Read Amor, curiosidad, prozac y dudas Online
Authors: Lucía Etxebarría
Que nunca había estado enamorada de Gonzalo, sino de la idea misma del amor.
En cuanto a Cristina, se compró su primer traje de mayor. Blanco, de lino, con volantes en la falda. Una bomba. El color blanco resaltaba su tez de oliva y sus rizos de ébano. Y el lino transparente dejaba clarísimo que acababa de dejar de ser una niña.
Cristina me eclipsaría. Estaba cantado. Desde hacía años.
Según entramos en la iglesia escuché un cuchicheo a mi espalda: ¿Es verdad que sólo tiene catorce años? Me volví. Un joven de veintitantos miraba a Cristina con la expresión de un niño ante el escaparate de una pastelería. Debía de ser uno de los amigos de Borja.
Gonzalo estaba de pie en la primera fila de bancos. Llevaba un esmoquin negro. Me dio un vuelco el corazón. Nunca le había visto tan guapo.
Volvieron a mi cabeza todas mis fantasías de adolescente, aquellos sueños en que me colaba en el cuarto de Gonzalo en mitad de la noche y le besaba todo el cuerpo: las sienes, los párpados, las comisuras de los labios, el cuello, los hombros, los pezones, el vientre, el ombligo, y Gonzalo seguía allí dormido y no se despertaba. Mis fantasías de adolescente sólo llegaban hasta allí.
Pero la Rosa de veinte años que yo era, por muy virgen que fuese, sabía cómo completarlas.
Los labios seguirían bajando hasta la ingle, y encontrarían un falo perfecto, enorme, casi art déco, que parecería dibujado con aerógrafo, sin venas azules ni imperfecciones, un falo que estaría allí esperándome desde tiempos inmemoriales, y me lo metería en la boca, hasta el fondo, aspirando su olor dulzón, acariciándolo con la lengua, y después me montaría encima de él como había visto hacer en las películas y él me agarraría fuerte por las caderas, haría que me moviese arriba y abajo, dejaría impresas las huellas de sus dedos en mi cintura y me arrebataría de golpe esa virginidad incómoda que llevaba lastrándome desde hacía tantos años.
No dolería. No podría doler, e incluso si doliese, me gustaría. Disfrutaría del dolor de la misma manera que de niña había disfrutado del miedo que sentía cuando subía en la montaña rusa. Sería como la montaña rusa. Subir, bajar, marearse, perder el sentido de una misma.
Eso era exactamente lo que yo pensaba sentada en el banco de aquella iglesia, mientras veía a mi hermana contraer matrimonio.
Si aquello era un sacrilegio, habrá que disculparme. Nunca he sido creyente. Ni siquiera cuando iba al colegio. Los rezos, el rosario y las flores a María nunca fueron más que mecánicas repeticiones de palabras.
Muy bien. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era una chica que sabía lo que quería. Estaba decidida a acostarme con Gonzalo esa misma noche. No creía que fuese a resultar muy difícil.
Al fin y al cabo, Gonzalo era un mujeriego. Lo normal es que si yo se lo ponía muy fácil, él acabara por aceptar. Además, yo era consciente de que era bastante guapa. Quizá no tan espectacular como Cristina, pero si bastante interesante con aquel tipo de belleza lánguida y pálida, aquellos ojos grises del mismo tono que los de Gonzalo, y la piel blanquísima.
Había heredado de mi madre el porte aristocrático y la belleza elegante aunque poco evidente.
Después de la ceremonia hubo un banquete en el Mayte Commodore. Qué otra cosa cabía esperar de los padres de Borja.
Bebí litros de champán durante toda la velada, para darme ánimos. La noche se me pasó en constantes idas y venidas al cuarto de baño, tanto para deshacerme del champán que se me acumulaba en la vejiga como para retocarme una y otra vez el maquillaje, que lucía excepcionalmente en homenaje a lo especial de la ocasión.
Ensayé frente al espejo del hotel la mejor de mis sonrisas. Me repinté los labios trescientas cincuenta veces. Me cepillé y recepillé la melena rubia. Intenté imitar las expresiones de deseo que había visto adoptar a las chicas de los catálogos de lencería. Mis labios, relucientes merced a la cosmética, se separaban para exhibir mis dientes, como si acabase de meter una mano en agua hirviendo.
