—No te pongas nerviosa. Es un esclavo, cielo —dijo—. Y además asesino.
—No —susurró Aurelia—. Hanno no haría una cosa así.
Atia frunció el ceño.
—Tú misma has visto las pruebas. La única forma que tenemos de confirmar la culpabilidad del cartaginés es haciendo que lo torturen y ver qué dice. ¿Es eso lo que quieres?
Derrotada, Aurelia negó con la cabeza.
—No.
—Bien. El asunto está zanjado —dijo su madre con firmeza—. Ahora voy a darme un baño. ¿Por qué no me acompañas?
—No me apetece —susurró Aurelia.
—Tú sabrás —dijo Atia. Se giró hacia Agesandros—. Mejor que te pongas en marcha, ¿no? Capua está lejos.
El siciliano le dedicó una sonrisa zalamera.
—Sí, señora.
Atia desapareció del sitio con un asentimiento de satisfacción.
Hanno, mientras tanto, estaba aturdido. «Agesandros debe de haber planeado esto desde que Quintus y Aurelia me rescataron —pensó—. Ha estado esperando el momento adecuado.»
Su horror no iba a hacer sino aumentar.
—Se me olvidó decir una cosa. —Regodeándose en la situación, el siciliano miró a Hanno, luego a Aurelia y otra vez a Hanno—. El otro luchador también es un
gugga
. Un amigo de este pedazo de mierda, me parece.
A Hanno se le revolvió el estómago. Parecía demasiada coincidencia para ser verdad.
—¿Suniaton?
Agesandros enseñó los dientes.
—Así se llama, sí.
—¡No! —exclamó Aurelia—. Qué crueldad tan grande.
—Muy acertado, creo yo —dijo Agesandros.
El alivio que Hanno sintió al saber que Suni seguía vivo se desvaneció al instante. Le embargó una furia cegadora y se abalanzó hacia delante, desesperado por agredir a Agesandros. Después de tres pasos, le impidieron seguir. El esclavo que sujetaba la cadena que llevaba al cuello se había limitado a tirar de ella. Hanno apretó los dientes de rabia.
—Pagarás por esto —bramó—. Te maldigo para siempre. Y pongo por testigo a los dioses del submundo.
Había pocas personas que no temieran tales maldiciones y Agesandros se estremeció. Pero enseguida recobró el control.
—Tú eres quien visitará el Hades, junto con tu amigo. No yo. —Chasqueó los dedos en dirección a los esclavos y se dirigió enfadado a la puerta delantera.
Hanno no soportó mirar a Aurelia mientras se lo llevaban a rastras. Le resultaba demasiado doloroso. Lo último que oyó fue el sonido de sus pisadas en el mosaico y que llamaba a Elira. Entonces llegó al exterior, bajo la luz brillante del sol primaveral. Camino de Capua, donde se enfrentaría a muerte con Suniaton. Hanno observó la espalda ancha de Agesandros y suplicó a todos los dioses que un rayo lo dejara clavado en el sitio. Pero, por supuesto, no pasó nada.
Hanno perdió sus últimos retazos de esperanza.
Al cabo de unos instantes, la recuperó. Ni siquiera había llegado al final del sendero cuando oyeron gritos y chillidos detrás de ellos. Agesandros se dio la vuelta y abrió unos ojos como platos. Sin ni siquiera mirar a Hanno, corrió hacia los edificios de la finca. Con movimientos lentos, Hanno se giró para ver qué ocurría. Se sorprendió al ver zarcillos de humo elevándose desde uno de los graneros. «Aurelia —pensó, exultante—. Debe de haber provocado un incendio.»
Era imposible que Agesandros hiciera otra cosa que regresar. Aurelia le había hecho ganar algo de tiempo. ¿Iba a bastarle?, se preguntó Hanno mientras la desesperación le desgarraba el alma.
