Ardores de agosto (9 page)

Read Ardores de agosto Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: Ardores de agosto
7.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡Justo el hombre necesario en el momento necesario! A Montalbano se le ocurrieron un montón de frases hechas, entre la espada y la pared, del fuego a las brasas… Se enfadó consigo mismo por la obviedad de sus pensamientos.

—Oiga, pero ¿el señor Speciale estaba al corriente del comportamiento de su hijastro?

—¡Cómo no!

—¿Y qué decía?

—Nada. Se echaba a reír. Decía que en Alemania también le daba por esas locuras, pero que era inofensivo. Nos explicó que sólo quería besar a las chicas. Pero yo me pregunto: bendito chaval, ¿qué necesidad tienes de quedarte en pelotas si sólo quieres besarlas?

—Muy bien, por ahora puede irse. Permanezca a nuestra disposición.

Dipasquale le había ofrecido voluntariamente la cabeza de Ralf, no en bandeja de plata sino de oro. Tanto más que, hasta el momento, el maestro de obras no sabía nada del descubrimiento de la chica muerta. Por eso a Montalbano sólo se le planteaba el problema de la elección entre dos maniáticos sexuales: el aparejador Spitaleri y Ralf. Sin embargo, había dos pequeños problemas: que el joven alemán había desaparecido mientras regresaba a Alemania y que Spitaleri, aquel maldito 12 de octubre, se encontraba de viaje.

Siete

Simplemente para pasar el rato mientras esperaba el regreso de Fazio, decidió efectuar una llamada a la Policía Científica.

—Quisiera hablar con el
dottor
Arquà. Soy el comisario Montalbano.

—Permanezca a la espera.

Tuvo tiempo de repasar tranquilamente las tablas del seis, del siete, del ocho y del nueve.

—¿Comisario Montalbano? Lo siento, pero el
dottor
Arquà está muy ocupado en este momento.

—¿Y cuándo se desocupará?

—Le ruega que lo llame dentro de unos diez minutos.

¿Ocupado? Y un cuerno. Aquel grandísimo cabrón quería hacerse de rogar, hacerse valer. Pero ¿hasta qué extremo puede hacerse valer un cabrón? ¿Y aumentar de valor?

Se levantó, salió del despacho y pasó por delante de Catarella.

—Voy a tomarme un café al puerto. Vuelvo enseguida.

Una vez fuera, comprendió que no era el caso. En el aparcamiento el calor era el mismo que hubiera podido experimentar delante del fuego de una chimenea. Tocó la manija de la puerta del coche y se quemó. Soltando maldiciones, volvió a entrar. Catarella primero lo miró perplejo y después consultó el reloj. No comprendía cómo se las había arreglado el comisario para ir a tomar un café al puerto y regresar en tan poco tiempo.

—Catarella, prepárame un café.

—¿Otro,
dottori
? ¿No acaba de tomarse uno ahora? Demasiado café hace daño.

—Tienes razón. Dejémoslo correr.

—Quisiera hablar con el
dottor
Arquà si ya está desocupado. Soy el mismo Montalbano de antes.

—Permanezca a la espera.

Esta vez nada de tablas de multiplicar, sino tristes intentos de cantar primero una melodía que debía de ser de los Rolling Stones y después otra que quizá fuese de los Beatles, pero que eran casi iguales porque él desentonaba bastante.

—¿
Dottor
Montalbano? El
dottor
Arquà está todavía ocupado. Si quiere, puede volver a llamar…

—… dentro de unos diez minutos, comprendo.

Pero ¿sería posible que estuviera perdiendo todo aquel tiempo con un imbécil que seguramente lo estaba pasando en grande haciéndolo esperar? Enrolló dos hojas de papel, hizo una pelota y se la introdujo en la boca. Después se apretó las ventanas de la nariz con una pinza y volvió a marcar el número de la Científica. Habló con un ligero acento toscano.

—Soy el ministro plenipotenciario y supervisor general Gianfilippo Maradona. Páseme urgentemente al
dottor
Arquà.

—Enseguida, excelencia.

Montalbano escupió la pelota de papel y se quitó la pinza de la nariz. Medio minuto después oyó la voz de Arquà.

—Buenos días, excelencia. Dígame.

—Perdona, ¿por qué me llamas excelencia? Soy Montalbano.

—Pero es que me habían dicho…

—Sigue llamándome excelencia, me encanta.

Arquà dejó que transcurrieran unos instantes de silencio. Se notaba que tenía ganas de colgar sin más. Después decidió seguir adelante.

—¿Qué quieres?

—¿Tienes algo que decirme?

—Sí.

—Dímelo.

—Se pide por favor.

—Por favor.

—Pregunta.

—¿Dónde la mataron?

—Donde la encontraron.

—¿Exactamente?

—Al lado de lo que habría sido la puerta cristalera del salón.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—¿Por qué?

—Porque allí se había formado incluso un charco de sangre.

—¿Y en otro lugar?

—Nada.

—¿Sólo aquel charco?

—Estrías de arrastre desde el charco hasta cerca del baúl.

