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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (21 page)

BOOK: Ardores de agosto
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—¡Yo los espero arriba!

Se fumó dos cigarrillos sentado en una parte del murete de la terraza donde ya hacía un buen rato que no tocaba el sol.

Poco después apareció Callara.

—Ya hemos acabado.

—¿Y Palladino?

—Ha ido a llevar el equipo al coche. Ahora viene a despedirse.

—Si necesita volver aquí, dígamelo primero.

—Gracias. Por cierto, quería preguntarle una cosa,
dottore
.

—Dígame.

—¿Cuándo van a quitar los precintos?

—¿Tiene prisa?

—Cierta prisa sí tengo. Quisiera concretar la fecha de la retirada de la tierra y la restauración con Spitaleri. Si no hago la reserva con tiempo, con la de cosas que él tiene que hacer…

—Si Spitaleri no puede, búsquese a otro.

Regresó Palladino.

—Ya podemos irnos.

—No puedo buscarme a otro —dijo Callara.

—¿Cómo que no puede?

—Hay un compromiso por escrito que yo desconocía. Lo he visto entre los papeles que recibí esta mañana desde Alemania.

—A ver si lo entiendo.

—Es un compromiso en regla —aseguró Palladino—. Callara me lo ha enseñado.

—¿En qué consiste?

Esta vez habló Callara.

—En él se dice que el señor Angelo Speciale se compromete formalmente a encargar las obras de retirada de la tierra y restauración de las paredes del apartamento ilegal a la empresa del aparejador Spitaleri en cuanto se formalice la solicitud de regularización. Y se compromete también a no recurrir a otras empresas en caso de que Spitaleri esté ocupado en ese momento con otras obras y a esperar a que esté disponible.

—Un contrato privado.

—Sí, pero completamente legal y con firma por duplicado. Y si alguien no lo cumpliera, sobre todo tratándose de un personaje como Spitaleri, comprenderá que podría haber graves problemas —señaló Palladino.

—Disculpe, aparejador, pero ¿le ha ocurrido otras veces?

—Es la primera vez; jamás había visto un pacto escrito con tanta antelación. Y no consigo entenderlo, pues, para alguien como Spitaleri, ¿qué importancia puede tener una obra como ésta, una cosa de cuatro perras?

—Seguro que fue Speciale quien quiso firmar ese contrato —dijo Callara—. Sabía que podía fiarse de Spitaleri y que, de esta manera, no sería necesario que él estuviera presente en el momento de comenzar las obras.

—¿Se ha fijado en la fecha del contrato?

—Sí, veintisiete de octubre del noventa y nueve. La víspera de la partida de Angelo Speciale a Alemania.

—Señor Callara, me encargaré de que se retiren los precintos lo antes posible.

De momento, fue a colocarlos otra vez en su sitio. Después subió al coche y se fue. Pero frenó unos metros más allá.

La puerta y las dos ventanas de la casa de Adriana estaban abiertas. ¿Sería posible que la joven hubiera ido allí en busca de un poco de paz después del sufrimiento del entierro? Tenía un corazón de asno y otro de león. ¿Ir a reunirse con ella o seguir su camino?

Después vio a una anciana, sin duda una criada, que cerraba las dos ventanas. Esperó un poco. La mujer apareció en la puerta y cerró con llave.

Montalbano se puso nuevamente en marcha y regresó a la comisaría, en parte decepcionado y en parte contento.

Diecisiete

—Esta mañana he ido al entierro —dijo Fazio.

—¿Había gente?


Dottore
de mi alma, había mucha y con la emoción a flor de piel. Mujeres que se desmayaban, mujeres que lloraban, las antiguas compañeras del colegio con flores blancas… En resumen, el numerito de siempre. Tanto es así que cuando el féretro salió de la iglesia, todo el mundo se puso a aplaudir. ¿Podría usted explicarme por qué aplauden a los muertos?

—Quizá porque han hecho bien en morirse.

—Pero,
dottore
, ¿está de guasa?

—No. ¿Cuándo aplaude la gente? Cuando algo le ha gustado. Siguiendo la misma lógica, tendría que significar: me encanta que finalmente hayas dejado de tocar los cojones. ¿Quién había de la familia?

—El padre, al que sostenían un hombre y una mujer que debían de ser parientes suyos. La señorita Adriana no estaba, seguro que se quedó en casa para atender a su madre.

—Tengo que decirte una cosa que no te gustará.

Y le habló de su reunión con Lozupone. Al término de su relato, Fazio no se mostró sorprendido.

—¿No dices nada?

—¿Qué quiere que le diga,
dottore
? Me lo esperaba. De la manera que sea, Spitaleri saldrá bien librado ahora y siempre e
in sécula seculorum
.

—Amén. Hablando de Spitaleri, tendrías que hacerme un favor: llámalo, que a mí no me apetece nada hablar con él.

—¿Qué tengo que preguntarle?

—Si cuando se fue a Bangkok el doce de octubre, recuerda qué día regresó.

—Voy ahora mismo.

Regresó al cabo de unos diez minutos.