Tardaron varias horas en controlar el fuego. Vivo como el demonio, Agesandros se encargó de que todos los esclavos de la finca llevaran agua a los graneros. A Hanno incluso le quitaron los grilletes para que colaborara. Lanzando el contenido de los baldes a las llamas, los esclavos corrían de aquí para allá, una y otra vez. Aurelia y Atia observaban desde una distancia prudencial. Las dos tenían una expresión horrorizada. No había ni rastro de Elira.
El siciliano no dejó descansar a nadie hasta que estuvo convencido de que el fuego amainaba. A su pesar, Hanno admiró la labor de Agesandros. Estaba lleno de hollín de la cabeza a los pies, igual que todos los demás, y se le veía extenuado. El hecho de que los graneros fueran de piedra había ayudado, pero el esfuerzo mayúsculo que el capataz había exigido a todo el mundo era el motivo principal por el que el fuego no se había propagado más allá de los edificios de la granja.
Para cuando la última llama estuvo extinguida, ya había caído la tarde. Ya no era hora de ir andado a Capua. Para alivio de Hanno, el siciliano no se molestó en pegarle más. Le volvieron a poner los grilletes y lo encerraron en una pequeña celda adjunta a los aposentos de Agesandros, oscura como la boca de un lobo. Hanno se desplomó en el suelo y cerró los ojos. Estaba muerto de sed y las tripas le sonaban como si tuviera una bestia dentro, pero Hanno dudaba que fueran a traerle comida o bebida. Lo único que podía hacer era intentar dormir y confiar en que Aurelia tuviera otro as en la manga.
Pasaron varias horas. Hanno dormitó a ratos pero el frío y los grilletes le impedían dormir bien. Sin embargo, soñó con muchas cosas. Las calles de Cartago. Sus dos hermanos, Safo y Bostar, practicando con la espada. El mensajero de Aníbal que los visitaba por la noche. Pescar con Suniaton. La tormenta. La esclavitud y su amistad peculiar con Quintus y Aurelia. La guerra sangrienta entre Cartago y Roma. Dos gladiadores que luchaban frente a una multitud que aullaba. Las últimas imágenes eran de una violencia horripilante. Empapado de sudor, Hanno se incorporó rápidamente.
La desolación se respiraba en el ambiente. Después de todas sus plegarias para reunirse con Suniaton, eso es lo que había pasado. Morirían juntos para conmemorar la muerte de un oficial romano gruñón. Hanno se sentía frustrado y rabioso a la vez. Solo en la oscuridad, rezó para que Agesandros se quedara a presenciar la lucha. Cuando a él y a Suniaton les entregaran las armas, podían cometer un ataque suicida contra el siciliano. Vengarse antes de morir. Su plan era inviable, pero Hanno se aferró a él.
Al cabo de un rato le sorprendió el sonido de una llave al entrar en la cerradura. Si todavía no había amanecido… Hanno se apartó temeroso de la puerta y alzó las manos contra el arco de luz que se propagó por la estancia. Se llevó una gran sorpresa al ver que quien entraba era nada más y nada menos que Quintus, vestido con una gruesa capa. Llevaba un manojo de llaves en una mano y una pequeña lámpara de bronce en la otra. Un
gladius
envainado le colgaba de un tahalí que llevaba sobre el hombro derecho.
Hanno estaba estupefacto.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Ayudar a un amigo —se limitó a contestar Quintus. Dejó la lámpara en el suelo y probó una de las llaves en los grilletes de Hanno. La primera no funcionó, pero la segunda sí. Al cabo de un momento, también le abrió el aro de metal que le rodeaba el cuello. Quintus sonrió.
—Vamos.
Hanno apenas era capaz de contener su alegría.
—¿Cómo has sabido que tenías que volver?
Quintus esbozó una sonrisa socarrona.
—Puedes darle las gracias a Aurelia. En cuanto te marchaste, envió a Elira a buscarme. A continuación le prendió fuego al granero.
Hanno seguía confundido.
—Pero las llaves… —dijo—. No había tiempo de hacer copias.
