Aníbal. Enemigo de Roma (40 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Los centinelas volcas no tardaron en percatarse de la actividad que se desarrollaba al otro lado del río y dieron la voz de alarma. Cientos de hombres salieron de sus tiendas armados y corrieron hasta la orilla, donde comenzaron a caminar amenazantes de un lado a otro increpando a los cartagineses y vanagloriándose de su triunfo inminente. Bostar contempló la escena entusiasmado. El enemigo había abandonado el campamento y todos los hombres tenían la vista puesta en la flotilla del río. Había llegado el momento de actuar.

—¡Encended los fuegos! —ordenó entre dientes—. ¡Rápido!

Tres lanceros arrodillados, que habían estado esperando tensos la orden de Bostar, empezaron a frotar las piedras. Clac, clac, clac, sonaban al chocar. Pronto comenzaron a caer las primeras chispas sobre la yesca que tenían preparada. Bostar suspiró aliviado al ver surgir las llamas a un lado de la primera pila, y luego la segunda. La tercera prendió momentos después. Los soldados soplaron con fuerza para avivar las llamas.

Mordiéndose una uña nervioso, Bostar esperó hasta que las llamas fueran lo bastante fuertes.

—Echad las hojas verdes —ordenó.

Siguió con la mirada el humo ascendente provocado por las hojas húmedas y echó un vistazo a la otra orilla.

—Vamos —rogó—. Ya deberíais de verlo.

Sus plegarias fueron respondidas. Aníbal y sus hombres entraron en acción y empujaron los barcos al agua. La nave de mayor tamaño con los soldados de caballería, cada uno de los cuales sujetaba a seis o siete caballos, permaneció aguas arriba. Su número y tamaño amortiguaban el impacto de la fuerte corriente sobre las naves más pequeñas de los soldados de infantería. La respuesta de los volcas no se hizo esperar. Todos los hombres que disponían de un arco o una lanza se aproximaron a la orilla a esperar su oportunidad.

—Vamos —susurró Bostar a sus tres lanceros—. Ha llegado el momento de dar una sorpresa a esta escoria que no olvidará jamás.

Momentos más tarde, Bostar y el grueso de sus tropas descendían colina abajo hacia el río. El resto, un centenar de
scutarii
, se dirigieron al campamento volco. Corrían rápido y en silencio. Bostar pronto notó el rostro cubierto por los chorros de sudor que le caían por debajo del casco de bronce. Trató de ignorar el sudor contando los pasos que le quedaban hasta su destino. Durante la larga espera había calculado repetidas veces la distancia entre su escondite y la orilla. «Quinientos pasos», se dijo. Hasta las tiendas eran solo trescientos cincuenta pasos. El trayecto se le hizo eterno, pero los volcas estaban tan ocupados gritando a los barcos que recorrieron cien pasos sin problemas. Después ya solo quedaban ciento cincuenta… ciento setenta y cinco. Los barcos de Aníbal habían llegado al centro del río. Cuando Bostar estaba a punto de contar el paso número doscientos, vio el rostro perplejo de un volco que, al volverse para hablar con un compañero, descubrió al gran grupo de soldados que se dirigía a ellos. Bostar logró avanzar diez pasos más antes de que estallara la voz de alarma. «Demasiado tarde», pensó triunfante.

—¡A la carga! —gritó Bostar echando la cabeza hacia atrás—. ¡Por Aníbal y por Cartago!

Sus hombres lanzaron un grito y se abalanzaron sobre los volcas que, asombrados y aterrados, se enfrentaban a una carga frontal y a un ataque por la retaguardia. Bostar vio la angustia en el rostro de los volcas y miró atrás. Feliz, constató que sus tiendas ardían en llamas. Los
scutarii
habían cumplido sus órdenes a la perfección.

El número de bajas sufridas por los cartagineses se limitó considerablemente gracias a la gran confusión de los volcas, que estaban más preocupados por protegerse las espaldas que por lanzar proyectiles a las tropas indefensas de los barcos. La falta de disciplina y el pánico generalizado tampoco les permitió batir a los hombres de Bostar. Furiosos, lanzaron demasiado pronto su lluvia de lanzas y arcos, que apenas alcanzaron las primeras filas de lanceros. Menos de dos docenas de sus hombres habían caído cuando Bostar por fin alcanzó la distancia apropiada para atacar.

Con el semblante tranquilo, ordenó a sus soldados que arrojaran las lanzas. Su maniobra conjunta nada tenía que ver con el patético esfuerzo realizado por los volcas. Una lluvia de centenares de lanzas cayó sobre los inexpertos volcas, la mayoría de los cuales no llevaba armadura. El ataque causó numerosas bajas en las filas enemigas. Los gritos de los heridos y moribundos sembraron el terror y la confusión. Bostar rio maravillado ante el fantástico plan de Aníbal. Los volcas habían pasado de estar en posición de ataque a ser atacados por la retaguardia mientras las llamas consumían sus tiendas.

En ese momento empezaron a llegar los primeros barcos. Guiados por su general, muchos
scutarii
y
castrati
saltaron al agua. Sus feroces gritos de guerra asustaron todavía más a los volcas que, aterrados e incapaces de soportar la situación, huyeron corriendo.

