Aprendiz de Jedi ed. esp. 2 Los discipulos (5 page)

BOOK: Aprendiz de Jedi ed. esp. 2 Los discipulos
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—Qué interesante —murmuró la documentalista—. Parece ser que el mar no ha mostrado signos de enfurecerse en los últimos cientos de años. De hecho, más bien parece lo contrario. Cada diez años, cuando coinciden las dos lunas del planeta, el mar experimenta una marea espectacularmente baja.

—Entiendo —dijo Qui-Gon, almacenando esa información en su memoria.

—Pero eso no es todo —dijo Jocasta—. Lo especialmente fascinante es que las lunas del planeta coincidirán pasado mañana.

—Qué casualidad —asintió Qui-Gon. Era obvio que la visita de Lundi a Kodai en ese momento concreto y su búsqueda de herramientas mineras no era una coincidencia. Pero seguía sin tener claro por qué había sido tan difícil encontrar un piloto que los llevara hasta el planeta.

Jocasta guardó silencio un rato mientras Qui-Gon digería la información. Al ver que no cortaba la transmisión, Qui-Gon supuso que había algo más que quería decirle.

—¿Algo más? —preguntó.

—Sí —respondió Jocasta lentamente—. Se ha encontrado otra colección de objetos Sith, esta vez en el planeta Tynna, en la Región de Expansión. Y se ha producido una extraña explosión en el planeta Nubia. Nadie se ha adjudicado la autoría, pero el edificio derruido tenía un tosco dibujo de un holocrón Sith en la pared de durocemento.

Qui-Gon cerró los ojos un momento. El descubrimiento de aquella nueva colección no le sorprendía, pero una explosión era algo sin precedentes, algo letal. La situación empeoraba, y se sentía obligado a hacer algo al respecto.

—Gracias por la información —dijo a Jocasta—. Seguiremos en contacto por si necesitamos más cosas.

—Claro, Qui-Gon. Aquí estoy para lo que necesites.

Cuando Jocasta cortó la transmisión, Qui-Gon sintió un pinchazo de dolor. Deseó que aquellas palabras de despedida las hubiera pronunciado otra mujer, una mujer del Templo que le ayudó mucho a investigar en el pasado: Tahl. Había estado profundamente enamorado de ella, y aunque habían pasado meses desde su asesinato, su ausencia seguía doliéndole como un puñal clavado en el pecho.

Guardó el intercomunicador y se sentó en el suelo para meditar, hasta que su mente se despejó. Estaba comenzando a relajar su cuerpo cuando Obi-Wan entró en la estancia.

—¡Maestro! —gritó alarmado—. ¡Hay una bomba a bordo!

9

Q
ui-Gon se puso en pie al momento. Siguió a su aprendiz hasta el puente, donde la bomba había sido instalada cuidadosamente bajo una estantería inferior. Qui-Gon se agachó con cautela y examinó el dispositivo. Era negro y cuadrado, con un temporizador simple en la parte superior... y un tosco dibujo de un holocrón Sith en un lado.

—Supongo que debía esperarme algo así —se quejó Elda desde su sitio a los mandos—. Sólo espero que vuestros famosos poderes Jedi apaguen esa cosa antes de que haga saltar mi nave en mil pedazos, y a nosotros con ella.

—Haré lo que pueda —repuso Qui-Gon, cortante—. ¿Tienes una caja de herramientas?

La piloto señaló una pequeña caja que había en un rincón.

—Ahí deberías encontrar todo lo necesario.

Obi-Wan trajo las herramientas a su Maestro y se agachó junto a él.

—Este símbolo empieza a resultarme familiar —le comentó—, pero el dispositivo en sí no parece demasiado sofisticado.

—No creo que sea difícil de desconectar —dijo Qui-Gon, mirando a la capitana—. Pero no puedo decir lo mismo del mal genio de nuestra piloto.

Obi-Wan intentó sonreír. Sólo Qui-Gon podía encontrar humor en un momento así.