—¿Habéis encontrado el arma?

—No.

—¿Huellas dactilares?

—Mil millones.

—¿También en el
nylon
que envolvía el cuerpo?

—Allí ninguna.

—¿Habéis encontrado alguna otra cosa?

—El rollo de la cinta adhesiva. Era la misma que se utilizó para envolver los marcos de las ventanas.

—¿Allí ninguna huella tampoco?

—Tampoco.

—¿Eso es todo?

—Todo.

—A tomar por culo.

—Lo mismo digo.

Bonito diálogo. Un laconismo, una sequedad dignos de una tragedia de Vittorio Alfieri.

Pero algo por lo menos había quedado claro: que el asesinato había ocurrido forzosamente el último día de trabajo de los albañiles.

En el despacho ya no aguantaba el calor. Se notaba el cerebro convertido en una espesa mermelada en cuyo interior los pensamientos apenas podían circular y a veces se quedaban atascados.

¿Puede un comisario desnudarse de cintura para arriba en su despacho? ¿Había alguna norma que lo prohibiera? No; bastaba con que ningún desconocido entrara de repente.

Se levantó, bajó la persiana de la ventana a través de la cual no entraba el aire sino el calor, cerró los postigos, encendió la luz y se quitó la camisa.

—¡Catarella!

—¡Voy!

Cuando Catarella lo vio, se limitó a decir:

—¡Suerte usted que puede hacerlo!

—Oye, por lo que más quieras, no dejes entrar a nadie sin avisarme primero. Y otra cosa: llama a una tienda donde vendan ventiladores y diles que nos envíen uno: el más grande.

Puesto que Fazio aún no había aparecido, marcó otro número.

—¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano.

—¿Me creerá si se lo digo? Ya estaba empezando a echar de menos a alguien que me tocara los cojones.

—¿Ve usted como le he puesto remedio?

—¿Qué coño quiere? —La consabida, refinada y aristocrática amabilidad de Pasquano.

—¿No lo sabe?

—En lo de esa chica trabajaré por la tarde. Llámeme mañana por la mañana.

—¿Esta noche no?

—Esta noche estaré en el Círculo; tengo una partida de póquer muy importante y, por consiguiente, no quiero que vayan a tocarme…

—Entiendo. Pero ¿no ha echado siquiera un vistazo superficial al cuerpo?

—Muy superficial.

Por la forma en que pronunció esa palabra, el comisario comprendió que el doctor había llegado a alguna conclusión. Lo único que había que hacer era tratarlo a su manera.

—Al Círculo irá sobre las nueve, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué?

—Porque sobre las diez yo me presento allí con dos agentes y armo tal follón que le fastidio la partida.

Lo oyó soltar una risita.

—Bueno pues, ¿qué me dice?

—Confirmo que podía tener como máximo dieciséis años.

—¿Y qué más?

—El asesino le cortó la garganta.

—¿Con qué?

—Con una de esas navajas de bolsillo que son tan afiladas como una cuchilla de afeitar, tipo Opinel.

—¿Podría decirme si era zurdo?

—Sí, mirando en la bola de cristal de una adivina.

—¿Tan difícil resulta establecerlo?

—Bastante. Y no quiero decir chorradas.

—¡Claro, es que yo digo tantas! Deme la satisfacción de oír una de las suyas.

—Mire, pero conste que es sólo una hipótesis, a mi juicio el asesino no era zurdo.

—¿En qué se basa?

—Me he hecho cierta idea de la posición.

—¿De qué posición?

—¿A usted jamás se le ha ocurrido hojear el
Kamasutra
?

—Explíquese mejor.

—Oiga, vuelvo a insistir en que se trata de una simple suposición mía. El hombre convence a la chica de que lo siga al interior del piso, que prácticamente ya está todo tapado con tierra. En cuanto ella entra, él sólo piensa en dos cosas. Primero en follarla, y segundo, en cuál será el mejor momento para matarla.

—¿O sea que usted cree que se trata de un homicidio premeditado, no de un arrebato o algo por el estilo?

—Yo le estoy exponiendo mi idea.

—Pero ¿por qué querría matarla?

—Quizá antes habían mantenido relaciones y la chica le había pedido mucho dinero para mantener la boca cerrada. Tenga en cuenta que hablamos de una menor de edad, y el hombre puede que estuviera casado. ¿No le parece un buen móvil?

—Efectivamente.

—¿Puedo seguir?

—Pues claro.

—El hombre le pide que se desnude y tal vez él también se queda en pelotas, después la obliga a inclinarse hacia delante con las manos apoyadas en la pared y se la tira por detrás. En el momento apropiado…

—¿La autopsia podrá establecer si hubo una relación sexual?

—¿Después de seis años? Venga ya. Bueno pues, estaba diciendo que en el momento apropiado…

—¿Que sería…?

—Mientras la chica está disfrutando y no puede reaccionar con rapidez.

—Siga.

—Él saca la navaja…

—Alto ahí. ¿De dónde la saca si está en pelotas?

