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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (4 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Y ahora soy camarera.

En el bar gano más de lo que ganaba en aquella oficina, y mis mañanas son para mí, para mí sola, y el tiempo libre vale para mí más que los mejores sueldos del mundo. No me arrepiento en absoluto de la decisión que tomé, y nunca, nunca jamás volvería a trabajar en una multinacional.

Antes me meto a puta.

D

de deseo y destierro

En los escasos momentos en que la barra queda vacía cierro los ojos e intento concentrarme en los sonidos sintetizados, visualizando la música como una cebolla iridiscente a la que yo, lenta y concienzuda, voy arrancando capas, una tras otra, hasta dar con una diseñada especialmente para mí: el regalo de la rave. Y cuando la encuentro, la hago ascender a través de mis venas, mis capilares y mis arterias, recorrer mi cuerpo mezclada con mi linfa y mi sangre, ascender hacia mi cabeza, inundarme por completo. Me diluyo en música, me borro, me extiendo, me transformo, me vuelvo líquida y polimorfa. De pronto llega un roll on, un cambio radical de ritmo seguido de una secuencia prolongada que comienza muy, muy lentamente y luego se acelera de forma paulatina hasta retomar el ritmo del techno, machacón, insistente, acompasado a los latidos del corazón. La oscuridad me invita a dejarme llevar y me arrastra hacia el altavoz que vomita una música monótona, geométrica, energética y lineal, suavizada en mi cabeza por el éxtasis.

Pero este estado de cosas no puede durar mucho, porque trabajando en una barra no dispones de mucho tiempo para ti misma. Antes o después llega alguien que requiere tu atención para que le pongas una copa, y entonces te toca volver al mundo de los vivos. En la pista la masa baila en comunión, al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, una única alma colectiva. El DJ es el nuevo mesías; la música, la palabra de Dios; el vino de los cristianos ha sido sustituido por el éxtasis y la iconografía de las vidrieras por los monitores de televisión. Es el regreso del tribalismo ancestral, heredado genéticamente, dicen, en el inconsciente colectivo.

Por un instante regreso a la realidad y soy consciente de los fieles que me rodean, la masa que alza los brazos al cielo como un solo hombre al grito de «¡rave!». Yo también participo en este rito común, y una vez bendecida por el DJ al que va dirigida nuestra alabanza, le imploro de corazón que me funda con el resto, que me haga desaparecer, que obre un milagro y borre de un plumazo este último mes.

Que me lleve de nuevo a aquellas fechas en que todavía me llamabas tuya.

Cada noche la música atrona desde los bafles de quinientos vatios, unas cajas negras, enormes, que son como las hijas bastardas de la caja de Pandora, porque, a juzgar por el escándalo que arman, deben contener en su interior todos los vientos y todas las tormentas. Ayer, sábado, he estado poniendo copas allí desde las doce hasta las ocho, y luego, venga arriba, venga abajo, sube cajas de cocacola, baja cajas de cerveza, echa a los últimos colgados rezagados y recoge los condones usados que te vas encontrando por todas partes: en el baño, claro, en los sillones forrados de terciopelo rojo, en la pista de baile (¿EN LA PISTA? Sí, en la pista, por lo visto hay mucha peña que ha visto Instinto básico), en la esquina de detrás del bafle, muy del gusto de los quinceañeros, porque es muy oscura. Como todos van puestos de éxtasis, les da por hacérselo en cualquier parte, imprevistamente, desmedidos y enganchados en un tiovivo de ombligos. Y bueno, a mí en principio me daría igual, que hagan lo que quieran, a vivir que son dos días, no future, si no fuera porque luego tengo que ir recogiendo los condones usados, y eso es un tanto desagradable, estaréis conmigo.

He salido del Planeta X y el sol me ha dado en los ojos con su luz blanca. Ha sido como un golpe de gong en las sienes. Ya era de día. Me he ido a desayunar con el resto de los camareros. Luego nos hemos ido al God, un afterhours que hay cerca del Planeta X. Mucho bacalao, mucho niño puesto de éxtasis, mucha luz estroboscópica. Chundachundachundachunda... ¡acleeceed! Las niñas bailan jarcotezno —los brazos laxos, los músculos desencajados, la cabeza oscilando de un lado a otro— y parecen muñecos de cuerda a los que se les ha saltado el muelle. Debería haberme ido a casa a dormir, pero, qué quieres que te diga, después de ocho horas poniendo copas te apetece que alguien te ponga copas A TI, para variar. Cuando hemos salido del God eran las cuatro de la tarde. Se supone que yo debía tener hambre, pero estas pastillitas que me meto para aguantar despierta y poder servir copas toda la noche no me permiten comer. Me estoy quedando en los huesos. Parezco recién salida de Dachau. No importa, a los tíos les gusta así. Parezco la Kate Moss, pero con tetas. Muy grunge, muy trendy. Por algo soy camarera, porque a los tíos les gusto. Muy machista, lo sé, pero de algo hay que comer, o, en mi caso, no comer. Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.