Qui-Gon abrió la caja de herramientas y sacó un palillo largo y elástico. Tras insertarlo suavemente en un lateral del envoltorio de la bomba, lo movió de afuera hacia dentro hasta que escuchó un pitido. La caja se abrió y varios cables de colores saltaron. El temporizador indicaba que la bomba estallaría en menos de un minuto.

—No falta mucho —dijo Obi-Wan en voz baja.

Qui-Gon sabía que su padawan estaba en lo cierto, y la verdad era que no esperaba ver tantos cables de colores dentro de la bomba. Era un diseño más complejo de lo que había supuesto.

Concentró su energía en la bomba y cortó todos los cables rojos, pero el temporizador no se apagó. Marcaba cuarenta segundos y continuaba con la cuenta atrás.

—Quizá sea este cable negro —sugirió Obi-Wan con suavidad.

Qui-Gon no lo creía posible. Era el único cable negro, y era una solución demasiado obvia. Pero mientras estudiaba el cable, se dio cuenta de que tenía algo de especial. Aun así, no supo si debía cortarlo.

—Veinte segundos —dijo Obi-Wan.

Qui-Gon miró la bomba más de cerca. Un extremo del cable negro iba directamente al metal que forraba el envoltorio por dentro. En el otro, la plastifunda negra acababa poco antes de que el cable llegara al metal. Bajo la capa negra que faltaba había una serie de cables amarillos. Se abrían formando una fila y se introducían en una abertura de metal.

—Diez segundos.

Qui-Gon cogió los cables amarillos entre los dedos pulgar e índice, cerró los ojos y sacó los cables de la clavija. Hicieron un ruidito al ser extraídos.

El temporizador de la bomba prosiguió con la cuenta atrás, pero se detuvo a un segundo del final.

—Lo has conseguido, Maestro —dijo Obi-Wan con tono aliviado.

Qui-Gon abrió los ojos y vio el número congelado en el temporizador.

—Y aún me ha sobrado tiempo —dijo, irónico.

—Parece que al final los Jedi sí servís para algo —gruñó Elda. Pero lo dijo en tono jocoso, y en su rostro había una amplia sonrisa—. Gracias —añadió en voz baja.

Qui-Gon volvió a poner las herramientas en la caja y se puso en pie.

—De nada —respondió él.

***

De vuelta a la zona de carga, Qui-Gon cerró los ojos y empezó a meditar por segunda vez en aquel día. Aquella bomba era otro elemento a tener en cuenta. ¿La habían puesto para matarlos o para distraer su atención? ¿Quién la había colocado? Debía de ser alguien que les seguía de cerca, alguien con mucha preparación. Apenas había pasado tiempo entre su decisión de hacer ese viaje y el momento del despegue.

Qui-Gon empezó a respirar hondo, dejando que su mente se despejara para poder concentrarse. Pero algo interfería con su concentración. Su padawan caminaba de un lado a otro.

Qui-Gon abrió un ojo.

—¿Por qué no intentas meditar un rato? —le preguntó.

Obi-Wan asintió y tomó asiento. Pero incluso sin caminar de un lado a otro se le notaba que seguía inquieto. Abrió ambos ojos y observó al chico, que estaba sentado con las piernas cruzadas en una silla y con los ojos cerrados. Pero tenía los hombros tensos, y Qui-Gon notaba movimiento bajo los párpados.

—¿Estás bien, Obi-Wan? —preguntó Qui-Gon suavemente.

Obi-Wan abrió los ojos y miró fijamente a su Maestro.

—Sí —dijo lentamente. Y luego añadió—: Bueno, no sé.

—Tienes miedo —afirmó Qui-Gon sin inflexión en el tono.

Una expresión avergonzada se apoderó de Obi-Wan, pero no pudo negarlo.

—Tengo el corazón lleno de temor —admitió—. Me gustaría que tuviéramos otra misión, cualquiera otra. No estoy seguro de tener el valor necesario para enfrentarme al holocrón...

Qui-Gon se acercó a su aprendiz.