—¡Y qué coño sé yo de dónde la saca! Mire, si continúa interrumpiendo, cambio de historia y le cuento la de
Blancanieves y los siete enanitos
.

—Perdone. Siga.

—El hombre saca la navaja, usted verá de dónde, y la degüella, y mientras le propina un empujón hacia delante, él pega un salto hacia atrás. Espera a que se desangre, después extiende en el suelo una lámina de
nylon
, allí hay tantas…

—Alto. Antes de coger el
nylon
se pone unos guantes de látex.

—¿Por qué?

—Porque en el
nylon
no hay huellas, me lo ha dicho Arquà. Y en la cinta adhesiva tampoco.

—¿Ve como era todo premeditado? ¡Hasta llevaba los guantes en el bolsillo! ¿Sigo?

—Sí.

—Empaqueta el cuerpo y lo coloca en el interior del baúl. Una vez finalizado el trabajo, vuelve a vestirse. Probablemente no tiene ni una sola mancha de sangre en la piel.

—¿Y el vestido, la ropa interior, los zapatos de la chica?

—Hoy las chicas visten muy ligeras. Al hombre debió de bastarle una bolsita de plástico para llevárselo todo.

—Sí, pero ¿por qué se lo llevó y no lo guardó en el interior del baúl?

—No lo sé. Pudo ser un gesto irracional; los asesinos no siempre actúan con lógica, usted lo sabe mejor que yo. ¿Le parece suficiente?

—Sí y no.

—Quizá se trata de un fetichista, que de vez en cuando saca la ropa de la chica, aspira su olor y se hace una buena paja.

—Pero ¿usted cómo ha llegado a esa conclusión?

—¿Se refiere a la paja?

El doctor Pasquano estaba de guasa.

—Me refería a la reconstrucción del momento del homicidio.

—Ah, ¿eso? Examinando bien por dónde y cómo ha entrado la punta del cuchillo y reflexionando acerca de la línea del corte. Entre otras cosas, la chica mantenía la cabeza inclinada, la barbilla le rozaba el pecho, y eso me ha ayudado a comprender cómo fueron las cosas, puesto que el asesino también le arañó la mejilla izquierda mientras le sacaba el cuchillo de la garganta.

—¿Hay alguna señal particular?

—¿Para la identificación? Una operación de apendicitis y una insólita malformación congénita en el pie derecho.

—¿O sea?

—Dedo gordo varo.

—¿En palabras sencillas?

—Torcido. Desviado hacia dentro.

De pronto le acudió a la mente lo que había olvidado hacer de inmediato. Para tranquilizarse, pensó que seguramente no lo había olvidado a causa de la vejez sino del calor, que ejercía el mismo efecto que tres pastillas de somnífero.

—¿Catarella? Ven aquí.

Se presentó un cuarto de segundo después.

—A sus órdenes,
dottori
.

—Vas a hacerme una investigación a través del ordenador.

—Aquí estoy.

—Tienes que comprobar si se presentó una denuncia por la desaparición de una chica de dieciséis años. Si se hizo, ha de remontarse al trece o catorce de octubre de mil novecientos noventa y nueve.

—Ahora mismito lo hago.

—¿Y qué me dices del ventilador?


Dottori
, a cuatro tiendas he llamado. Los ventiladores se han agotado. Uno me ha dicho que sólo tiene bolas.

—¿Qué bolas?

—Esas que se cuelgan del techo. Ahora pruebo a llamar a otras tiendas.

* * *

Esperó aproximadamente media hora, y después, al ver que Fazio no aparecía, se fue a comer. El hecho de subir al coche y efectuar el breve trayecto hasta la
trattoria
bastó para llegar con la camisa empapada de sudor.


Dottore
—dijo Enzo—, hace demasiado calor para comer platos calientes.

—¿Pues qué otra cosa tienes?

—¿Le iría bien una bandeja de entremeses de mar con camarones, langostinos, pulpitos, anchoas, sardinas, mejillones y almejas?

—Me va bien. ¿Y de segundo?

—Salmonetes encebollados, que fríos son una maravilla. Y por último, para recrearse la boca, mi mujer ha preparado sorbete de limón.

Ya fuera por el calor o porque la tripa le pesaba demasiado, Montalbano renunció a su habitual paseo por el muelle y se fue a Marinella.

Abrió todas las puertas y ventanas en la vana esperanza de provocar un mínimo de corriente de aire, y se tumbó en cueros sobre la sábana para dormir una hora. Después, cuando despertó, se puso el bañador y fue a darse un chapuzón aun a riesgo de sufrir un corte de digestión.

Se refrescó bien, y nada más entrar en casa experimentó el anhelo de oír la voz de Livia.

¿Qué hacer? Decidió dejar a un lado el orgullo y la llamó.

Other books

Carolyn Jewel by One Starlit Night
The Flame Trees of Thika by Elspeth Huxley
Chosen Thief by Scarlett Dawn
Slated for Death by Elizabeth J. Duncan
Confessions of a Hostie by Danielle Hugh
Witch Eyes by Scott Tracey