Hay muchos hombres solos en esta ciudad. Das una patada y salen de debajo de las piedras. Si saben que estás sola vienen a ti atraídos como las moscas a la miel. Y mujeres, también hay mujeres solas. He escuchado sus historias en las barras del bar. Las mujeres y los hombres a los que quisieron y perdieron, las drogas que probaron, sus penas, sus alegrías y sus accidentes.

He escuchado tantas historias de desamor y soledad esta noche que creo que podría editar un catálogo.

He aprendido a reconocerlos por sus caras. Llego a la barra y puedo decir en cuestión de segundos cuántos clientes se sienten solos. El éxtasis ayuda sólo durante unas horas. A veces ni eso. Van de éxtasis, están atontados, pero en el fondo siguen solos. No hay droga que cure eso.

Había un chico apoyado contra el bafle que conoció en un bar a la chica de sus sueños. Una pelirroja vestida de Gaultier. Bebieron, flirtearon. Lo hicieron a lo bestia en el cuarto de baño. Él apuntó su teléfono. No se atrevía a llamarla. Apenas sabía quién era. ¿Cuántos tíos la habrían follado en un cuarto de baño? Cuando por fin reunió el valor suficiente intentó llamarla, dos veces, pero nadie respondió al teléfono. Después le parecía que había pasado demasiado tiempo. ¿Y si ella había conocido a otro? ¿Y si no le recordaba? Él tampoco la recordaba bien. No podría describir el puente de su nariz ni la caída de sus pestañas ni el color exacto de su pelo. No podría asegurar si era tan maravillosa como él creía recordar. Fue muchas noches al bar donde la había conocido, pero no volvió a verla. Ha dormido solo desde entonces.

Hay una chica que lleva escrita en la frente la palabra amante. Siempre se enamora de hombres casados. Ha hecho el amor en portales, en hoteles, en asientos reclinables de coches descapotables, en parques, en ascensores y en cuartos de baño de bares de diseño. Sin embargo, no sabe lo que es despertarse junto a alguien y compartir un desayuno en la cama.

Esta ciudad es demasiado grande, dicen algunos, se hace tan difícil mantener las relaciones...

En fin, cada cual tiene su historia. Esta ciudad está llena de hombres que van buscando a tientas a una mujer en la oscuridad de los bares.

He escuchado tantas historias esta noche...

Yo también tengo mi propia historia.

Yo también tenía a alguien a quien quise y perdí. No me dio explicaciones. Tampoco se las pedí. El caso es que él acabó por dejarme. Quizá le dejase yo. No contesta a mis llamadas. Supongo que tiene sus razones.

Tendría que explicarles a todos esos chicos solos que vienen a pedirme copas a la barra con cara de cordero degollado que yo no puedo llenar sus huecos, que a mí también me abandonó mi amor y que, para colmo, empieza a ponerme de los nervios el jarcotezco.

Trabajo en una barra y los domingos los paso de garito en garito, bebiendo como una esponja, gastándome el sueldo en éxtasis, para olvidarme de que mi novio me dejó. Por muy delgada y muy mona que sea. Por lo visto, no le resultaba suficiente. Las relaciones de los noventa, dicen. Efímeras. No future. Generation X. Hay que joderse.

Trabajo en una barra y cada noche me duelen los oídos y siento el pulso acelerado. El corazón me late a trescientas pulsaciones por minuto. Me entra una sed tan horrible que creo que podría beberme el agua de la Cibeles. Siento que las luces de la pista son tangibles, y que la música se traduce en imágenes.

Vuelve a ascender la música en capas envolventes intentando anularnos con su voluntad ensordecedora. Desde la barra vislumbro un tejido irisado de brazos y piernas y camisetas brillantes, una masa humana y multicolor de cabelleras, ondeando al ritmo de mil tambores atávicos. Ramalazos de luces surgen de la nada, flash, y desaparecen al segundo de cegarnos, negro, y otra luz cegadora vuelve a surgir coincidiendo con un nuevo latido de nuestro corazón. Cuando tengo que cruzar la sala para ir dejando limpias las mesas erizadas de vasos y botellas me siento un nadador contra corriente. Alrededor de mí los cuerpos, comprimidos y multiperforados, se empujan los unos a los otros, las personas ya no son personas porque la identidad de cada uno se funde en el crisol de la masa, y lo que siento alrededor es un magma en ebullición, con pequeñas burbujitas que de vez en cuando emergen a la superficie.

Trabajo en una barra y cada noche siento que necesito algo desesperadamente, pero no sé muy bien el qué. Noto la ansiedad ascendiendo en mi interior, tan furiosa y tan presente que me impide respirar.

Necesito una polla entre las piernas.

Quiero que vuelvas, Iain, que me saques de aquí.

Quiero que me salves de alguna manera.

La vida es triste, y la noche de Madrid no es tan maravillosa como todos se creen. Os lo digo yo, que vivo en ella.

