Aníbal. Enemigo de Roma (37 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Se pasó la mañana practicando con el
gladius
y escudriñando las laderas por si advertía movimiento. Era casi mediodía cuando Hanno avistó una figura solitaria a caballo. El corazón le dio un vuelco. No había forma de saber quién era, por lo que se ocultó junto a unos enebros que había a unos cincuenta pasos
de la cabaña. Hanno esperó con el alma en vilo a que el jinete se acercara. A juzgar por la anchura de los hombros, debía de ser un hombre. No había rastro de ningún perro, lo cual le satisfizo, pues aumentaba la posibilidad de que no se tratara de alguien que había ido a cazarlo.

Al final reconoció las facciones de Quintus. Hanno se llevó una gran decepción al ver que Suniaton no le acompañaba. Cuando el otro se acercó lo bastante para hablar, Hanno salió de su escondite.

Quintus alzó una mano a modo de saludo y disculpa.

—¿Qué ha pasado? ¿Has averiguado algo sobre Suniaton?

Quintus hizo una mueca.

—Sigue vivo pero resultó herido hace dos días durante los entrenamientos. La buena noticia es que no podrá participar en el
munus
. Vio la inquietud de Hanno—. No es más que una herida superficial. Por lo que parece, en un mes o así estará recuperado.

Hanno cerró los ojos para disfrutar del alivio que sentía. ¡Suni no estaba muerto!

—Entonces, ¿el hijo del general no quiso venderlo?

Quintus negó con la cabeza.

—Pareció que le daba igual que tú y Suniaton no fuerais a enfrentaros —dijo—. Pero tampoco quiso vender a Suni. He cometido la estupidez de dejar que ese perro sarnoso viera lo mucho que me interesaba comprarlo. El cabrón me ha dicho que regrese cuando Suniaton esté totalmente recuperado y así lo veré en plenas facultades. «Así verás su verdadera valía», dijo. Pero yo esperaría sentado. El hombre se da aires de entrenador de gladiadores. Debe de haber una docena de gladiadores que entrenan en su patio. Lo siento.

Hanno notó cómo su último atisbo de esperanza se le escabullía de las manos.

Quintus miró incómodo colina abajo.

—Tendrías que ir planteándote ponerte en marcha.

Hanno le dedicó una mirada inquisidora.

—Agesandros se puso furioso cuando descubrió que no estabas —explicó Quintus—. Ese cabrón arrogante no se creía que yo te había liberado. Dijo que mi padre era el único que tenía poder para hacer tal cosa. Como es natural, mi madre estuvo de acuerdo con él. Está enfadada conmigo —añadió abatido.

—Pero tu padre no volverá hasta dentro de unos meses.

Quintus le dedicó un asentimiento desalentador.

—Por eso. Lo cual te convierte en un fugitivo y a Agesandros se le da muy bien darles caza. Le dije que te habías ido hacia Capua y me parece que me creyó. Empezó a mirar en esa dirección. —Guiñó el ojo—. Por suerte, Aurelia hizo que Elira arrastrara una de tus túnicas viejas hasta el río y que luego flotara aguas abajo hasta un vado donde sus huellas se mezclarán con muchas otras. Dejó la prenda en el agua, lo cual servirá para despistar a los perros.

—Tu hermana es increíble —dijo Hanno asombrado.

Quintus esbozó una breve sonrisa.

—Seguiría siendo preferible que te marcharas. Bordea la finca para llegar a Capua mañana por la mañana. Para entonces Agesandros debería estar de vuelta y tú puedes coger un barco que vaya río abajo hasta la costa.

A Hanno se le hizo un nudo en la garganta.

—No puedo abandonar a Suniaton —musitó—. Está tan cerca…

—Y tan lejos —repuso Quintus con dureza—. Por la cuenta que te trae, igual podría estar en el Hades.

—Nunca se sabe —replicó Hanno—. Pero has dicho que el hijo del oficial estaba dispuesto a hablar dentro de unas semanas.

Quintus suspiró sin mostrar asombro.

—Pues quédate —dijo. Te traeré comida cada dos o tres días. Intentaré echarle el ojo a Suniaton. Encontraremos la manera de liberarlo.

A Hanno le entraron ganas de gritar de alivio.

—Gracias.

Quintus hizo cambiar de dirección al caballo.

—Estate alerta. Nunca se sabe cuándo podría aparecer Agesandros.

La falange de Bostar marchaba detrás de la de Safo y de su padre, por lo que el mensajero llegó primero a él.

—¿Hay algún capitán Bostar por aquí? —preguntó.

—Sí. ¿Qué quieres?

—Aníbal quiere hablar con vos, señor. Ahora —dijo. Enseguida adoptó el mismo paso que los libios.

Bostar se quedó mirando al
scutarius
fornido, que era uno de los guardaespaldas del general.

—¿Sabes de qué se trata?

—No, señor.

—¿Desea ver también a mi padre o a mi hermano?

—Solo vos, señor —contestó el íbero sin inmutarse—. ¿Qué le digo al general? Se ha salido de la columna hace poco menos de dos kilómetros.

