Read Amor, curiosidad, prozac y dudas Online
Authors: Lucía Etxebarría
—No será para tanto. A Ana lo único que le pasa es que se aburre y quiere llamar la atención...
—No creo. Me parece que esto va en serio. Ayer la llamé y la encontré muy deprimida. Se la notaba muy mal. Aunque con la poca confianza que tenemos, poco podía hacer yo. Como no me cuenta nada... Pero te repito que la oí muy rara.
—¿Y qué esperas que haga yo? Si tú no tienes confianza con ella, ya me dirás yo... Simon Peres y Arafat son íntimos, en comparación con nosotras.
—Bueno, ya sabes que a Ana le resulta difícil entender lo que haces con tu vida.
—¡Y a mí entender lo que ella hace con la suya! No te jode. Como si fuera divertido pasarse la vida mano sobre mano. Y yo no la critico por eso.
—Pues yo juraría que ahora mismo estás criticándola —apunta mi suspicaz hermana, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Las uñas, cuadradas, cortas y sin pintar, están impecablemente limadas.
—No estoy criticándola. Y no te preocupes, que te juro que me pasaré a verla lo antes posible. Aunque poco puedo hacer por ella, porque yo también estoy fatal. Fatal. Fatal, fatal, ¡fataaaal ... !
—¿Y eso? —pregunta mi correcta hermana, intentando esbozar una sonrisa de simpatía y aparentando como puede un poco de interés.
—Iain me ha dejado —anuncio con tono solemne, intentando conmover a mi inconmovible hermana.
—Acabáramos. Pues menuda novedad. ¿Cuántas veces van?
Evidentemente, no lo he conseguido.
—No, ESTA VEZ va en serio, tía, te lo juro —insisto con un mohín ofendido, y éste no tengo que fingirlo porque me sale del alma—. Hace ya casi un mes. Nunca habíamos pasado tanto tiempo separados.
—Sinceramente, creo que es lo mejor que podía haberte pasado. Ese hombre no te traía más que disgustos —observa mi sensata hermana.
—¡Qué dices ... ! Era un encanto. Inteligente, tierno, sensible...
—¿Sensible? No me hagas reír. ¿Te acuerdas de aquel día en que nos encontramos en el Retiro? Tu pobre amiga Line, esquelética, anoréxica perdida que daba pena verla, a punto de ingresar en el hospital, y tu novio, el sensible, venga a decir «Esta chica cada día está más guapa. Cómo ha adelgazado». —Mi sarcástica hermana pega otro trago a su cocacola—. Hay que ser zopenco. Dejando aparte el hecho de que me parece bastante discutible que se ponga a hablar de lo guapa que es otra chica en presencia de su novia y de la hermana de su novia. Por cierto, ¿cómo está Line?
—Bien. Salió del hospital hace tiempo. No estuvo allí ni una semana, así que no fue para tanto. Ha comenzado a ir al psicólogo y está bastante controlada. Además, para que lo sepas, no está tan claro lo de la anorexia de mi amiga, porque la anorexia es una enfermedad mental bien definida, y Line no responde exactamente al cuadro clínico.
—Lo que está claro es que tu amiga parece la radiografía de un silbido.
—Eso sí, pero el caso es que tampoco, por lo visto, muestra el cuadro mental típico de una anoréxica, porque según el psiquiatra las anoréxicas suelen ser personas muy perfeccionistas e introvertidas, que renuncian al sexo...
—¿Renuncian al sexo? No me digas más. Ya me ha quedado claro que Line no es anoréxica.
Ésta es mi irónica hermana.
—En primer lugar, que sepas que desde que ha aparecido la histeria de las top models y el culto al cuerpo parece que ya hay anoréxicas de todo tipo. En segundo lugar, si estás intentando meterte con mi amiga, te recuerdo que si sólo hubiera que medir las cosas por ese rasero, entonces la anoréxica serias tú, que eres la que ha renunciado al sexo.
