Ardores de agosto (10 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: Ardores de agosto
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—Ah, ¿eres tú? —dijo ella, que no pareció ni sorprenderse ni alegrarse. Es más, hablemos claro: estaba más bien antártica.

—¿Qué tal fue el viaje de vuelta?

—Horrendo. Un calor insoportable, se estropeó el aire acondicionado del coche. Y después, cuando nos detuvimos en un restaurante de carretera pasado Grosseto, Bruno desapareció.

—Ese niño es que tiene una vocación…

—Por favor, no empieces a hacerte el gracioso.

—Era una simple constatación. ¿Dónde se había metido?

—Pasamos dos horas buscándolo. Se había escondido en la cabina de un Tir.

—¿Y el conductor?

—No se había dado cuenta de nada, estaba durmiendo. Bueno, tengo que irme.

—¿Adónde?

—Mi primo Massimiliano me espera abajo. Me has encontrado por pura casualidad; he venido a recoger unas cuantas cosas.

—¿Dónde has estado?

—Con Guido y Laura en su villa.

—¿Y ahora te vas?

—Sí, con Massimiliano. Vamos a hacer un pequeño crucero en su barco.

—¿Cuántos seréis?

—Él y yo. Adiós.

—Adiós.

Pero ¿de dónde sacaba el dinero para mantener un yate el bueno del primo Massimiliano, que no trabajaba y se pasaba todo el santo día mirando las musarañas? Habría sido mejor no haber llamado.

Estaba a punto de salir de casa cuando sonó el teléfono.

—¿Diga?

—¡Por si fuera poco, eres un hombre que no respeta la palabra dada!

Era Livia, y estaba claro que tenía ganas de pelea.

—¡¿Yo?!

—¡Sí, tú!

—¿Puedo saber cuándo no la he respetado?

—Me habías jurado que en verano no se cometen homicidios en Vigàta.

—Pero ¿cómo puedes decir una cosa semejante? ¡Jurado! Debí de decir, como mucho, que con el calor que hace en verano, los que tienen previsto cometer un asesinato prefieren dejarlo para el otoño.

—Pues entonces, ¿cómo es posible que Guido y Laura hayan compartido su cama con la víctima de un homicidio en pleno agosto?

—¡Livia, no seas exagerada! ¡Compartir la cama!

—Bueno, casi.

—Escúchame bien. Ese homicidio se remonta al mes de octubre de hace seis años. ¿Octubre, comprendes? Lo cual significa, entre otras cosas, que mi teoría no era tan descabellada.

—Lo que importa para mí es que, por tu culpa…

—¡¿Por mi culpa?! Si el querido diablillo de Bruno no hubiera cedido a la tentación de emular a Houdini…

—¿Y ése quién era? —quiso saber Livia.

—Un célebre mago escapista. Si Bruno no hubiera ido a meterse bajo tierra, nadie se habría dado cuenta de que en el piso de abajo había un cadáver, y tus amigos podrían haber seguido disfrutando tranquilamente de sus sueños.

—Eres de un cinismo repugnante.

Y colgó.

Montalbano regresó a la comisaría cuando ya eran casi las seis.

Quería haber ido antes, pero al cruzar la puerta lo azotó una oleada de calor tan tremenda que decidió volver a entrar. Se desnudó, llenó la bañera de agua fría y permaneció dentro una hora.

—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Lo encontré! ¡Hice la identificación!

Catarella, con los brazos separados y los dedos extendidos y separados, se ufanaba como un pavo.

—Ven al despacho.

Catarella lo siguió con una hoja de papel en la mano y una expresión tan radiante que casi parecía oírse en segundo plano la marcha triunfal de
Aida
.

Ocho

Montalbano examinó la ficha que Catarella le había imprimido.

MORREALE, Caterina, llamada Rina;

hija de Giuseppe y de Francesca Dibetta;

nacida en Vigàta el 3-7-1983;

domiciliada en Vigàta, via Roma, 42;

desaparecida el 12 de octubre de 1999;

denuncia presentada por su padre con fecha del 13 de octubre de 1999.

Estatura: 1,75.

Cabello: Rubio.

Ojos: Azules.

Complexión: Delgada.

Señas particulares: Pequeña cicatriz de intervención de apendicitis y dedo gordo del pie varo.

NOTA: Comunicado presentado por la comisaría de policía de Fiacca.

Dejó a un lado la ficha con la foto y apoyó la cabeza entre las manos.

Degollada como un animal cualquiera, ni siquiera con el ritual de una oveja.

Ahora que había visto cómo era la chica, tuvo la certeza, vete tú a saber por qué, de que el doctor Pasquano tenía razón y, al mismo tiempo, estaba equivocado.

Tenía razón en lo que suponía acerca de cómo la habían matado, pero se equivocaba en cuanto al móvil. Pasquano había planteado la hipótesis de un chantaje, pero Rina Morreale, con aquellos ojos tan claros y serenos que tenía, jamás habría sido capaz de hacer chantaje.