Arqueé la espalda de modo que la luz se reflejara en la parte inferior de mis pechos. Mi cuerpo, pensé, era bonito. Ahora se habían puesto de moda las altas. Las modelos tenían mi talla.
No me encontré atractiva vestida así, pero pensé que Gonzalo sí podría encontrarme deseable. Al fin y al cabo, ¿no me parecía un poco a las chicas de las revistas?
Labios rojos entreabiertos, pelo rubio alborotado.
Cuando acabó la cena en el hotel, los más jóvenes propusieron salir a una discoteca. Yo odiaba las discotecas con toda el alma. En otras circunstancias habría preferido irme directamente a casa, pero no ahora. No pensaba desaprovechar la oportunidad más propicia de acercarme a Gonzalo.
Era una discoteca muy oscura. Los asientos estaban tapizados de terciopelo rojo. Una bola formada de millones de diminutos cristalitos rectangulares que pendía del techo de la pista daba vueltas y vueltas. La luz se reflejaba en cientos de rayos como aguijones que se disparaban directos a mi cerebro.
Vi a Gonzalo entrar por la puerta. Me armé de valor. Fui directa a él y me colgué de su brazo. Vamos a bailar, dije melosa. Él sonrió. Fuimos a bailar juntos. La música sonaba, estruendosa. Caja de ritmo. Cuatro por cuatro. Tic tac tic tac tic tac. Muy rítmico. Resultaba difícil bailar aquello. Hacía falta desencajar los brazos y las piernas. Convertirse en una especie de robot animado.
Aquello no se me daba bien. Pero Gonzalo sonreía y yo me esforzaba por devolverle la sonrisa.
De pronto vi a Cristina, resplandeciente como una diosa blanca, en el centro de la pista. Bailaba con los ojos cerrados. Movía la cabeza suavemente al ritmo de la música, como si se acunase. Gonzalo permaneció mirándola fijamente. Se dirigió hacia ella como si fuera un autómata. Se puso a bailar a su lado.
Me resultaba difícil seguir la escena. En la pista había montones de cuerpos agitándose rítmicamente que impedían la visibilidad. Y aquellas llamaradas intermitentes de luz. Flashes. Sombras. Gonzalo se acerca a Cristina. Veinticinco años. La coge por la cintura. Catorce años. Su cabeza se acerca a su cuello. Una mancha bloquea la escena. Alguien se ha puesto a bailar delante de mí. Muevo la cabeza. Gonzalo apoya la suya en el hombro de Cristina. Los brazos de Cristina están laxos. Le cuelgan a los lados del cuerpo. Gonzalo sigue abrazado a ella. La mece de un lado a otro. La cabeza de Cristina se inclina. La cascada de pelo negro cae hacia la derecha. Suelta destellos azules. Cristina parece a punto de desmayarse. Gente bailando. Sombras que ocultan el final de la escena. Cristina y Gonzalo que desaparecen por la pista. Hacia las sombras. Abrazados. Y yo, inmóvil.
No pude seguir bailando. Tampoco pude seguirlos.
Me quedé despierta toda la noche. La rabia me mantenía en vilo. Y en el fondo, muy en el fondo, también el miedo. Al fin y al cabo Cristina no era más que una niña, y Gonzalo no tenía la mejor de las reputaciones.
Por fin, a las nueve de la mañana, la oí llegar. Aparecí en la cocina, legañosa, en camisón, justo a punto para presenciar el final de la escena. Cristina llegaba con el pelo revuelto, las medias en la mano y el vestido hecho una pena. Mi madre la llamó de todo, de puta para arriba, dijo que se arrepentía de haberla traído al mundo y le pegó dos sonoros bofetones.
No era normal en mi madre perder la calma de esa manera. Venía a confirmar lo que en el fondo todos sabíamos. Que mi madre no quería mucho a Cristina. Porque Cristina le recordaba demasiado a aquel padre que se había largado sin dar explicaciones. No, nunca la había querido mucho. Quizá ni siquiera la había deseado. ¿Cómo se explica si no la diferencia de seis años que nos separa a Cristina y a mí, cuando entre Ana y yo sólo existen dos años? Quizá todo lo que mi madre veía cuando miraba a Cristina no era sino el inesperado resultado de un encontronazo a destiempo.