—Lo he buscado en el móvil, pero lo tenía apagado. Luego lo he llamado al despacho y no estaba. Pero entonces la secretaria ha consultado una agenda antigua y me ha dicho que Spitaleri regresó el veintiséis por la tarde. También me ha dicho que recordaba muy bien aquel día.

—¿Te ha dicho por qué?


Dottore
de mi alma, ésa es tan charlatana que, como no le pares los pies, es capaz de pasarse todo un día hablando. Me ha dicho que el veintiséis de octubre es su cumpleaños y que aquél en concreto pensaba que su jefe se habría olvidado, pero, en cambio, Spitaleri no sólo le regaló la orquídea que la Thai, la línea aérea, entrega a todos los pasajeros, sino también una caja de bombones. Y eso es todo. ¿Por qué quería saberlo?

—Verás, es que hoy he ido a darme un chapuzón a Pizzo. Al salir del
chalet
… —Y le contó la historia—. Lo cual significa —terminó— que al día siguiente de su regreso, quizá porque sabía que Angelo Speciale estaba a punto de volver a Alemania, Spitaleri hizo ese contrato privado.

—Yo no le veo nada de extraño —dijo Fazio—. Y seguro que el que exigió el contrato fue Speciale, tal como dice Callara. A esas alturas, el hombre confiaba en Spitaleri.

Pero Montalbano no parecía muy convencido.

—Hay algo que no me cuadra.

Sonó el teléfono. Era Catarella, muerto de miedo.

—¡Virgen santa, Virgen santa, Virgen santa!

—¿Qué ocurre, Catarè?

—¡Virgen santa, Virgen Santa, Virgen Santa! ¡Está il siñor jefe supirior al tilífono!

—¿Y bien?

—¡Loco parece,
dottori
!

—Pásamelo y vete a tomar un coñacito que te cure el susto.

Pulsó la tecla de altavoz e hizo señas a Fazio de que prestara atención.

—Buenos días, señor jefe superior.

—¡Buenos días un cuerno!

Que Montalbano recordara, jamás había oído pronunciar una palabrota a Bonetti-Alderighi. Por consiguiente, el asunto tenía que ser muy grave.

—Señor jefe superior, no comprendo por qué…

—¡El cuestionario!

Montalbano lanzó un suspiro de alivio. ¿Sólo eso? Esbozó una sonrisita.

—Pero, señor jefe superior, el cuestionario en cuestión ya no es una cuestión. —¡Ah, qué bonito era seguir de vez en cuando las enseñanzas del gran maestro Catarella!

—Pero ¿qué dice?

—¡Ya me encargué de enviárselo!

—¡Vaya si se encargó! ¡Se encargó y de qué manera!

Pues entonces, ¿por qué le tocaba los cojones? ¿Por qué le comía la oreja? Tradujo las preguntas:

—Pues entonces, ¿dónde está la cuestión?

—Montalbano, ¿usted se ha propuesto atacarme los nervios por narices?

Por culpa de aquel «por narices» el comisario abandonó de repente el tono jovial y pasó al contraataque.

—Pero ¿qué coño está diciendo? ¡Usted delira!

El jefe superior hizo un esfuerzo por calmarse.

—Oiga, Montalbano, yo soy muy bueno y amable, pero si usted quiere darme por culo, sepa que…

¡Encima «bueno y amable»! ¿Es que quería dejarlo ciego de rabia?

—Dígame qué he hecho y no me amenace.

—¿Qué ha hecho? Ha vuelto a enviarme el cuestionario del año pasado, ¡eso es lo que ha hecho!

—¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

Pero el jefe superior estaba demasiado fuera de sí y ni siquiera lo oyó.

—Le doy dos horas, Montalbano. Busque el nuevo cuestionario, responda a las preguntas y envíemelo por fax dentro de dos horas. ¿Ha entendido? ¡Dos horas!

Colgó.

Montalbano contempló con desconsuelo el mar de papeles que tendría que volver a atravesar.

—Fazio, ¿me haces un favor?

—A sus órdenes,
dottore
.

—¿Me pegas un tiro?

Tardaron tres horas en total, dos para encontrar el cuestionario y una para cumplimentarlo. En determinado momento se dieron cuenta de que era exactamente igual al del año anterior, las mismas preguntas en el mismo orden, sólo cambiaba la fecha del encabezamiento. No hicieron ningún comentario, a esas alturas ya no les quedaban fuerzas para decir lo que pensaban de la burocracia.

—¡Catarella!

—Aquí estoy.

—Envía este fax enseguida y dile al siñor jefe supirior que se lo meta donde ya sabe.

Catarella palideció.

—No mi atrevo,
dottori
.

—Es una orden, Catarè.


Dottori
, si usía dice que es una orden…

Dio media vuelta resignado, dispuesto a retirarse. ¿Sería capaz de hacerlo?

—No; mira, envía el fax sin decirle nada.

Pero ¿cuántas toneladas de polvo hay entre los papeles de un despacho? En Marinella se pasó media hora debajo de la ducha y se cambió la ropa, que apestaba a sudor.