Aunque hubiera accedido a hacer el amor con el hombre que más tarde la mataría, ¿era posible que lo hubiese seguido voluntariamente al piso ilegal oculto bajo tierra, al cual se accedía a través de una entrada estrecha e incluso peligrosa? Por si fuera poco, allí dentro debía de estar muy oscuro. ¿Acaso el asesino llevaba una linterna? Pero ¿es que no había otro sitio mejor? ¿No podían hacerlo dentro del coche? Pizzo era un lugar solitario y no habrían tenido ningún problema.

No; seguramente Rina Morreale había sido obligada por el asesino a entrar en lo que sería su tumba.

Catarella se había puesto a su lado para contemplar la fotografía de la chica. Quizá antes no le había prestado demasiada atención.

—¡Qué guapa era! —murmuró emocionado.

La foto correspondía a las señas particulares y mostraba a una muchacha de insólita belleza, incluso tenía un cuello que parecía pintado por Botticelli.

O sea, que ya no era necesario realizar más investigaciones, sólo quedaba avisar a la familia para que alguien se trasladara a Montelusa y efectuara el reconocimiento.

Montalbano sintió que se le encogía el corazón.

—¡Qué guapa era! —repitió en voz baja Catarella.

El comisario levantó la vista y lo sorprendió girado ciento ochenta grados, enjugándose los ojos con la manga del uniforme.

Mejor cambiar inmediatamente de tema.

—¿Ha vuelto Fazio?

—Sí, siñor.

—¿Me lo mandas aquí?

Cuando entró, Fazio también sujetaba una hoja de papel.

—Catarella me ha dicho que la chica ha sido identificada. ¿Puedo verla?

Montalbano le entregó la ficha, Fazio la miró y se la devolvió.

—Pobrecita.

—Cuando lo pillemos, porque vamos a pillarlo, eso seguro, le parto la cara —dijo el comisario sin la menor inflexión en la voz. Luego se le ocurrió una idea—. ¿Cómo es posible que los padres de la chica denunciaran la desaparición en la comisaría de Fiacca?

—No lo entiendo,
dottore
, a pesar de que en aquel período se había planteado la cuestión de la interacción entre las distintas comisarías sin claras jurisdicciones territoriales. ¿Recuerda el follón que se armó?

—Vaya si lo recuerdo. Teniendo que encargarnos de todo, no nos encargábamos de nada. En cualquier caso, no olvidemos preguntárselo a los familiares.

—Por cierto, ¿quién los avisa?

—Tú. Pero primero comunícaselo a Tommaseo. Es más, hazlo ahora mismo desde aquí, así nos quitamos este problema de en medio.

Fazio habló con el fiscal, el cual pidió que le enviaran la ficha por correo electrónico. Porque, antes de avisar a la familia, quería hablar con el doctor Pasquano y confirmar la identificación.

—¡Catarella!

—Aquí estoy,
dottori
.

—Ven a recoger la ficha de la chica y envíasela ahora mismo al
dottor
Tommaseo.

Después de que Catarella acudiera a recogerla, Montalbano se lanzó al ataque.

—¿Cómo has tardado toda una mañana en encontrar el nombre de los obreros, Fazio?

—No era yo quien tenía que encontrarlos,
dottori
, sino el aparejador Spitaleri.

—Pero ¿no tienen un ordenador, algún tipo de fichero?

—Lo tienen, pero en el despacho sólo conservan los datos de los últimos cinco años, y como el
chalet
se construyó hace seis…

—¿Y los demás dónde los conservan?

—En casa de la hermana del aparejador, la cual, por su parte, se había ido a Montelusa, y hemos tenido que esperar a que regresara.

—No entiendo por qué guarda esos documentos en casa de su hermana.

—Yo sí.

—Explícamelo.

—Por la Policía Fiscal,
dottore
. En previsión de una repentina visita de la Policía Fiscal. De esta manera, el aparejador tiene tiempo de avisar a su hermana, la cual ya ha sido previamente instruida y sabe qué documentos debe llevar al despacho y cuáles no. ¿Me he explicado?

—Perfectamente.

—Bueno, pues los albañiles que trabajaron… —empezó Fazio.

—Espera. Aún no hemos tenido ocasión de hablar de Spitaleri.

—Por lo que respecta al asesinato de la chica…

—No. De momento quiero hablar del Spitaleri especulador inmobiliario. No del Spitaleri aficionado a las jovencitas menores de edad, que de ése hablaremos después. ¿Qué te ha parecido?


Dottore
, ése se encuentra en una situación muy complicada. Cuando inventamos que la autopsia no había revelado alcohol en la sangre del árabe sino sólo en su ropa, él no se movió y no dijo ni pío. En cambio, habría debido sorprenderse o decir que no podía ser cierto.

—O sea, que al pobre árabe lo empaparon de vino cuando ya había muerto para que pareciera borracho.

—¿Usía cómo cree que ocurrieron las cosas?