Pero Cristina mantenía en la cara una expresión de arrogante felicidad, a pesar de los gritos y las bofetadas. Cómo llegué a odiarla en aquel momento. Le habría retorcido el cuello allí mismo.
Con mis propias manos. Sin remordimientos.
de gastada y gris
Por fin me he decidido a hacerles caso a Rosa y a mi madre y visitar a mi hermana Ana. He venido andando porque su casa no está muy lejos de la mía, apenas media hora a paso rápido, y por aquello de que hay que hacer ejercicio de cuando en cuando, que no todo va a ser beber y drogarse. En media hora he contado cinco tíos, cinco, que me han dicho alguna barbaridad. Uno se ha referido a mis «domingas», ancestral término acuñado por el varón celtibérico para referirse a los pechos femeninos. Otro, más cursi, ha opinado que yo era la primera flor de esta primavera. Los otros tres mascullaban sus burradas dirigiéndose al cuello de su camisa, así que no me he dado por enterada de lo que quiera que intentaran proponerme. Mientras venía hacia aquí reflexionaba sobre el hecho de que nunca parecemos poseer la exacta percepción de nuestra propia imagen. Soy una chica como cualquier otra, que no destacaría en un concurso de belleza. Y, sin embargo, por la calle todos los hombres me dedican adjetivos más o menos amables, más o menos procaces. Quizá sea más guapa de lo que yo creo. O quizá las monjas tuvieran razón y los tíos sólo piensa en lo único.
Por fin llego al portal de Ana. Subo en el ascensor y compruebo mi aspecto en el enorme espejo de luna. En fin, ésta soy yo. Camiseta blanca, vaqueros nuevos, sin remiendos ni nada, botas de cuero. El pelo recogido en una coleta. Sin pintar. Es el aspecto más presentable que he conseguido adoptar. Pinta de estudiante universitaria, sin vicios ni aspiraciones en la vida. No quiero que mi hermana mayor, que jamás lleva un solo trapo que no sea de marca, me dirija una de sus miradas de desprecio. Sus miradas de desprecio son las peores, porque las de Rosa, al menos, son directas y contundentes. Los ojos de Rosa se pasean de arriba abajo y van recorriendo todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies, y yo sé que opina que voy hecha una facha. Pero las miradas de Ana son las peores, porque ella no se atreve a mirarte pero aun así te mira. De repente la sorprendes lanzando una mirada transversal, de reojo, así, como quien no quiere la cosa, a tus vaqueros viejos o a tus medias hechas jirones y sabes lo que piensa: ¿cómo ha podido venir con este aspecto? Así que, para ahorrarme situaciones incómodas, he prescindido de los pantalones de campana y las camisetas por encima del ombligo, mi uniforme de barra, y vestida de persona decente he venido a ver a mi hermana Ana, más que nada porque Rosa ha insistido en que lo haga. Pero la verdad es que no las tengo todas conmigo. Ni siquiera me he atrevido a llamar a Ana por teléfono para avisarle de mi visita, porque tenía miedo de que mi hermana la pija me pusiese cualquier excusa para evitar verme. Nos vemos poco, o no tanto como debiéramos, sólo en comidas familiares y tal, y en esos casos apenas nos dirigimos la palabra, como no sea para intercambiar tópicos. No me imagino que pueda hacerle mucha ilusión una visita mía. Enseguida se dará cuenta de que he venido obligada.
Quizá Ana no esté en casa. De ser así, dejaré una nota en su buzón, y habré cumplido. Habré cumplido. Como siempre.