—¡Sacad las espadas! —ordenó Bostar a sus hombres para acelerar la huida del enemigo.

La travesía del río estaba bajo control. Estaba claro que los dioses sonreían a Aníbal y a su ejército.

En un cuarto de hora, todo hubo acabado. Cientos de volcas yacían muertos o moribundos, mientras que los atemorizados supervivientes buscaban refugio en el bosque. Varios escuadrones de númidas envalentonados les pisaban los talones. Pocos fugitivos sobrevivirían para explicar la emboscada, pensó Bostar, pero algunos lo lograrían y difundirían la leyenda de la travesía de Aníbal. Lecciones sangrientas como esta, o como el asedio de Saguntum, eran un mensaje claro para las tribus vecinas: si se enfrentaban a las tropas cartagineses serían aplastados. Bostar deseó en vano que las cosas resultaran igual de sencillas con los romanos.

Una vez cumplida su misión, dejó a sus hombres y fue en busca de Aníbal. La orilla estaba repleta de soldados de infantería, honderos y soldados de caballería, que alejaban a los caballos del agua; los oficiales gritaban desesperados tratando de reunir a sus diseminadas tropas. El río estaba lleno de barcos que navegaban en distintas direcciones. Había comenzado la colosal tarea de transportar al otro lado del Rhodanus las decenas de miles de tiendas y las ingentes cantidades de vituallas que necesitaban las tropas.

Bostar se abrió camino entre los soldados tratando de encontrar a su familia. El corazón le dio un vuelco de alegría al ver a Malchus y, junto a él, Safo. Bostar dudó un instante antes de acercarse a su hermano, pero cuando vio que estaba bien, sintió un gran alivio. Bostar agradeció este instinto natural: pasara lo que pasara, la familia era la familia.

Convencido de que todo iría bien, Bostar levantó la mano.

—¡Padre! ¡Safo! —gritó.

Resultaba evidente que Suniaton tardaría meses en recuperarse y eso contando que las heridas cicatrizarían bien, algo que Hanno no veía claro. Lo que sí era obvio es que su amigo jamás volvería a luchar con esa cojera, que arrastraría de por vida. Pero como no dejaba de repetir Suniaton, por lo menos estaba vivo.

Cada vez que se lo decía, Hanno asentía y sonreía, tratando de ignorar el resentimiento que enturbiaba su alegría por el rescate de Suniaton, pero no lo conseguía. Su amigo no podía viajar solo, y quizá jamás pudiera. Hanno cambió. Se volvió retraído e irritable y pasaba mucho tiempo fuera de la cabaña, lejos de Suniaton. A pesar de sentirse mal por ello, cuando regresaba y veía a su amigo cojeando con una muleta casera, volvía a consumirle la rabia.

El cuarto día recibieron la visita inesperada de Quintus y Aurelia.

—No os preocupéis. No hay noticias de Capua —les tranquilizó Quintus mientras desmontaba.

Hanno exhaló un suspiro de alivio.

—Entonces, ¿qué os trae por aquí?

—Pensé que te interesaría saber que nuestro padre y Flaccus están a punto de partir. Por fin Publio Cornelio Escipión y sus tropas están listas.

Hanno sintió que se le paraba el corazón.

—¿Se dirigen a Iberia?

—Sí, a la costa noreste. Creen que allí es donde se encuentra Aníbal —respondió Quintus en tono neutro.

—Ya veo —replicó Hanno tratando de mantener la calma, aunque en su interior resurgió el deseo de marcharse—. ¿Y el ejército que se dirigía a Cartago?

—Pronto partirá también. Lo siento —contestó Quintus incómodo.

—No hay nada que sentir —masculló Hanno—, tú no has hecho nada.

Todavía incómodo, Quintus no respondió y se acercó a Suniaton para examinar su herida. «Esto es lo que debería hacer yo —pensó Hanno sintiéndose culpable—. Pero ¿para qué? Nunca volverá a caminar bien.»

La voz de Aurelia lo sacó de su ensimismamiento.

—Pasaremos meses sin ver a nuestro padre —le explicó con tristeza—, y Quintus no hace más que decir que quiere irse con él. Pronto nos quedaremos solas mi madre y yo.

Hanno hizo un ademán de comprensión, pero no estaba centrado en la conversación. Lo único que deseaba era seguir al ejército de Publio hasta Iberia.

Aurelia confundió su silencio por tristeza.

—¿Cómo puedo ser tan egoísta? ¿Quién sabe cuándo podrás ver tú a tu familia?

Hanno torció el gesto, pero no por sus palabras. Pronto Aníbal y sus huestes se enfrentarían al ejército consular romano y él estaba atrapado allí con Suniaton.

—¿Hanno? ¿Te ocurre algo?

—¿Qué? No, nada.

Aurelia siguió su mirada hasta Suniaton, que obedecía las instrucciones de Quintus, y se dio cuenta de lo que sucedía.

—Tú también quieres ir a la guerra —le susurró—, pero no puedes por tu lealtad a Suni.

