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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (23 page)

BOOK: Ardores de agosto
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Puso la mesa en la galería. Llevó a la mesa aceitunas, apio, queso
caciocavallo
y seis platos: anchoas, chipirones, pulpitos, jibias, atún y caracoles de mar, cada uno aliñado de una manera distinta. En la nevera aún quedaron cosas para comer.

Después se duchó, se cambió y decidió llamar a Livia; sentía la necesidad de oír por lo menos su voz. ¿Tal vez para blindarse con vistas a la llegada de Adriana? Le contestó la habitual voz femenina grabada, diciéndole que el teléfono al que llamaba podía estar apagado o no disponible.

¡No disponible! ¿Qué coño quería decir?

Pero ¿por qué Livia se le negaba precisamente cuando él más la necesitaba? ¿Sería posible que no captara el SOS que le estaba enviando? ¿Quizá la señorita se hallaba entretenida con las distracciones, mejor dicho, las diversiones que le ofrecía el primo Massimiliano?

Mientras se iba enfureciendo por momentos sin saber si por un ataque de celos o por el orgullo herido, llamaron a la puerta. No logró moverse. Segundo timbrazo, más prolongado.

Finalmente fue a abrir, con unos andares a medio camino entre los del condenado a muerte conducido a la silla eléctrica y los del quinceañero en su primera cita amorosa, empapado de sudor.

Adriana, vestida con vaqueros y camiseta, lo besó suavemente en la boca, casi como si entre ambos reinara una confianza de mucho tiempo, y entró en la casa rozándole el cuerpo.

Pero ¿cómo era posible que con el bochorno que hacía aquella chica siempre irradiara frescor?

—¡Me ha costado, pero he conseguido venir! ¿Sabes que estoy un poco emocionada? Déjame ver.

—¿Qué?

—Tu casa.

La recorrió detenidamente, habitación por habitación, como si tuviera que comprarla.

—¿Tú en qué lado duermes? —le preguntó delante de la cama.

—En ése. ¿Por qué?

—Nada. Simple curiosidad. ¿Cómo se llamaba tu novia?

—Livia.

—¿De dónde es?

—De Génova.

—Enséñame una foto.

—¿De quién?

—De tu novia, ¿no?

—No tengo.

—Vamos, no me lo creo.

—Es verdad, no tengo ninguna.

—¿Y eso por qué?

—Pues no sé.

—¿Dónde está ahora?

—No está disponible —se le escapó.

Adriana lo miró perpleja.

—Está navegando en un barco con unos amigos —explicó. ¿Por qué no le decía la verdad?—. He preparado la mesa en la galería, ven —dijo para distraer su atención de aquel delicado tema.

Al ver la mesita puesta, Adriana se sorprendió.

—Me gusta comer, pero tantas cosas… ¡Dios mío, qué bonito es todo esto!

—Siéntate tú primero.

Adriana se sentó en el banco, pero se desplazó tan poco que Montalbano, para colocarse a su lado, tuvo que pegarse prácticamente a ella.

—No me gusta —dijo Adriana.

—¿Qué?

—Estar así.

—Tienes razón, estamos demasiado estrechos. Pero si te desplazas un poco más hacia…

—No me has entendido. No me gusta comer sin mirarte.

Montalbano fue por una silla y se sentó delante de ella.

Él también se sentía más a gusto a cierta distancia.

Pero ¿cómo era posible que tan entrada la noche hiciese todavía tanto calor?

—¿Me sirves un poco de vino?

Era un blanco fuerte y helado. Te bajaba por la garganta que era un gusto. En el frigorífico tenía otras dos botellas.

—Antes de empezar, he de preguntarte una cosa que me interesa saber —dijo el comisario.

—No tengo novio. Y ahora mismo no salgo con nadie.

Él la miró perplejo.

—No era eso lo que… no pretendía… ¿Tú conoces personalmente a Spitaleri?

—¿Al constructor? ¿Al que salvó a Rina del ataque de Ralf? No, jamás lo conocí.

—¿Y eso? Tú y tu hermana vivíais a pocos metros de su obra.

—Es verdad. Pero, mira, en aquella época yo estaba más con mis tíos de Montelusa que con mis padres en Pizzo. No, jamás lo conocí.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Y después? ¿Durante las operaciones de búsqueda de Rina?

—Mis tíos me llevaron casi inmediatamente a Montelusa. Mis padres estaban demasiado ocupados con la búsqueda, ya no dormían, ya no comían. Mis tíos quisieron apartarme de aquella atmósfera tan agobiante.

—¿Y más recientemente?

—No creo. No fui al entierro, he evitado las entrevistas en la televisión, sólo un periódico escribió que Rina tenía una hermana, pero no especificó que éramos gemelas.

—¿Empezamos a comer?

—Claro. ¿Por qué me has preguntado por Spitaleri?

—Después te lo digo.

—Me habías dicho que había novedades.

—De eso también hablaremos después.