—Hay motivos para tener miedo —le dijo con calma—. Deja que el miedo fluya a través de ti, siéntelo de verdad y luego déjalo ir. Y si vuelve, siéntelo de nuevo y déjalo ir. Nadie debe avergonzarse de sus sentimientos.

—¿No es un defecto volver a sentirlo? —preguntó Obi-Wan, alzando la vista.

—No, padawan —respondió Qui-Gon—. No podemos controlar nuestros sentimientos. Sólo influir en su manejo.

Una expresión de auténtico alivio cruzó el rostro de Obi-Wan, que sonrió levemente. Sus hombros se relajaron y cerró los ojos. Qui-Gon casi pudo sentir cómo abandonaba el miedo a su padawan. Le alegró que su consejo le hubiera sido tan útil.

Se apoyó en el respaldo y también cerró los ojos. Sólo esperaba que su consejo le ayudara también a él.

10

C
uando la nave aterrizó en Kodai, Obi-Wan se mostraba más animado; ya no tenía miedo. Estaba preparado para seguir adelante con la misión. Por desgracia, eso no sería fácil.

Aunque los Jedi estaban bastante seguros de haber dado con el planeta correcto, no tenían tan claro adonde tenían que ir o lo que tenían que hacer. Sólo sabían que se estaban quedando sin tiempo.

Por no mencionar que parecía que eran atacados, fueran donde fueran. Su perseguidor, o perseguidores, no se arredraba y quería detenerlos a toda costa.

Tras dejar a los Jedi en la minúscula plataforma de la ciudad-isla de Rena, Elda introdujo nuevas coordenadas en su ordenador de navegación.

—No creáis que me quedo por aquí sólo porque hayáis desconectado la bomba —dijo ella a regañadientes, mirando la deslucida ciudad—. Os deseo buena suerte —añadió, negando con la cabeza—. Me da la impresión de que la vais a necesitar.

—Gracias por tu apoyo —dijo Obi-Wan con frialdad, mientras bajaba por la rampa de la nave junto a Qui-Gon—. Y por traernos, claro.

En el exterior, la cegadora luz del sol les obligó a taparse los ojos hasta que se acostumbraron a la luz que reflejaba el enorme océano. La ciudad era pequeña y parecía tener pocos habitantes. Había algunas cantinas, una única casa de huéspedes y un mercado donde los lugareños intercambiaban y compraban comida, la mayor parte de la cual se obtenía del mar. Las calles estaban limitadas por muros gigantescos, cuyo objetivo era prevenir inundaciones, supuso Obi-Wan.

Aunque los nativos no se fijaban en ellos, de hecho, nadie los miraba en absoluto, Obi-Wan tuvo la sensación de que no pasaban en absoluto desapercibidos. Los kodaianos se esforzaban demasiado en no mirarles. Cada vez que los Jedi pasaban cerca, los lugareños bajaban los ojos amarillos hacia el suelo o doblaban los flexibles cuellos para contemplar el horizonte en dirección contraria.

—¿No te da la impresión de que les gustaría que fuéramos invisibles? —preguntó Qui-Gon—. Nuestra presencia parece martirizarlos.

—Del todo —asintió Obi-Wan. Era una sensación extraña.

—Vamos a la casa de huéspedes —sugirió Qui-Gon—. Necesitamos un sitio donde alojarnos, y puede que también encontremos a Lundi allí.

Obi-Wan asintió y ambos se acercaron a un edificio cochambroso pero limpio. Detrás del mostrador había un delgado kodaiano. Nada más ver a los Jedi, que no iban disfrazados, se puso en pie, nervioso.

—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó, jugueteando con sus dedos regordetes y mirando al suelo. Obi-Wan se preguntó si siempre se ponía tan histérico con los huéspedes.

—Nos gustaría alquilar uno de sus espacios —explicó Qui-Gon—. ¿Tiene alguno libre?