—Dile que iré enseguida. —Bostar se quedó pensativo unos momentos—. ¡Espera! Iré contigo.

Al
scutarius
pareció satisfacerle su reacción.

—Muy bien, señor.

Bostar masculló unas instrucciones a su segundo al mando, que cabalgada detrás de él, antes de girarle la cabeza al caballo y dirigirlo fuera de la zona de los soldados. Algunos alzaron la vista al verle machar trotando y sonrieron. Bostar asintió agradeciendo el gesto, contento de que sus esfuerzos por ganarse su confianza dieran sus frutos. Los grandes escudos circulares de los libios les rebotaban en la espalda al caminar y las lanzas cortas apuntaban hacia el cielo en un mar de puntas. Cada cincuenta pasos había un oficial subalterno y junto a cada uno de ellos marchaba el abanderado. Los palos de madera estaban decorados con discos solares, medialunas y lazos rojos.

Bostar observó la larga columna serpenteante que se acercaba desde el suroeste.

—Regálate la vista con eso —dijo al
scutarius
, que trotaba a su lado—. Es todo un espectáculo.

—Supongo que sí, señor. —El hombre se aclaró la garganta y escupió—. Pero tendría mucha mejor pinta con cuarenta mil paisanos míos más.

—No todos son tan leales como tú y tus compañeros —dijo Bostar. A él también le dolía que el ejército hubiera quedado diezmado en más de un tercio en poco más de tres meses. Buena parte de la disminución se debía a las bajas sufridas hasta el momento, y por quienes formaban las guarniciones a lo largo de la ruta de vuelta a Iberia. Además, Aníbal había licenciado a muchos hombres, diez mil por lo menos, antes de que desertaran. Hablar del tema con un soldado raso era malo para la moral, así que Bostar mantuvo la boca cerrada. Sin embargo, enseguida se animó. Era imposible no entusiasmarse al ver un ejército cartaginés de tal magnitud, el primero de envergadura que pasaría a la ofensiva contra Roma en más de una generación.

Después del paso de los últimos lanceros había un pequeño hueco hasta que llegaban las siguientes unidades. Había filas compactas de escaramuzadores libios tatuados y de aspecto feroz, descalzos y ataviados con unas túnicas rojas de piel de cabra. Iban armados con pequeños escudos circulares y varias jabalinas. Les seguían cientos de honderos baleáricos, hombres salvajes y medio desnudos de las islas mediterráneas cuya habilidad con la honda era legendaria. Bostar no habría confiado en ninguno de ellos, pero eran una baza importantísima en el ejército de Aníbal.

Luego iba la caballería ligera íbera, los
caetrati
, con sus rodelas de cuero, jabalinas y espadas
falcata
. Más abajo, Bostar reconoció a Aníbal y sus oficiales, rodeados por la guardia montada, caballería local con cascos de bronce con penacho y capas rojas. Detrás del general marchaban los soldados de infantería celtíberos, los
scutarii
.

Bostar no alcanzaba a ver a las últimas unidades del ejército, que iban detrás del convoy de bagaje, miles de mulas cargadas hasta los topes y guiadas por campesinos íberos. La retaguardia estaba protegida por treinta y siete elefantes y más celtíberos. Bostar pensó que su uniforme quizá fuera el más deslumbrante de toda la fuerza: capas negras, cascos de bronce con penachos carmesí y grebas hechas con tendones. Los escudos que portaban eran o bien redondos como los de los
caetrati
, u óvalos alargados y planos, y llevaban espadas cortas y rectas y lanzas de hierro. Por último iban los muchos escuadrones protectores de caballería íbera y númida, que se movían con rapidez. Ellos, los mejores jinetes del mundo, eran el arma secreta de Aníbal.

Llegaron a donde estaba el general poco después. El
scutarius
dio la contraseña al soldado de caballería que los interpeló y el cordón protector se abrió a su paso. Bostar desmontó rápidamente y le lanzó las riendas al íbero. Mientras se acercaba, notó la mirada de Aníbal puesta en él. Bostar aceleró el paso. Hizo el saludo con rapidez.

—¿Deseabais verme, señor?

Aníbal sonrió.

—Sí, no te esperaba tan pronto.

Bostar no pudo evitar sonreír.

—Quería averiguar qué tenéis en mente para mí, señor.

Aníbal lanzó una mirada a los oficiales del otro lado.

—Este cachorro de león está ansioso, ¿eh?

Todos se echaron a reír y Bostar se sonrojó, sobre todo porque el general y sus hermanos —los hijos de Amílcar Barca— recibían el sobrenombre de «la camada del león».

Aníbal se percató enseguida.

—No te ofendas, porque no es mi intención. Los soldados como tú son el pilar de este ejército. No como los miles de hombres que tuve que dejar marchar después de nuestra última campaña. Pusilánimes.

Bostar asintió agradecido.

—Gracias, señor.

Aníbal dirigió la mirada hacia el suroeste, por donde habían venido.