* * *

Estaban comiendo en silencio y mirándose de vez en cuando a los ojos cuando, de repente, Montalbano sintió que Adriana recostaba una rodilla contra las suyas. Las separó un poco y la pierna de la joven se introdujo de inmediato entre ellas. Y con la otra, le apresó una pierna y la apretó con fuerza.

Fue un milagro que al comisario no se le atragantara el vino. Pero sintió que se ruborizaba y se enfadó consigo mismo.

Después Adriana señaló los caracoles de mar.

—¿Cómo se comen?

—Hay que sacarlos con esa especie de pincho que te he puesto entre los cubiertos.

Adriana probó, pero no lo consiguió.

—Dámelo tú.

Montalbano tomó el pincho, y ella abrió la boca y se dejó alimentar.

—Muy bueno. Más.

Cada vez que ella abría los labios esperando el caracol, a Montalbano casi le daba un ataque. La botella de vino se acabó en un abrir y cerrar de ojos.

—Voy por otra.

—No —dijo Adriana, apretándole más la pierna prisionera. Pero enseguida debió de percatarse de la turbación de Montalbano y de su inquietud—. Bueno, ve —aceptó, soltándolo.

Al regresar con la botella abierta, él no se sentó en su silla sino al lado de Adriana.

Terminaron de comer y Montalbano quitó la mesa, dejando tan sólo la botella y las copas. Cuando volvió a sentarse, la joven lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Por qué te escapas?

¿Había llegado el momento de una conversación en serio? Quizá fuera mejor coger el toro por los cuernos.

—Adriana, créeme, te aseguro que no tendría el menor deseo de escapar. Me gustas como raras veces me ha ocurrido. Pero ¿te das cuenta de que entre nosotros hay una diferencia de treinta y tres años?

—Cualquiera diría que quiero casarme contigo.

—Bueno, da lo mismo. Yo ya empiezo a ser una pieza de anticuario y la verdad es que no me parece que… Alguien con una edad adecuada, en cambio…

—¿Y cuál sería el hombre con la edad adecuada? ¿Uno de veinticinco? ¿Uno de treinta? Pero ¿los has visto? ¿Los has oído hablar? ¿Sabes cómo se comportan? ¡Ésos ni siquiera saben cómo está hecha una mujer!

—Mira; yo para ti soy un deseo pasajero, mientras que tú para mí… existe el riesgo de que te conviertas en algo muy distinto. A mi edad…

—Ya basta con esa historia de la edad. Y no creas que me apeteces como podría apetecerme un cucurucho de helado. Por cierto, ¿tienes?

—¿Helado? Sí.

Lo sacó del congelador, pero no consiguió cortarlo de lo duro que estaba.

—Nata y chocolate. ¿Te vale? —preguntó Montalbano, sentándose como antes.

Y como antes, ella lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

Bastaron cinco minutos para que el helado se pudiera servir. Y Adriana se lo comió en silencio sin cambiar de posición.

Después, al retirarle el plato que tenía delante, Montalbano reparó en que la joven estaba llorando. Sintió que se le encogía el corazón. Trató de hacerle apartar la cabeza de su hombro para mirarla a la cara, pero ella opuso resistencia.

—Hay otra cosa que debes tener en cuenta, Adriana. Que hace años que estoy con una mujer a la que amo. Y que siempre he intentado serle fiel a Livia, que no está…

—Disponible —dijo ella, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos.

Debía de ocurrir lo mismo en los castillos sitiados de las guerras de antaño. Resistían mucho tiempo soportando el hambre y la sed, rechazaban a los que se encaramaban por las murallas arrojándoles aceite hirviendo, y parecían inexpugnables. Pero después, un solo golpe de catapulta lanzado con muy buena puntería derribaba de repente la puerta de hierro, y los sitiadores irrumpían en la fortaleza sin tropezar con la menor resistencia.

No disponible, la palabra clave utilizada por Adriana. ¿Qué habría percibido la muchacha en esa palabra cuando él la pronunció? ¿Su rabia? ¿Sus celos? ¿Su debilidad? ¿Su soledad?

Montalbano la abrazó y la besó. Los labios de la joven sabían a nata y chocolate.

Y fue como hundirse en los grandes ardores de agosto.

Después Adriana dijo:

—Vamos dentro.

Se levantaron abrazados, y justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

—¿Quién puede ser? —preguntó Adriana.

—Es… Fazio. Le había dicho que viniera. Lo había olvidado.

Sin una palabra, la joven fue a encerrarse en el cuarto de baño.

* * *

Nada más salir a la galería, al ver las dos copas y los dos platitos manchados de helado, Fazio preguntó:

—¿Hay otra persona?

—Sí. Adriana.

—Ah. ¿Y ahora se irá?

—No.

—Ah.

—¿Quieres una copa de vino?

—No, señor, gracias.

—¿Un poco de helado?

—No, señor, gracias.

Ciertamente, la presencia de la chica lo incomodaba.