—Mientras tú estabas con Spitaleri convoqué aquí al maestro de obras Dipasquale y lo interrogué. En mi opinión, el árabe se cayó de un andamio sin barandilla de protección y ningún compañero se dio cuenta. Quizá estaba trabajando solo en un lugar apartado de la obra. El vigilante, que se llama Filiberto Attanasio, lo descubre cuando todos los demás ya se han ido y llama a Dipasquale, que a su vez se lo comunica a Spitaleri. ¿Qué te pasa? ¿Me escuchas o no?

Fazio estaba pensativo.

—¿Cómo ha dicho que se llama el vigilante?

—Filiberto Attanasio.

—¿Me disculpa un momento?

Se levantó, se retiró y regresó al cabo de cinco minutos con una ficha en la mano.

—Lo recordaba muy bien.

Le entregó la ficha a Montalbano. Filiberto Attanasio había sido condenado varias veces por hurto, actos de violencia con circunstancias agravantes, intento de homicidio y atraco. La fotografía mostraba a un hombre de cincuenta y tantos años, de nariz desproporcionadamente grande y sin un solo pelo en la cabeza. Estaba clasificado como delincuente habitual.

—Es bueno saberlo —comentó el comisario. Y añadió—: Avisados por el vigilante, Spitaleri y Dipasquale acuden a la obra, ven la situación y deciden protegerse las espaldas colocando, con las primeras luces del alba del domingo, la barandilla de protección que antes no había. Luego vierten vino sobre el cadáver y se marchan a dormir. A la mañana siguiente, con la ayuda del vigilante, notifican lo sucedido.

—Y el comisario Lozupone pica el anzuelo.

—¿Tú lo crees? ¿Conoces a Lozupone?

—No, señor. Pero sé muy bien quién es.

—Yo lo conozco desde hace tiempo. No…

Sonó el teléfono.

—¿
Dottori
? Está al tilífono el fiscal Dommaseo que quiere hablar con usted personalmente en pirsona.

—Pásamelo.

—¿Tommaseo? Montalbano.

El fiscal se desorientó.

—Quería decirle… ah, bueno… He visto la fotografía de la ficha. ¡Qué belleza de muchacha!

—Ya.

—¡Violada y degollada!

—¿Le ha dicho el doctor Pasquano que la violaron?

—No; sólo me ha dicho que la degollaron. Pero que la violaron yo lo adivino intuitivamente. Es más, estoy seguro.

¡Había que imaginar el cerebro de Tommaseo trabajando a pleno rendimiento en la representación de los más mínimos detalles de la violación!

Y entonces a Montalbano se le ocurrió una genial idea que quizá podría ahorrarle a él o a Fazio la obligación de comunicar la trágica noticia a los familiares de la víctima.

—¿Sabe,
dottor
Tommaseo? Parece que la chica asesinada tiene una hermana gemela, por lo menos eso me han dicho, mucho más guapa que la difunta.

—¿Todavía más guapa?

—Parece que sí.

—Por consiguiente, esa gemela ahora debe de tener veintidós años.

—Salen las cuentas.

Fazio lo estaba mirando perplejo. Pero ¿qué embuste se había inventado el comisario?

Hubo una pausa. Seguro que el fiscal, examinando la ficha con ojos desorbitados, se estaba relamiendo los bigotes de gusto ante la idea de conocer a la hermana gemela. Después habló.

—¿Sabe qué le digo, Montalbano? Que mejor que sea yo personalmente quien les comunique a los familiares… dada la tierna edad de la víctima… la especial brutalidad…

—Tiene toda la razón,
dottore
. ¡Usted es un hombre de gran comprensión humana! ¿O sea que ya se encargará usted de comunicar la noticia a los familiares?

—Sí. Me parece más apropiado.

Se despidieron y colgaron. Fazio, que había comprendido el juego del comisario, se echó a reír.

—Pero éste en cuanto oye hablar de una mujer…

—No le hagas caso. Acudirá a toda prisa a casa de los Morreale con la esperanza de ver a la hermana gemela que no existe. ¿Qué te estaba diciendo?

—Me estaba hablando del
dottor
Lozupone.

—Ah, sí. Lozupone es un hombre experto e inteligente que sabe vivir tranquilo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que muy probablemente Lozupone debió de pensar lo mismo que nosotros, o sea, que la barandilla de protección la colocaron después de la desgracia, pero lo dejó correr.

—¿Y eso por qué?

—Quizá le aconsejaron que se atuviera a lo que le habían dicho Dipasquale y Spitaleri. Pero es difícil que consigamos saber quién le dio el consejo en jefatura o bien en el Palacio de la llamada Justicia.

—Bueno, cierta idea sí se puede tener.

—¿Cómo?


Dottore
, usía me ha dicho que conoce bien a Lozupone. Pero ¿sabe con quién está casado?

—No.

—Con la hija del
dottor
Lattes.

Como noticia no estaba mal.

El
dottor
Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía, apodado Latte e Miele, «leche y miel», por su empalagosidad, hombre de iglesia y oración, ¡hombre que jamás pronunciaba una palabra sin haberla untado previamente con vaselina y que daba constantemente las gracias a la Virgen tanto si venía a cuento como si no!

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