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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (40 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Schofield agarró la horquilla de dirección rota. Tampoco podían usarla.

Tendrían que saltar…

Demasiado tarde.

El filo del acantilado se precipitó ante sus ojos.

Y, de repente, el aerodeslizador perdió contacto con el suelo y Schofield sintió cómo le sobrevenían las náuseas cuando salieron despedidos por los aires.

Sexta incursión

16 de junio, 16.35 horas

El aerodeslizador voló por los aires con la parte trasera hacia delante.

En el interior de la cabina, Schofield se volvió en su asiento para mirar a través de lo que quedaba del parabrisas delantero. Vio cómo el borde del acantilado que se alzaba sobre ellos se hacía cada vez más pequeño conforme el aerodeslizador se alejaba más y más de él.

En el asiento contiguo, Renshaw estaba hiperventilando.

—Vamos a morir. Vamos a morir.

El aerodeslizador se colocó en vertical en el aire (la parte trasera hacia abajo y la delantera hacia arriba) y, de repente, Schofield no pudo ver otra cosa que el cielo.

Estaban cayendo a gran velocidad.

Por la ventana lateral del aerodeslizador, Schofield vio la pared vertical del acantilado, sucediéndose ante sus ojos a una velocidad frenética.

Schofield cogió el Maghook y miró con severidad a Renshaw para que se callara.

—Agárrese a mi cintura y no se suelte.

Renshaw dejó de gimotear y contempló a Schofield durante un instante. A continuación rodeó con los brazos la cintura de Schofield. Este apuntó con el Maghook por encima de su cabeza y disparó a través del parabrisas delantero del aerodeslizador.

El Maghook salió disparado por los aires formando un arco elevado (el gancho se desplegó a mitad de vuelo y el cable salió danzando del cañón del arma).

El gancho alcanzó el borde del acantilado y comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia el borde.

El aerodeslizador siguió cayendo. El gancho encontró un agarre en la parte superior del acantilado y el cable se tensó con brusquedad.

Schofield y Renshaw, al otro lado del cable, salieron disparados del aerodeslizador.

El aerodeslizador siguió cayendo bajo ellos; cayó y cayó, hasta que se golpeó con gran estruendo contra las olas de blancas crestas, a cuarenta y cinco metros bajo ellos.

Schofield y Renshaw se balancearon hacia la pared del acantilado. El aerodeslizador había salido despedido a bastante distancia del acantilado, por lo que había bastante distancia entre ellos y la pared y, cuando llegaron a ella, se golpearon con gran dureza.

El impacto hizo que Renshaw se soltara de la cintura de Schofield y cayera. En el último instante, logró agarrarse al pie derecho de Schofield.

Los dos hombres permanecieron así durante un minuto, en la mitad de la pared vertical del acantilado. Ninguno de ellos se atrevía a moverse.

—¿Sigue ahí? —preguntó Schofield.

—Sí —dijo Renshaw, muerto de miedo.

—De acuerdo, voy a enrollar el cable para que nos suba —dijo Schofield. Subió un poco la mano para poder apretar el botón negro que enrollaba el cable sin que se soltara el gancho.

Schofield miró al borde del acantilado que se alzaba ante ellos. Debía de estar a unos cuarenta y cinco metros de distancia. Schofield supuso que el cable del Maghook se había desenrollado del todo…

Fue entonces cuando Schofield lo vio.

Un hombre. En la parte superior del acantilado, observando desde el borde a Schofield y Renshaw.

Schofield se quedó helado.

El hombre llevaba un pasamontañas negro.

Y sostenía una ametralladora en la mano.

—¿Y bien? —dijo Renshaw a la altura del pie de Schofield—. ¿A qué está esperando?

Desde su posición, Renshaw no podía ver al soldado de las
SAS
.

—No vamos a subir —dijo Schofield con los ojos fijos en la figura vestida de negro situada en la parte superior del acantilado.

—¿Qué? —dijo Renshaw—. ¿De qué está hablando?

El soldado de las
SAS
estaba mirando directamente a Schofield en ese momento.

Schofield tragó saliva. A continuación bajó la vista y contempló las olas que se golpeaban con dureza contra la pared del acantilado, a cuarenta y cinco metros de distancia de ellos. Cuando alzó la vista de nuevo, el soldado de las
SAS
estaba sacando un largo y reluciente cuchillo de su funda. El soldado se arrodilló a continuación junto al cable del Maghook.

—Oh, no —dijo Schofield.

—¿«Oh, no» qué? —dijo Renshaw.

—¿Preparado para un paseo?

—No —dijo Renshaw.

Schofield dijo:

—Respire todo el rato y luego, en el último segundo, tome todo el aire que pueda.

Eso era lo que decían que se hiciera cuando se saltaba de un helicóptero en movimiento al agua. Schofield supuso que se aplicaría el mismo principio en aquella situación.