El kodaiano cerró los ojos dorados un momento, sorprendido por la pregunta, y Obi-Wan adivinó que no solían llegar visitantes a Kodai o al hostal. Tras coger los créditos que le dio Qui-Gon, el kodaiano puso encima del mostrador una tarjeta con el código de la puerta. Su habitación era la 4R.

—También buscamos a un huésped quermiano que creemos se encuentra con ustedes. El doctor Murk Lundi.

El kodaiano pareció incomodarse al oír el nombre de Lundi. Sin mirarles a los ojos, señaló a un viejo turboascensor al final del pasillo.

—Se aloja en la segunda planta, en la habitación 2F.

El kodaiano miró a su alrededor para ver si había alguien por allí antes de seguir hablando, y luego se acercó y habló mirando al suelo.

—Es un buen cliente. Apenas ha hablado con nadie desde que llegó. Ni siquiera ha salido de su cuarto.

Obi-Wan pensó que se trataba de un dato interesante. Se había dado cuenta de que al profesor le encantaba tener público. El que fuera.

—Gracias —dijo Qui-Gon, cogiendo la llave.

Los Jedi recorrieron el pasillo y entraron en el turboascensor. Un modelo antiguo que se estremeció al elevarse hacia la segunda planta.

La habitación del doctor Lundi estaba ubicada al final del descansillo, y la estancia contigua estaba ocupada. Si no irrumpían por las buenas o escuchaban a través de la puerta, no tendrían manera de averiguar lo que ocurría dentro.

Obi-Wan pegó la oreja a la puerta y aguzó su sentido auditivo, pero le costaba concentrarse. Era casi como si algo bloquease su conexión con la Fuerza. No pudo oír nada al otro lado.

—¿Por qué crees que vendría aquí a toda prisa sólo para encerrarse en su cuarto sin hacer nada? —preguntó Obi-Wan.

—No sabemos lo que está haciendo —señaló Qui-Gon—. Es imposible saber qué está pasando ahí dentro.

Otro callejón sin salida. Obi-Wan suspiró profundamente. El miedo y la frustración volvieron a arremolinarse en su interior. Cerró los ojos y relajó los músculos para que se disiparan esas sensaciones. No era fácil, pero podía hacerlo.

Qui-Gon asentía y sonreía ligeramente cuando Obi-Wan volvió a abrir los ojos.

—Bien hecho, padawan —señaló hacia el turboascensor—. Quizá podamos recopilar información hablando con los kodaianos —añadió, alejándose de la puerta cerrada. Obi-Wan le siguió.

—Vale —dijo con sarcasmo—. Eso si conseguimos que nos miren a los ojos.

—Me alegra ver que conservas el sentido del humor —dijo Qui-Gon mientras volvían a entrar en el turboascensor.

Cuando regresaron al exterior, pronto quedó claro que sería casi imposible conseguir que los kodaianos les hablaran con sinceridad.

—Disculpe —dijo Obi-Wan, intentando parecer amable mientras se dirigía a una mujer kodaiana.

La kodaiana se detuvo, pero no miró al Jedi. Se apoyó en un pie y luego en el otro, como si no pudiera quedarse quieta.

—¿Sí? —susurró.

—Estamos buscando información sobre un visitante quermiano. Un catedrático. Ha venido para buscar un objeto que se encuentra en el fondo marino...

Ante la mención del fondo del mar, la mujer alzó la vista, claramente asustada. Tenía los ojos grandes como platos y le temblaban las manos.

—No les puedo ayudar —dijo—. Tengo que irme.

Mientras la veía marcharse, Obi-Wan se preguntó si su miedo lo causaba la interacción con extranjeros o la mención del mar, el actual estado de las lunas y la inminente bajada de la marea. O quizás era que los kodaianos vivían en un permanente estado de temor, dado su difícil pasado. Fuera cual fuera el motivo, era obvio que no quería compartir información.

Obi-Wan buscó a su alrededor a alguien que quisiera hablar con ellos, y vio a un chico que los contemplaba desde unos metros de distancia. Al contrario que los otros kodaianos, él los miraba fijamente y no parecía tenerles miedo.

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