—Estas son las originales —explicó Quintus. Vio el desconcierto de Hanno y se explicó—. Felicité a Agesandros por la excelente labor realizada dándole una jarra del mejor vino de papá. El tonto estaba encantado. Lo que no sabía era que le habían añadido
papaverum
suficiente para tumbar a un elefante. Me limité a esperar a que se lo bebiera y se durmiera. Entonces le cogí las llaves.
—Eres un genio. Igual que Aurelia. —Sujetó a Quintus del brazo—. Gracias. Os debo mi vida a los dos por segunda vez.
Quintus asintió.
—Sé que Agesandros mintió acerca de tus intenciones de matarnos. Si me hubieras querido ver muerto, no habrías venido a salvarme a la cabaña. Además, sé que tú me ayudarías si me encontrase en una situación similar. —Se acercó a la puerta—. Venga, vamos. Falta poco para el amanecer. Aurelia está en los corrales, dando de comer sobras a los perros para que no ladren, pero no puede pasarse ahí todo el día. Me ha dicho que te diga que te incluirá en sus oraciones. —No mencionó las lágrimas de su hermana. ¿Qué sentido tenía? La suya era una fantasía imposible.
Triste por no poder ver a Aurelia y ajeno a las emociones de Quintus, Hanno le siguió al exterior. La finca estaba desierta y los únicos sonidos audibles eran los fuertes ronquidos de Agesandros. Los edificios quedaron atrás después de cien pasos. Los cipreses que flanqueaban el sendero se veían altos y amenazadores, las ramas les crujían por efecto de la brisa ligera. La luna en cuarto creciente estaba baja en el cielo y Hanno recordó a Tanit y a su hogar. Y a Suniaton. De repente, el alivio inmenso que había sentido al ver aparecer a Quintus empezó a desvanecerse. Él quizá fuera libre, pero su amigo no.
Quintus se paró al llegar a la sombra de los árboles. Se pasó el tahalí por encima del hombro y le tendió el
gladius
a Hanno.
—Lo necesitarás. —A continuación le tendió su gruesa capa de lana y un morral de cuero.
Hanno le dio las gracias con un murmullo.
—En la bolsa encontrarás comida para varios días y veinticinco didracmas. Dirígete a la costa y viaja hasta Siracusa. Seguro que encuentras un barco mercante que te lleve a Cartago.
—No pienso ir a ningún sitio sin Suniaton —declaró Hanno.
A Quintus le cambió la cara.
—¿Te has vuelto loco? —susurró—. Ni siquiera sabes dónde está recluido.
—Le encontraré —respondió Hanno sin inmutarse.
—Y de paso conseguirás que te maten.
—¿Dejarías atrás a Gaius si estuvieras en mi lugar? —preguntó Hanno.
—Por supuesto que no —replicó Quintus.
—Pues eso.
—Dichoso cartaginés tozudo. Eres incorregible —le riñó Quintus—. Ir a Capua tú solo es un suicidio. No puedo dejar que hagas tal cosa. No después de todas las molestias que me he tomado por ti. ¿Sabrías encontrar la cabaña del pastor donde nos enfrentamos a los bandidos?
Hanno miró de hito en hito a Quintus porque no comprendía sus intenciones.
—Creo que sí.
—Ve allí y espérame. Intentaré encontrar a Suniaton.
Comprendió la inmensidad de lo que le ofrecía Quintus.
—No tienes por qué hacer esto.
—Ya lo sé. —Quintus lo miró con solemnidad—. Pero eres mi amigo.
A Hanno se le hizo un nudo en la garganta.
—Gracias. Si alguna vez puedo pagarte esta deuda, lo haré. Tienes mi palabra.
—Recemos para que nunca tenga que recurrir a ti. —Quintus lo empujó hacia las colinas—. Márchate.
Con el corazón liviano como no lo sintiera desde Cartago, Hanno corrió a internarse en la oscuridad.