Y no es que yo odie a Ana ni nada por el estilo. No me llevo mal con ella. Ni bien, para qué engañarnos. Simplemente, no soporto esos silencios incómodos que inevitablemente aparecen cuando estamos a solas. Mis temas favoritos (música, hombres, drogas, libros, cine, psicokillers, realismo sucio) no le interesan a Ana en lo más mínimo, y los de Ana (decoración, guardería, belleza, cocina, moda) a mí me aburren soberanamente. En las pocas ocasiones en que nos toca vernos (comidas familiares y celebraciones varias) evitamos cuidadosamente cualquier conversación profunda, porque sabemos que tarde o temprano acabará por aparecer lo evidente, lo que las dos sabemos: yo soy un putón a sus ojos y ella una maruja a los míos. No sé por qué. Joder, sólo nos llevamos ocho años. Ocho. No se trata de un abismo generacional precisamente.
Llamo al telefonillo una y otra vez. Nadie contesta. Estoy por irme cuando una señora con un perrito negro sale a la calle. Aprovechando que me deja la entrada abierta, me cuelo en el portal, una especie de templo ofrendado al mal gusto, con artesonados de escayola, espejos de marco dorado estilo rey Lear, láminas enmarcadas asimismo en dorado que representan unas marinas holandesas, dos sillones forrados de skay, y, lo peor, un paragüero decorado con escenas de caza. Una moqueta estampada con floripondios se pierde en el pasillo que llega al ascensor. Lo abro y subo al tercero.
Llego a la puerta del piso de Ana. Voy a llamar. No pierdo nada por intentarlo. Al fin y al cabo el piso es grande, y si Ana está en su cuarto es más que probable que no haya oído el telefonillo de la cocina.
Me tiro un rato largo llamando al timbre. No obtengo respuesta. Doy la cosa por imposible y me dirijo de vuelta hacia el ascensor. En ese momento escucho el estrépito de todos los cerrojos de la puerta blindada descorriéndose a la vez. Giro la cabeza y veo que la puerta se entreabre, aunque se mantiene enganchada una cadena de seguridad. A través de la rendija entreveo el rubio perfil de mi hermana, sus ricitos de hada, sus hoyitos de querubín.
—Ana, soy yo, Cristina —anuncio.
—¿Qué haces aquí? —la oigo decir. Parece asombrada de verdad. Su voz suena pastosa, como si acabara de levantarse.
—Pues... tenía que venir aquí al lado a comprar unas cosas y he pensado que podía pasarme un momento a verte.
Qué excusa más ridícula.
—Ya... —Se queda en blanco por unos segundos. Quizá su cerebro esté procesando la información que acabo de proporcionarle—. Pero no te quedes en la puerta... Pasa.
Abre la puerta del todo y se deja ver. Aún lleva puesto el camísón. Tiene el rubio pelo desgreñado y la expresión perdida. Me recuerda a los pastilleros que veo todas las noches en el Planeta X, esos que se arrellanan en los sofás tapizados de rojo y se quedan horas embobados mirando las luces estroboscópicas, con la mirada vacía y la boca entreabierta.
—¡Te encuentras bien? —pregunto—. Tienes mala cara.
—Creo que tengo una gripe —responde—. Me duele mucho la cabeza. Pero pasa, por favor.
La precedo al salón y me desparramo sobre el sofá Roche Bobois. Las cortinas del salón, de Gastón y Daniela, están echadas y la habitación se mantiene en penumbra a pesar de que ya son las doce del mediodía. Arcos, hornacinas y diferentes alturas de suelo y techo dan movimiento a un interior dominado por el blanco. Toda la carpintería metálica y la cristalería la ha realizado Vilches, a treinta mil pelas el metro cuadrado. Un costurero de pino viejo comprado en una almoneda y restaurado (ni pensar en lo que cuesta la chuchería) hace las veces de mesilla. Sobre él, un teléfono antiguo, adquirido también en una almoneda y elegido para no desentonar con el resto de la decoración, un armatoste negro y brillante que parece un escarabajo megaatómico. No penséis que soy una experta en telas y carpintería, qué va. Pero me conozco todos estos detalles porque este salón es la niña de los ojos de mi hermana, y la he oído tropecientas veces describir dónde compró cada cosa y cuánto tiempo le llevó elegir la tela adecuada, el color que combinaba. No puedo evitar un ramalazo de envidia al pensar en mi propio apartamento, una especie de caja de cerillas amueblada con cuatro trastos encontrados en la calle, con las paredes desconchadas y un baño que pide a gritos un fontanero.