Sorprendido, Hanno mantuvo la mirada puesta en el suelo.

Aurelia le tocó el brazo.

—No hay mayor muestra de amor por un amigo que estar a su lado en un momento así. Se necesita mucho valor para ello.

Hanno tragó saliva.

—Pero debería sentirme contento de estar con él, no enfadado.

—No puedes evitarlo —suspiró Aurelia—. Eres un soldado, al igual que mi padre y mi hermano.

Quintus se acercó en ese momento.

—¿Qué decías?

Ni Aurelia ni Hanno contestaron.

Quintus esbozó una amplia sonrisa.

—¿A qué viene tanto secretismo? ¿Habéis adivinado que voy a ir en busca de nuestro padre?

Horrorizada, Aurelia lo miró boquiabierta. Hanno también estaba sorprendido, pero antes de que ninguno de ellos pudiera responder, Suniaton se acercó para decir algo y Quintus le cedió la palabra.

—Soy muy consciente de lo duro que es esto para ti, Hanno. Estás aquí, esperando a que me recupere, cuando lo único que deseas es alistarte al ejército de Aníbal.

Su intervención dejó a todos sin palabras y Hanno se sintió más culpable que nunca.

—Me quedaré contigo todo el tiempo que sea necesario. No se hable más —declaró. Acto seguido, se volvió hacia Quintus—. ¿Qué es lo que te ha motivado a marcharte ahora?

—Tengo que explicarle a nuestro padre lo que te ha hecho Agesandros. El poder se le ha subido a la cabeza.

Aurelia le interrumpió furiosa.

—¡Ese no es el motivo! Sabes perfectamente que en estos momentos es una locura despachar a un capataz. Además, las acciones de Agesandros no son lo bastante contundentes como para exigir su sustitución. Vamos a tener que seguir aguantándole.

Quintus la miró decidido.

—Sea como sea, me voy. Mi entrenamiento ha finalizado. La guerra podría acabarse en unos meses y me la perderé si espero hasta ser llamado a filas.

«Estás subestimando a Aníbal», pensó Hanno.

—¡Estás loco! —exclamó Aurelia—. ¿Cómo vas a encontrar a nuestro padre en medio de la guerra?

Por un momento, Quintus pareció asustarse.

—Le encontraré antes —respondió envalentonado—, solo necesito llegar al puerto de Iberia al que se dirige Publio. Allí compraré un caballo y seguiré a las legiones. Cuando le encuentre, ya será demasiado tarde para que me mande de vuelta a casa —añadió muy seguro desafiando a Hanno y su hermana con la mirada.

—Es una locura que viajes tan lejos por tu cuenta —protestó Aurelia—. ¡Nunca has ido más allá de Capua!

—Ya me las apañaré —farfulló Quintus furioso.

—¿Ah, sí? —preguntó Aurelia con sarcasmo, a la vez que se sorprendía de su ira, pues ya sabía desde hacía tiempo que esto iba a ocurrir.

—¿Por qué lo dices? —replicó Quintus.

Se produjo un silencio incómodo.

Suniaton carraspeó.

—¿Por qué no acompañas a Quintus? —preguntó a Hanno, que le miró atónito—. Es mejor viajar con dos espadas que con una.

Aurelia notó que el corazón comenzaba a latirle con fuerza. Sorprendida por sus sentimientos, se mordió el labio para no protestar.

Hanno entrevió un destello de esperanza en los ojos de Quintus. Para su sorpresa y vergüenza, él sentía la misma emoción en su corazón.

—No te voy a abandonar, Suni —protestó.

—Ya has hecho más que suficiente por mí, sobre todo si tenemos en cuenta que nos encontramos en esta tesitura por mi culpa —insistió Suniaton—. Llevas toda la vida esperando esta guerra. Yo no. Sabes que yo prefiero ser sacerdote que soldado. Así que, con el permiso de Quintus y Aurelia, yo me quedo aquí. —Quintus asintió en señal de aprobación—. Cuando me haya recuperado por completo, viajaré solo a Cartago —añadió.

—No sé qué decir —balbució Hanno, que se sentía apenado e ilusionado a la vez.

Suniaton alzó la mano para evitar que protestara.

—No consentiré que te quedes.

Hanno no protestó.

—Todavía estoy en deuda contigo, Quintus, así que acompañarte podría servir para saldar una parte de la misma —dijo Hanno—. ¿Qué te parece?

—Será un honor tenerte como compañero de viaje —respondió Quintus agachando la cabeza para ocultar su alivio.

La pena de Aurelia no conocía límites. No solo iba a perder a su hermano, sino también a Hanno, y no podía hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un sollozo. Quintus le rodeó los hombros con el brazo y Aurelia logró sobreponerse.

—Regresa sano y salvo.

—Claro que sí —murmuró—. Y también nuestro padre.

Nerviosa, Aurelia miró fijamente a Hanno.

—Tú también —susurró.

Quintus escuchó sus palabras atónito.

Hanno no daba crédito a sus oídos. Aurelia estaba comprometida con un romano, además un romano de alto rango. ¿Realmente sentía lo que había dicho? Escudriñó su rostro durante unos instantes.

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