Hanno encontró el camino a la cabaña sin problemas y llegó menos de dos horas después del amanecer. Durante la subida, se maravilló de cómo había huido de las garras de Agesandros por segunda vez. Por supuesto, era todo gracias a Quintus y Aurelia. De nuevo, Hanno se vio obligado a reconocer que los romanos eran capaces de mostrar una gran bondad. No eran ni mucho menos los monstruos engañosos descritos por su padre. Sus sentimientos caritativos duraron poco. A Hanno le bastaba con pensar en Flaccus y su historia para recordar las condiciones durísimas que habían impuesto a Cartago al final de la última guerra y el comportamiento arrogante que Roma había tenido con respecto a Saguntum. Ni siquiera al cordial Martialis le caían bien los cartagineses. «Típico de los
guggas
», había dicho.
Se tranquilizó pensando en cómo un romano —Quintus— estaba en aquel preciso instante intentando liberar a Suniaton, un cartaginés condenado a morir. Su estratagema no duró demasiado. A medida que pasaban las horas, a Hanno le resultaba más difícil no marcharse a Capua. Lo único que se lo impedía era la promesa que le había hecho a Quintus. Se entretuvo arreglando la cabaña, que había quedado dañada después de la pelea. Hanno empezó recogiendo todos los trozos de leña caída que encontró. Luego, utilizando unas herramientas viejas pero en buen estado que encontró en el interior, serró y cortó la leña a la medida necesaria. No era carpintero pero la construcción era sencilla. Lo único que tenía que hacer era observar las partes no dañadas y copiarlas. Era una tarea fácil pero gratificante y, al caer el sol, Hanno se dispuso a admirar su trabajo.
Sin embargo, le roía la preocupación. Era incapaz de pasar por alto el hecho de que Quintus no regresaría ese día. ¿Significaba aquello que sus intentos habían fracasado? Hanno no tenía ni idea. Calibró sus opciones durante un rato y llegó a la conclusión de que era demasiado peligroso regresar a la finca. Agesandros estaría al acecho. Tampoco tenía ningún sentido encaminarse a Capua. Hanno no conocía a nadie allí y si no conseguía encontrar a Quintus, no tendría ni idea de lo que había sucedido desde la mañana. Lo único que podía hacer era no hacer nada. Un poco más tranquilo, Hanno encendió un fuego en la chimenea de piedra de la cabaña y engulló unas cuantas olivas, queso y pan que encontró en el morral.
Enfundado en la capa de Quintus, Hanno se quedó observando las llamas anaranjadas y pensando en las personas que más quería en el mundo. Su padre. Safo y Bostar. Suniaton. Hanno hizo una pausa antes de añadir a dos personas más a la lista. Quintus. Aurelia. ¿A cuántos de ellos volvería a ver? La tristeza, su eterna compañera desde la tormenta, embargó a Hanno como una ola gigante. Lo más probable era que jamás volviera a reunirse con su familia. Posiblemente en esos momentos estuvieran con el ejército de Aníbal en Iberia, con muchas posibilidades de resultar muertos. Aunque su mayor deseo era encontrarles, conseguirlo en medio de una guerra resultaría prácticamente imposible. Hanno se dio cuenta de que quizá de lo que tenía más posibilidades era de encontrar a Suniaton. Si, por suerte, aquello llegaba a pasar, se marcharía y nunca volvería a ver a Quintus ni a Aurelia. Aquella constatación aumentó su pesadumbre todavía más. A lo único que podía aspirar era a reunirse con sus seres queridos en la próxima vida. Aquel panorama desolador fue lo último que Hanno recordó cuando el sueño lo acogió en sus brazos.
Al amanecer Hanno estaba más animado. Había mucho por lo que estar agradecido. A pesar de lo que había sufrido, ya no era un cautivo. Además, Quintus tenía más posibilidades de liberar a Suniaton que él. Si su intento tenía éxito, él y su amigo tenían bastantes posibilidades de llegar a la costa y encontrar un barco con destino a Cartago. «No pierdas la esperanza —pensó Hanno—. Sin ella, la vida no tiene ningún sentido.»