

Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió nuevamente, vio que su plato y su taza estaban vacíos y que el hombre situado a su izquierda comía rápidamente. Era el hombre que tocaba el inexistente piano.

Pensó: «Si me quedo mucho tiempo, llegaré a tener tanta hambre que me comeré toda esta porquería.» No le gustó la idea de quedarse tanto tiempo.

Al cabo de un rato sonó un timbre y todos se levantaron, mesa por mesa, respondiendo a una seña que no vio, y salieron del comedor. Su grupo fue el último en entrar y el primero en salir.

Ray Bassington le dio alcance en las escaleras. Dijo:

—Te acostumbrarás. ¿cómo has dicho que te llamas?

—George Vine.

Bassington se echó a reír, la puerta se cerró tras ellos y la llave dio la vuelta en la cerradura.

Vio que fuera estaba oscuro. Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través de los barrotes. Una sola estrella brillaba justo encima del olmo del jardín. ¿Su estrella? Bueno, la había seguido hasta allí. Una nube la ocultó a sus ojos.

Alguien se hallaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio que era el hombre que tocaba el piano. Tenía la piel aceitunada y aspecto de extranjero, así como unos ojos muy negros; en aquel momento sonreía, como animado por una secreta alegría.

—Eres nuevo aquí, ¿verdad? ¿O es que acaban de trasladarte a esta sala?

—Soy nuevo. Me llamo George Vine.

—Baroni. Músico. Por lo menos, lo era. Ahora... no importa. ¿Quieres saber algo en especial?

—Desde luego; cómo salir.

Baroni se echó a reír, sin demasiada alegría ni amargura.

—Lo primero es convencerles de que vuelves a estar bien. ¿Te importa decirme lo que te pasa... o prefieres no hablar de ello? A algunos les importa, y a otros no.

Miró a Baroni preguntándose a qué grupo pertenecería. Finalmente dijo:

—Creo que no me importa. Yo... creo ser Napoleón.

—¿Lo eres?

—¿Qué?

—¿Eres Napoleón? Si no lo eres, ya es algo. Entonces, quizá te dejen salir dentro de seis o siete meses. Si realmente lo eres... mala cosa. Lo más probable es que te mueras aquí.

—¿Por qué? Quiero decir, si lo soy, es que no estoy loco y...

—Esta no es la cuestión. La cuestión es que ellos crean que no lo estás. Tal como ellos lo ven, si crees que eres Napoleón, es que estás loco.
Quod erat demonstrandum.
Te quedarás aquí.

—¿Aunque les diga que estoy convencido de ser George Vine?

—Han tratado a mucho paranoicos, antes que a ti. Y a ti te consideran un paranoico, puedes estar seguro. Cada vez que un paranoico se cansa de un lugar, trata de largarse mintiendo. Ellos no son tontos, y lo saben.

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