Diecinueve

Llevaban casi una hora sentados en la galería. Pero la noche ya muy avanzada no aportaba ningún frescor. Es más, parecía que el bochorno fuera cada vez más intenso, como si en el cielo, en lugar de un gajo de luna, brillara un sol de justicia.

Cuando terminó de hablar, Montalbano miró con expresión inquisitiva a Fazio.

—¿A ti qué te parece?

—Usía querría convocar a Spitaleri a la comisaría, someterlo a un interrogatorio de esos que duran un día y una noche, y cuando ya esté hecho una piltrafa, ponerle delante de repente a la señorita Adriana, a la que él jamás ha visto. ¿Es así?

—Más o menos.

—¿Y usía cree que ése, al verse de pronto cara a cara con la hermana gemela de la chica a la que mató, se derrumbará y confesará?

—Eso espero.

Fazio torció la boca en una mueca.

—¿No te convence?


Dottore
, ese tipo es más listo que el hambre. En cuanto usía lo mande llamar a la comisaría, se pondrá en guardia, se blindará, porque de usted se espera cualquier cosa. Sí, es posible que al ver a la señorita se pegue un susto de muerte, pero no lo manifestará.

—¿O sea, que tú crees que el factor sorpresa del encuentro sería inútil?

—No, señor; el encuentro puede ser útil, pero considero un error que se produzca en la comisaría.

Adriana, que hasta entonces había guardado silencio, habló.

—Estoy de acuerdo con Fazio. El lugar es lo que no encaja.

—¿Y cuál sería el más adecuado a tu juicio?

—El otro día caí de pronto en que, después de la regularización urbanística, en el
chalet
se instalarán otras personas. Y no me pareció justo. Que en el salón donde degollaron a Rina la gente pueda estar, ¿cómo diría?, cantando, bromeando…

Emitió una especie de sollozo. Instintivamente, Montalbano apoyó una mano en la suya. Fazio se dio cuenta, pero no mostró sorpresa. Adriana se recuperó.

—He decidido hablar con papá.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero proponerle la venta de nuestra casa de Pizzo y la compra del
chalet
. De esta manera nadie vivirá en el apartamento ilegal y éste quedará libre en memoria de mi hermana.

—¿Y adónde quieres ir a parar con eso?

—Acabas de hablar del contrato exclusivo con Spitaleri para la reforma del
chalet
. Bueno, pues mañana voy a la agencia y le digo al señor… ¿Cómo se llama?

—Callara.

—Le digo a Callara que queremos comprar el
chalet
, antes incluso de que se conceda la regularización. De todos los trámites y gastos de la legalización nos encargaremos nosotros, correrán de nuestra cuenta. Le explicaré nuestros motivos y que estamos dispuestos a pagar bien. Lo convenceré, estoy segura. Luego le pido que me entregue las llaves del apartamento de arriba y que me recomiende a alguien para la reforma del apartamento ilegal. Al llegar a este punto, Callara no tendrá más remedio que facilitarme el nombre de Spitaleri. Le pido que me dé su número de teléfono y…

—Espera un momento. ¿Y si Callara quiere acompañarte?

—No lo hará si no le digo exactamente cuándo voy a ir. No puede estar dos días a mi disposición. Además, creo que juega a nuestro favor el hecho de que nosotros tengamos una casa a pocos metros del
chalet
.

—¿Y después?

—Después llamo a Spitaleri y lo convoco en Pizzo. Si consigo que se reúna conmigo abajo, en el salón donde mató a Rina, y él me ve allí por primera vez…

—¡Pero tú no puedes permanecer a solas con Spitaleri!

—No estaré sola si tú te escondes detrás de los marcos de ventana…

—¿Y usted cómo sabe que en el salón hay unos marcos? —preguntó rápidamente Fazio, que no dejaba de ser un buen policía ni aun estando en una casa amiga.

—Se lo dije yo —cortó Montalbano.

Se hizo el silencio.

—Tomando todas las precauciones —dijo al cabo el comisario—, la cosa quizá sea factible…


Dottore
, ¿puedo hablar con entera libertad? —preguntó Fazio.

—Pues claro.

—La propuesta, con todo mi respeto hacia la señorita, no me gusta.

—¿Por qué? —preguntó Adriana.

—Es muy peligrosa, señorita. Spitaleri se mueve siempre con una navaja en el bolsillo y es un hombre capaz de cualquier cosa.

—Pero si Salvo también está allí, creo que…

Fazio tampoco se sorprendió de aquel «Salvo».

—Sigue sin gustarme. No es justo que la pongamos en peligro.

Pasaron media hora más discutiendo. Al final, quien tomó la decisión fue Montalbano.

—Haremos lo que propone Adriana. Para más seguridad, tú estarás también en las inmediaciones, Fazio, puede que con otro de los nuestros.

—Como quiera usía —se rindió el agente.

Luego se levantó, se despidió de Adriana y se encaminó hacia la puerta seguido por Montalbano. Pero antes de salir, miró a los ojos al comisario.

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