—Nadie ha dicho que yo haya renunciado al sexo. —Rosa adopta un deje ofendido. ¡Ofendida, Rosa! ¡Parece que he traspasado su barrera de impasibilidad!
Yo sonrío, satisfecha de mí misma.
—Pues cualquiera lo diría —sigo—, según los muchos novios que se te conocen. Hija mía, a tu lado la propia Virgen del Rocío es un putón verbenero.
—Que te quede claro: yo no he renunciado al sexo ni a las relaciones, en principio. Sencillamente he decidido ser independiente, mantenerme a mí misma, no tener que soportar numeritos y humillaciones, y estar sola.
—No me seas exagerada, Rosa. Digo yo que ambas cosas se podrán combinar: que puedes seguir siendo independiente y mantenerte a ti misma y aun así echar un polvo de vez en cuando.
—Ésa es la teoría. La práctica es muy diferente. Desengáñate, Cristina. —Y mi condescendiente hermana suspira, intentando adoptar un aire de mujer muy vivida—. Los hombres de mi edad han vivido en casa de sus padres hasta los veintimuchos años. Eso, si no siguen viviendo allí. Y durante todos esos años han vivido en una casa donde su mamá no trabajaba y se dedicaba a hacerles la cama y la comida, en una casa donde ellos no tenían hora de llegada, pero sus hermanas sí. Y para colmo, la mayoría han ido a un colegio de curas en el que se les enseñaba a buscar niñas dulces, calladitas y sumisas.
—¿Y eso qué importa?
—Importa muchísimo. Porque son una generación de niños grandes que no pueden entender que yo no pienso dedicarme a arreglar la casa ni a cuidarlos ni a sustituir a su madre.
—Pero no todos los hombres son así...
—Puede que no, pero de momento yo no he conocido a la excepción. Lo veo clarísimo en el trabajo. Todas las chicas que están casadas y tienen niños se quejan de lo mismo. Él no las ayuda en casa, él no se levanta si el niño llora, él pasa de ir a hablar con los profesores...
—Pero es que las secres de tu oficina son todas una panda de marus. No hay más que oír cómo cogen el teléfono.
—Mira, Cristina, se da por hecho de tal manera que es la mujer la que se va a encargar de los críos que la mayoría de las empresas no contratan a mujeres en según qué puestos directivos, a no ser que hayan pasado la cuarentena, o sea, que ya hayan tenido y criado a los niños.
—No entiendo por qué.
—Pues es así. Yo misma debería ser vicepresidente. Estoy mejor preparada, con mucho, pero con mucho, que el inútil que tiene el puesto. Pero soy mujer, así que no me ascienden.
—Pues mira, qué quieres que te diga, si tan mal están las cosas, déjalo, dedícate a vivir la vida, no te amargues en una oficina.
—¿Qué quieres decir con eso de «vivir la vida»?
—Pues eso, salir, conocer gente, ir de copas... —Hago una pausa premeditada antes de soltar la bomba—. Follar.
Mi imperturbable hermana finge no haber captado la indirecta.
—A mí no me apetece salir de copas todas las noches. Y el sexo me atrae cada vez menos.
—Te estarás volviendo anoréxica. Esto de que bebas cocacola light es muy mala señal.
—No, no tiene nada que ver. Simplemente, me resulta muy poco satisfactorio tener sexo con alguien incapaz de respetarme y de asumir que podemos estar al mismo nivel. Mi sexo reside en mi cabeza, no en mi entrepierna.
—Es curioso, el otro día intentaba explicarle lo mismo a Line...
—No es curioso. Es el signo de los tiempos. ¿No te has dado cuenta de que cada día hay más películas y más libros de homosexuales, y que cada día tienen más éxito? Es porque, superada la era patriarcal, los sexos estamos condenados a no entendernos.
—La era patriarcal... Rosa, no te ofendas, pero cada día eres más redicha. Como un repollo con lazos. Pero es verdad, lo de la guerra de los sexos, digo. El único tío que podría interesarme ahora, y te lo digo a ti porque eres mi hermana, es Iain. El resto, una panda de cafres.