Schofield alzó la vista de nuevo al soldado de las
SAS
. Estaba a punto de cortar el cable.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Dejémonos de gilipolleces. Va listo si piensa que voy a esperar a que corte mi cable. Renshaw, ¿está preparado? Nos vamos.

Y, en ese momento, Schofield apretó dos veces el gatillo del Maghook.

En la parte superior del acantilado el gancho respondió al instante, se retrajo y perdió el punto de agarre en la nieve. El gancho se deslizó por el borde del acantilado, pasó al lado del soldado de las
SAS
y Schofield, Renshaw y el Maghook cayeron (juntos) a las olas rompientes del océano Antártico.

En el silencio de la caverna de hielo, Libby Gant contempló los cuerpos a medio devorar que yacían desperdigados por las rocas.

Desde que habían llegado a la caverna (unos cuarenta minutos atrás), Montana,
Santa
Cruz y Sarah Hensleigh apenas si habían mirado los cuerpos. Todos estaban completamente absortos con la enorme nave espacial negra situada al otro lado de la caverna subterránea. Caminaban a su alrededor y por debajo, observando sus alas de metal negras e intentando vislumbrar algo a través de la cubierta de vidrio ahumado de la cabina.

Después de que Schofield informara a Gant de la llegada inminente de las tropas británicas y de su plan para escapar, Gant había colocado dos MP-5 en sendos trípodes apuntando a la charca situada al otro lado de la caverna. Si las
SAS
intentaban acceder a ella, Gant los liquidaría uno por uno conforme fueran saliendo a la superficie.

Eso había sido treinta minutos antes.

Incluso en el caso de que las
SAS
llegaran a la estación polar Wilkes en ese momento, todavía les llevaría una hora enviar a alguien allí en la campana de inmersión y otra hora ascender por el túnel de hielo submarino que conducía a la caverna.

Solo podían esperar.

Después de que Gant colocara los trípodes, Montana y Sarah Hensleigh habían vuelto a examinar la nave espacial.
Santa
Cruz se había quedado con Gant, pero tiempo después él también había vuelto a contemplar la fabulosa nave negra.

Gant se quedó junto a las armas.

Mientras permanecía sentada sobre el suelo frío y congelado de la caverna, contempló los cuerpos desmembrados en la parte más alejada de la charca. Estaba muy impresionada por los terribles daños infligidos a los cuerpos. Faltaban cabezas y miembros; trozos enteros de carne habían sido literalmente arrancados de los huesos; y había sangre, sangre por todas partes.

¿Qué puede haber hecho algo así?,
pensó Gant
.

Mientras pensaba en los cuerpos, la mirada de Gant deambuló por la charca. Vio los enormes agujeros redondos en las paredes de hielo que se alzaban ante esta; agujeros enormes, de tres metros. Eran idénticos a los que había visto en el túnel submarino que conducía hasta allí.

Gant tuvo un extraño presentimiento acerca de los agujeros, los cuerpos, la propia caverna. Era como si la caverna fuera algún tipo de…

—Esto es increíble —dijo Sarah Hensleigh acercándose a Gant.

Hensleigh se apartó un mechón de cabello oscuro de la cara. Estaba rebosante de entusiasmo por el descubrimiento de la nave espacial.

—No tiene ninguna marca de ningún tipo —dijo—. Toda la nave es completamente negra.

A Gant no le preocupaba lo más mínimo lo que dijera Sarah Hensleigh. Lo cierto es que tampoco le preocupaba la nave espacial.

Cuanto más pensaba en ello (en la nave espacial, en la caverna, en los cuerpos desmembrados y en las
SAS
en la estación), Gant no podía evitar pensar que no había forma alguna de que fuese a lograr salir de la estación polar Wilkes con vida.

La entrada del equipo de las
SAS
en la estación polar Wilkes fue rápida y sin problemas. Muy profesional.

Hombres vestidos de negro entraron en la estación con sus armas en las manos. Se desplegaron al instante y se movieron por la estación en parejas. Abrieron todas las puertas y comprobaron todas las habitaciones.

—¡Nivel A, despejado! —gritó una voz.

—¡Nivel B, despejado! —gritó otra.

Trevor Barnaby recorrió a grandes zancadas la pasarela del nivel A y observó la estación abandonada como un rey recién coronado observa sus dominios. Barnaby contempló la estación con una mirada fría, ecuánime. Un atisbo de sonrisa apareció en su rostro.

Las tropas de las
SAS
bajaron hasta el nivel E, donde encontraron a Serpiente y a dos científicos franceses esposados a un poste. Dos soldados de las
SAS
se quedaron vigilándolos. Mientras, más soldados de negro bajaron por las escaleras de travesaños y desaparecieron por los túneles del nivel E.