E

de enclaustrada, de enamorada, empleada y encadenada

Las luces vacilantes de los focos azules me distraen la mirada. Podría estar aquí o en cualquier otra parte. La cabeza se me va a cada momento y me veo en millones de sitios: en la cama de Iain, en el cuarto de Iain, en mi propia bañera. Pero aquí no, definitivamente aquí no. Son las diez de la noche en el Planeta X y yo estoy ocupada pasando un trapo por la barra y limpiando el polvo de las botellas. No es que haga mucha falta, la verdad, pero me aburro y no se me ocurre nada mejor que hacer. Hubo un tiempo en que me llevaba un libro al bar y así entretenía los ratos muertos en que no tenía que darle de beber a nadie, pero el encargado se ocupó enseguida de hacerme saber que lo del libro no estaba bien visto, que no daba buena imagen. A mí la explicación me pareció una solemne tontería, sobre todo viniendo de un tío que no había hojeado en su vida otra cosa que la guía telefónica. Pero el encargado es el encargado, y yo no soy más que una camarera, así que no me quedó más remedio que ajo y agua, o sea: a joderme y a aguantarme y a dejar el libro en casa.

Me importa un comino lo que digan mis hermanas. Me importa un huevo que opinen que éste no es un trabajo serio. Mis hermanas no tienen ni puta idea de lo que es la vida. La una pilló a un tolili dispuesto a mantenerla, un mirlo blanco de los que ya no quedan, y a la otra le tocó un premio gordo en la lotería genética.

Y aquí estoy ahora, en mi bar del alma, en este bar que para mis hermanas supone la mayor vergüenza social, limpiando botellas con la energía de un huracán, cuando, reflejada en el espejo a través de la penumbra del bar, veo una figura de mujer cruzar la pista. Avanza dando grandes y rápidas zancadas, como si fuese la chica del anuncio de Charlie. Un foco ilumina la figura y, para mi sorpresa, reconozco a mi hermana Rosa. No se me ocurre para qué coño viene Rosa al bar, ella, que no soporta el trance y que es incapaz de escuchar algo que se haya compuesto después del siglo diecinueve.

Mi hermana se acerca a la barra, se sienta en un taburete, deja sobre el contiguo su abrigo de piel de camello y cruza las piernas con ese aire de autoridad que sólo poseen las lesbianas y las mujeres muy ricas.

Yo le dirijo una sonrisa que pretende ser sarcástica. Eso sí, me parece que no lo consigo, porque soy muy mala actriz.

—¡Dichosos los ojos! —digo—. ¿A qué debo este honor? ¡La princesa de Mónaco en persona se ha dignado venir a mi humilde tugurio!

—Tú sigue haciendo bromitas de este tipo y no vuelvo más —responde mi hermana con voz serena, como de costumbre. Casi nunca pierde la calma. Nadie diría que somos hermanas. No nos parecemos ni en el físico ni el carácter.

—Perdone su alteza —digo yo—. Nadie quería ofenderla. Por cierto, su alteza viene guapísima. Qué traje tan elegante... —No es precisamente mi estilo, pero hay que reconocer que es bonito. De lejos se ve que debe de costar una pasta.

—Menos flores. Las dos sabemos que si a mí me sentaran tan bien los vaqueros como a ti, no me harían falta los trajes de diseño.

Mi hermana es una envidiosa. Siempre lo ha sido. Además, tampoco es que yo en vaqueros resulte la bomba atómica. Y por cierto, si yo tuviera la pasta que ella tiene y pudiera comprarme la ropa en Loewe, igual hasta dejaba los vaqueros. Nunca se sabe.

Le pregunto qué quiere tomar y responde que una cocacola. Light.

—¿Estás segura de que no quieres que te ponga un chorrito de whisky? —digo yo.

—Segura —Confirma, serena y sin mover un solo músculo facial, como de costumbre.

—Tú sabrás. —Encojo los hombros para darle a entender que no sabe lo que se pierde yendo de abstemia. En fin, que no se diga que no he intentado tentarla. Abro la cámara frigorífica y saco una botella de cocacola. Light—. Y bueno, alteza —prosigo. Yo siempre le llamo alteza, y eso a ella le jode muchísimo—. ¿Qué te trae por aquí? ¿A qué se debe que le hagas una visita a tu indigna hermana?

—Para ya. —La voz de Rosa suena ligeramente, sólo ligeramente, enojada—. He salido del trabajo y me he dicho que de camino a casa podía parar aquí para recordarte que tienes que llamar a Ana.

Dejo la cocacola a medio servir y me la quedo mirando con cara de estupefacción. Sólo mi hermana la hormiga laboriosa es capaz de salir del curro a las diez de la noche.

—¿Acabas de salir del trabajo? ¿AHORA?

—Sí, me he quedado repasando un informe que tengo que entregar mañana.

—Joder, tía... Eso no es vida, qué quieres que te diga. Por mucha pasta que te paguen —le suelto, y acabo, por fin, de servir la dichosa cocacola con sus hielecitos y su limoncito.

—Tampoco es vida la tuya, que tengo que venir a verte aqui porque nunca puedo localizarte en casa. —Rosa pega un trago ávido a la cocacola y continúa—: Y por favor, no discutamos que bastante me duele la cabeza por hoy. Te recuerdo otra vez que te pases un día por casa de Ana. Mamá me ha llamado y me ha dicho que está muy preocupada.

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