—Eso es porque lo tienes idealizado. Iain es tan inmaduro como el resto. Si tú misma no hacías más que quejarte de que Iain era un pusilánime. Y él siempre estaba quejándose de que tú tenías demasiado carácter.
—Es que yo tengo mucho carácter.
—No más que la mayoría de los hombres con los que trato a diario. Sencillamente, es un rasgo que no está bien visto en una mujer pero sí en un hombre.
—Rosa, por Dios, no empieces otra vez con tus sermones feministas...
—Que sí, mujer... Se ve claramente en la oficina. Si yo me pongo dura con un proveedor que no nos ha presentado la factura a tiempo, si grito y me enfado, es un problema. El director de personal no pierde ocasión de recordarme que debería suavizar mis modales, el muy cretino. Y sin embargo, el director general se pasa el día tratando fatal a todo el mundo: proveedores, secretarias, administrativos y directora financiera, o sea, yo. En la vida le he oído dedicarle una palabra amable a nadie. Se comunica con la gente a gritos. Pero en su caso se trata de un ejecutivo agresivo, de modo que está bien visto, nadie le dice nada. Mientras que yo, claro está, debería suavizar mi comportamiento...
—Lo que hay que oír. ¿Ves? Yo, de camarera no tengo esos problemas.
—Tampoco tienes ninguna posibilidad de promoción. Ni ningún futuro. Ahora tienes veinticuatro años y quedas muy mona en una barra pero dentro de diez, cuando se te caiga esa delantera que tienes y puedas ponerte a jugar al fútbol con tus pechos, no habrá quien te quiera de camarera. Y entonces caerás en la cuenta de cómo has desaprovechado tu tiempo y tu cabeza.
—En primer lugar, deja de meterte con mis tetas, si no te importa. En segundo, que te quede claro que YO no desaprovecho mi cabeza.
—Eres demasiado lista para estar trabajando en una barra.
—Ya salimos con la de siempre. Yo trabajo en una barra si me sale del coño.
—¿Y qué satisfacción intelectual te reporta eso?
—Rosa, estoy harta de discutir el mismo tema. La satisfacción intelectual me la busco en el tiempo libre. Cuando salgo de aquí leo, voy al cine y...
—Leer es pasivo. Estoy hablando de hacer algo productivo. De ser y sentirte útil.
—Ya salió la feminista. Me dirás que tú eres muy útil, arreglándole los problemas a una multinacional que tiene puteados a todos sus empleados, jodiéndoles la vida ocho horas al día a cambio del salarlo mínimo. Y tú te encargas de que Hacienda no les pille en los desfalcos y los chanchullos que se monta. ¡Pues menudo orgullo! Prefiero ser una inútil. En definitiva, guapa, que dejes de meterte de una vez con mi trabajo. Al menos yo no voy a tener problemas de conciencia moral, y, además, YO no trabajo para una estructura machista —remato, cabreada.
Supongo que mi hermana se ha quedado con ganas de decirme que había más de una redicha en este bar, pero se interrumpe al ver llegar al primer cliente de la noche. Se trata de un tipo bajito y repeinado, que no debe de tener más de treinta años. Lleva un polo rosa, pantalones de pinzas y zapatos italianos. Apenas supera el metro setenta. Un pijillo en la treintena. Fijo que es broker, como si lo viera.
—¿Me perdonas un momento? —le digo a mi hermana overachiever y me marcho a atender al cliente—. Dime.
—Quiero un whisky con cocacola —me anuncia el de gafas con voz engolada. Habla como si se hubiera metido una patata frita en la boca.
—¿Qué whisky? —pregunto, y lo hago por pura rutina. Bien sé yo que todas las botellas están rellenadas con el mismo tipo de alcohol de garrafa.
—No sé —duda él—. ¿Cómo se llama el de aquella botella marrón que está en lo alto del estante?