Cuatro soldados de las
SAS
corrieron al interior del túnel sur. Dos se encargaron de las puertas a la izquierda. Los otros dos se encargaron de las puertas situadas a la derecha.

Los dos soldados que iban por la derecha llegaron a la primera puerta, le dieron una patada y miraron en su interior.

Un almacén. Baldas de madera rotas. Algunas botellas de buceo desperdigadas por el suelo.

Pero estaba vacío.

Recorrieron el pasillo con las armas empuñadas. Fue entonces cuando uno vio el montacargas y las dos puertas de acero inoxidable, relucientes bajo la luz blanca del túnel.

Con un breve silbido, el soldado de las
SAS
al frente de la expedición atrajo la atención de los otros dos soldados que se encontraban en el túnel. Señaló con dos dedos al montacargas. Los otros dos hombres lo captaron al instante. Se colocaron a ambos lados del montacargas mientras el soldado al mando y el cuarto soldado apuntaban con sus armas a las puertas de acero inoxidable.

El líder asintió con la cabeza rápidamente y los dos hombres apostados a ambos lados del montacargas tiraron de las puertas y las abrieron. El soldado al mando soltó una ráfaga de disparos.

Las paredes desnudas del montacargas vacío quedaron reducidas a jirones al instante.

Madre cerró con fuerza los ojos mientras los disparos del soldado de las
SAS
rugían treinta centímetros por encima de su cabeza.

Estaba sentada en la más completa oscuridad, en la base del pequeño foso del montacargas, acurrucada con las piernas en el pecho, en el diminuto hueco que quedaba bajo el aparato.

El montacargas tembló por los disparos del soldado de las
SAS
. Las paredes reventaron y las esquirlas agujerearon cada rincón. Virutas de madera y polvo cayeron sobre Madre, pero ella mantuvo los ojos firmemente cerrados.

Y, entonces, en ese momento, mientras los disparos resonaban fuertemente en sus oídos, un pensamiento discordante asaltó a Madre.

Podían disparar sus armas en el interior de la estación…

El gas inflamable debía de haberse disipado en la atmósfera de la estación…

Y, de repente, los disparos cesaron, las puertas del montacargas se cerraron y el silencio volvió de nuevo. Por primera vez en tres minutos, Madre dejó escapar un suspiro de alivio.

Schofield y Renshaw cayeron en picado y se sumergieron en el océano.

El frío los golpeó como si de un yunque se tratara, pero Schofield ni se inmutó. Tenía la adrenalina al máximo y su calor corporal era elevado. La mayoría de los expertos opinaban que solo se podía resistir ocho minutos en las gélidas aguas de la Antártida. Pero con el traje de buceo térmico y el subidón de adrenalina, Schofield se concedió al menos treinta.

Nadó hacia arriba, necesitaba respirar. De repente salió a la superficie y lo primero que vio fue la ola más grande que había visto en su vida cerniéndose sobre él. La ola rompió contra él y lo lanzó a la base del acantilado de hielo.

El impacto lo dejó sin respiración y los pulmones de Schofield lucharon por obtener algo de aire.

De repente, la ola decreció y Schofield sintió cómo era arrastrado entre dos olas. Se quedó flotando en el agua durante algunos segundos mientras recuperaba el aliento y la orientación.

El mar que lo rodeaba era descomunal. Olas de doce metros se alzaban sobre él. Una ola inmensa golpeó el acantilado a unos veinte metros a su derecha. Los icebergs (algunos tan altos y anchos como los rascacielos de Nueva York; otros tan largos como campos de fútbol americano) se alzaban a unos cien metros de la costa. Centinelas silenciosos que cuidaban de los acantilados.

De repente, Renshaw surgió del agua justo al lado de Schofield. El pequeño científico comenzó a aspirar profundamente. Durante un instante, Schofield pensó con preocupación cómo iba a soportar Renshaw el frío extremo de las aguas, pero luego recordó el traje de neopreno de Renshaw. Demonios, probablemente tuviera menos frío incluso que él.

En ese momento, Schofield vio cómo otra enorme ola se acercaba hacia ellos.

—¡Sumérjase! —gritó.

Schofield tomó aire y se sumergió. Un silencio sepulcral se apoderó de la escena.

Nadó en dirección descendente. Vio a Renshaw nadar junto a él.

Y entonces Schofield vio una explosión de espuma blanca extenderse por encima de sus cabezas cuando la ola se estrelló con todo su poder contra el acantilado.

Schofield y Renshaw salieron a la superficie de nuevo.

Mientras cabeceaba y se balanceaba en el agua, Schofield vio la puerta lateral del aerodeslizador pasar flotando junto a él.

—Tenemos que alejarnos —dijo Schofield—. Si permanecemos aquí, vamos a acabar pulverizados contra los acantilados.

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