Se estaba dirigiendo en calzoncillos al frigorífico para ver qué le había preparado Adelina cuando sonó el teléfono.

Era Adriana. Ni siquiera saludó, ni siquiera le preguntó cómo estaba, fue directamente al grano de lo que le interesaba.

—No podré ir a tu casa esta noche. Mi amiga la enfermera no ha podido librarse de sus obligaciones. Vendrá a casa mañana por la mañana. Pero tú por la mañana trabajas, ¿verdad?

—Sí.

—Tengo ganas de verte.

«Calla, Montalbano, calla. Córtate la lengua, Salvo, pero no digas ese “yo también a ti” que ya se te estaba escapando.»

Las palabras de la joven, pronunciadas casi en un susurro, le sacaron una ligera capa de sudor.

—Es que tengo muchas ganas de verte —remarcó ella.

La capa de sudor empezó a evaporarse y convertirse en un tenue vapor acuoso porque, a pesar de que ya eran las nueve de la noche, todavía hacía un calor que tumbaba.

—¿Sabes una cosa? —preguntó Adriana, cambiando de tono.

—Dime.

—¿Recuerdas que mis tíos tenían que regresar a Milán a primera hora de esta tarde?

—Sí. —No podrían acusarlo de malgastar las palabras.

—Bueno, pues salieron de aquí, pero al llegar al aeropuerto se enteraron de que su vuelo se había cancelado como muchos otros por culpa de una huelga inesperada.

—¿Y qué hicieron?

—Se fueron en tren, los pobres. Con el calor que hace, ¡imagínate el viajecito que les espera! Dime qué estabas haciendo.

—¿Quién, yo? —preguntó, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.

—¿El comisario
dottor
Salvo Montalbano es tan amable de decir qué estaba haciendo en el momento de recibir una llamada de la estudiante Adriana Morreale?

—Iba a abrir el frigorífico para sacar algo de cenar.

—¿Dónde pones la mesa, en la cocina, como acostumbran los que comen solos?

—No me gusta comer en la cocina.

—¿Pues dónde te gusta?

—En la galería.

—¿Tienes una galería? ¡Dios mío, qué maravilla! Hazme un favor, pon la mesa para dos.

—¿Por qué?

—Porque yo también quiero estar ahí.

—¡Pero si me has dicho que no podías venir!

—Espiritualmente, bobo. Quiero que tomes un bocado de mi plato y que yo tome uno del tuyo.

A Montalbano empezó a darle vueltas la cabeza.

—De… de acuerdo.

—Adiós. Buenas noches. Te llamo mañana. Te quiero.

—Y yo ta…

—¿Qué has dicho?

—Idiota. He dicho idiota. A una mosca muy pesada que se me pasea por la nariz. —Salvado por los pelos.

—Ah, oye. Se me ha ocurrido una idea. ¿Por qué no me convocas mañana por la mañana en comisaría y me haces un interrogatorio en privado tal como querría hacérmelo Tommaseo?

Y colgó entre risas.

¡Qué frigorífico ni qué pamplinas! ¡Qué comida! Lo que tenía que hacer de inmediato era arrojarse al mar y darse un prolongado chapuzón que le enfriara la cabeza y le bajara la temperatura de la sangre, que en esos momentos debía de estar a punto de ebullición. Pero ¿es que Adriana también estaba contribuyendo a aumentar la intensidad de los ardores de agosto?

Justo mientras estaba nadando en medio de la oscuridad se inició el tormento. Una sensación que conocía muy bien. Se puso a hacer el muerto contemplando las estrellas.

La sensación era la de una
virrina
, un taladro de mano que empezó a traspasarle poco a poco el cerebro. Y a cada vuelta que daba, emitía el clásico ruido de los taladros:

Un latazo tremendo que significaba —y la cosa ya no le sorprendía porque hacía años que le ocurría— que, a lo largo del día, había oído algo muy importante, algo que podía ser decisivo para la investigación pero a lo que no había prestado atención en su momento.

Pero ¿cuándo lo había oído? ¿Quién lo había dicho?

rrr… rrr… rrr…

Una especie de carcoma que lo estaba poniendo muy nervioso.

Dando lentas y amplias brazadas regresó a la orilla.

Entró en casa y comprobó que ya no tenía apetito. Entonces cogió una botella de whisky por estrenar, un vaso y un paquete de cigarrillos, y se sentó en la galería mojado tal como estaba, sin quitarse siquiera el bañador.

Piensa que te piensa, no conseguía recordarlo.

Se rindió al cabo de una hora. Oscuridad total. «Antes —pensó—, me bastaba un poco de concentración para que me volviera a la memoria lo que se me había escapado. Pero ¿antes cuándo? —se preguntó—. Cuando eras más joven, Montalbà», fue la inevitable respuesta.

Decidió comer algo. Y recordó que Adriana le había dicho que pusiera un plato también para ella… Estuvo tentado de hacerlo, pero se sintió ridículo.

Preparó la mesa sólo para él, fue a la cocina, posó la mano en la manija del frigorífico pensando todavía en Adriana, y experimentó una fugaz sacudida.

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