—Eso no es whisky —le hago saber con un deje de superioridad digno de una reina—. Es ginebra.
—Entonces quiero una ginebra con cocacola. Esa ginebra —recalca.
—Te advierto que esa ginebra es carísima —le aviso con retintín.
—No importa. El dinero no es problema.
Valiente gilipollas.
—Además, no voy a alcanzar ese estante...
—Pues te subes a una silla o a una caja. Yo soy el cliente y tú la camarera, y si pido una ginebra determinada estás obligada a servírmela, ¿o no?
Le dirijo una mirada asesina, dudando entre si mandarlo a la mierda o tirarle la cocacola de Rosa en la cara, pero finalmente agarro una caja y me encaramo como puedo a lo alto del estante. Mientras intento alcanzar la botella de marras me vuelvo y caigo en que el muy cabrón está aprovechando la ocasión para mirarme el culo. Acto seguido vuelvo la cabeza hacia Rosa, que también está contemplando la escena.
Mi altísima hermana se levanta del taburete y se yergue cuan alta es sobre sus imponentes ciento ochenta centímetros, sin tacones.
—¿Le importaría dejar de mirar el culo de mi novia con semejante descaro? —le pregunta cortésmente al chico del polo rosa.
Las mejillas del gañán adquieren el color de su polo.
—¿Es tu novia? —alcanza a articular con voz trémula.
—Ella es mi novia y yo soy cinturón negro de kárate, por si te interesa —escucho decir a mi imprevisible hermana.
Está de pie frente a mí, cuan alta es (más que él), las manos apoyadas en las caderas y soltando fuego por los ojos. Si hubiese tenido un revólver juraría que habría estado a punto de desenfundarlo. Me la quedo mirando con los ojos como platos y la boca tan abierta que Agassi hubiese podido colarme una pelota en ella. Pero mi impasible hermana ni se inmuta.
—¿Por qué no te vas yendo a la pista? —le sugiere Rosa al de las gafas, sin perder un ápice de su calma—. En breve empezarán a llegar hordas de adolescentes a las que les podrás mirar el culo con toda tranquilidad.
El de las gafas se marcha sin decir palabra, y sin la ginebra.
—No trabajas en una estructura machista. Ya veo —observa mi irónica hermana con tanta tranquilidad como si se estuviera refiriendo al tiempo, y a continuación apura su cocacola de un trago—. Son casi las once y yo mañana me levanto a las siete. Tengo que dejarte. No te olvides de llamar a Ana.
Recoge su abrigo y abandona el bar. Me cuesta unos cuantos segundos recuperar el habla, y por tanto no puedo llamarla hasta que se encuentra justo en medio de la pista.
—¡ROSA!
Ella gira la cabeza...
—¿Qué? ...
y yo sonrío.
—Gracias.
—De nada. Y no te olvides de llamar a Ana.
—Lo haré.
Cruza la pista en tres zancadas, marcial, solemne y estilosa. Todas las luces del bar se reflectan en su abrigo porque ni siquiera los focos pueden sustraerse a la tentación de seguir con la mirada a esa amazona rubia distante e insondable. Y yo pienso para mí, cuando la veo cruzar la pista con la velocidad constante de una flecha disparada a un objetivo claro, puede que no me lleve mucho con mi hermana, puede que no tengamos nada que ver, pero, joder, hay que reconocer, aunque me pese, que hay momentos en que la admiro profundamente.
de frustrada
El informe Harvard-Yale, publicado en 1987 por los sociólogos Bennet y Bloom y basado en el modelo paramétrico de análisis de diferentes grupos de población, dice textualmente: «A los treinta años las mujeres solteras con estudios universitarios tienen un 20% de posibilidades de casarse, a los treinta y cinco este porcentaje ha descendido al 5% y a los cuarenta al 1,3%. Las mujeres con educación universitaria que anteponen los estudios y la vida profesional al matrimonio encontrarán serias dificultades para casarse.»