—Cuesta creer que hace solo unas cuantas semanas que pasamos a la Galia, ¿verdad? Parece que hace una eternidad que no libramos una batalla.

—Yo no olvidaré el viaje así como así, señor. —Después de las tierras hostiles y agostadas por el sol situadas al norte del Iberus, Bostar agradecía las tierras fértiles del sur de la Galia, con sus campos labrados, pueblos grandes y amables lugareños.

Aníbal asintió apesadumbrado.

—Yo tampoco. Perder diez mil hombres en menos de tres meses fue una desgracia. Pero no pudo evitarse. La velocidad era primordial y nuestra táctica funcionó.

Mago lanzó una mirada contrariada a su hermano.

—No te olvides de la misma cantidad de soldados, más la caballería, que hubo que dejar para apaciguar a esos cabrones.

—Soldados que también protegerán la zona de la invasión romana —replicó Aníbal—. Después de derrotar a los nativos problemáticos, deberían poder formar una legión o dos. —Se rascó la barba y lanzó una mirada a Bostar—. Lo peor de todo fue la tribu con la que tuvisteis problemas. Los hijos de puta que os habrían masacrado de no ser por el duelo en el que se batió el loco de tu hermano.

Bostar ocultó la gracia que le hacía cómo Aníbal calificaba a Safo.

—Los ausetanos, señor.

—Los mismos que no querían que el ejército marchara por sus tierras libremente. Eran imbéciles. Pero valientes, la verdad —reconoció Aníbal—. Al final, apenas ninguno de ellos se llevó una herida en la espalda.

—Lucharon bien, señor —convino Bostar—. Sobre todo el campeón al que derrotó Safo. Conté a diez de nuestros soldados alrededor de su cadáver. La herida del duelo ni siquiera le había cicatrizado.

—Malchus me señaló quién era más tarde —dijo Aníbal—. Es increíble que tu hermano consiguiera vencerle en un único combate. El hombre era grande como Hércules.

—Cierto, señor —convino Bostar claramente convencido. Tenía bien presente el recuerdo de la lucha—. Aquel día Safo tuvo a los dioses de su lado.

—Pues sí. Sin infravalorar su coraje, hay que decir que tu hermano tiene tendencia a precipitarse. Actúa primero y piensa después.

—Si vos lo decís, señor. —Aunque Bostar estaba de acuerdo con el juicio del general, daba mala impresión reconocerlo abiertamente.

Aníbal le dedicó una mirada astuta.

—Tu lealtad es encomiable, pero no creas que no me enteré de su negativa a retirarse durante el ataque a Saguntum. De no ser por ti, cientos de hombres habrían perdido la vida innecesariamente. ¿Verdad?

Bostar miró a la cara a su general con renuencia.

—Quizá, señor.

—Por eso estás aquí. Porque piensas antes de actuar. —Aníbal señaló los campos ondulados, llenos de trigo y cebada maduros en gran medida—. Ahora la situación es fácil. Podemos comprar todo el grano que necesitemos a los lugareños y vivir de la tierra el resto del tiempo. Pero no todo el viaje será así. El tiempo empeorará y, tarde o temprano, nos encontraremos con alguien que quiera enfrentarse a nosotros.

—Por supuesto, señor —convino Bostar con seriedad.

—Lo único que podemos hacer es rezar para que no sean los romanos antes de que lleguemos a la Galia Cisalpina. Cabe esperar que esos bastardos no sepan nada de nuestros planes todavía. La buena noticia es que mis exploradores, que acaban de regresar del río Rhodanus, no han visto ni rastro de ellos.

Mago sonrió como un lobo.

—Y es imposible no encontrar el rastro que deja una legión, o sea que tenemos una cosa menos de la que preocuparnos. Por ahora.

—¿Has oído hablar del Rhodanus? —preguntó Aníbal.

—Vagamente, señor —dijo Bostar—. Es un río grande que está bastante cerca de los Alpes.

—Eso es. Según dicen, la mayoría de las tribus de la zona están predispuestas a nuestro favor. Como era de imaginar, hay una que no. Los volcas, se llaman, y viven a ambas orillas del río.

—¿Intentarán impedirnos el paso, señor?

—Eso parece —respondió Aníbal sombríamente.

—Eso sería muy costoso, señor, sobre todo cuando llegue el momento de hacer cruzar a los elefantes y a los caballos.

Aníbal frunció el ceño.

—Eso es. Motivo por el que, mientras el ejército se prepara para cruzar, tú liderarás a una fuerza más arriba de donde están situados los volcas en el río. Nadarás al otro lado por la noche y buscarás una posición oculta que esté cerca. Tu señal al amanecer me indicará que ordene que boten los barcos. —Se golpeó la palma con el puño de la otra mano—. Los machacaremos igual que un hombre aplasta a un escarabajo. ¿Qué te parece?

A Bostar le palpitaba el corazón en el pecho.

—Suena bien, señor.

—Eso es lo que quiero oír. —Aníbal lo sujetó por el hombro—. Cuando se acerque el momento, ya recibirás más instrucciones. Ahora, seguro que quieres regresar con tus hombres.

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