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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (22 page)

BOOK: Ardores de agosto
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¿Cómo era posible? Estaba claro que el frigorífico no funcionaba bien, era peligroso, había que comprar otro.

Pero ¿cómo? ¿Tenía todavía la mano sobre la manija y ya no experimentaba la sacudida? Entonces ¿no había sido una sacudida eléctrica sino algo que tenía dentro, un cortocircuito en la cabeza?

¡La sacudida había ocurrido mientras pensaba en Adriana! ¡Era por algo que había dicho ella!

Regresó a la galería.

Y de pronto acudieron a su mente las palabras de Adriana. Se levantó de un salto, cogió los cigarrillos, bajó a la playa y empezó a pasear por la orilla del mar.

Tres horas después ya se había terminado el tabaco y las piernas le dolían de tanto caminar. Regresó a casa y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada. Se lavó, se afeitó, se puso de punta en blanco y se bebió una buena taza de café. A las cuatro menos cuarto se marchó en el coche.

A aquella hora circularía muy fresco. Y a su velocidad habitual, sin necesidad de hacer carreras a lo Gallo.

Iba al encuentro de una esperanza. Tan sutil, tan etérea, que habría bastado un soplo para que se desvaneciera por completo. Digamos mejor: iba al encuentro de una idea insensata.

Llegó a Punta Raisi cuando ya eran casi las ocho de la mañana. Había invertido el mismo tiempo que tardaba un conductor normal en un trayecto de ida y vuelta. Pero había sido un viaje tranquilo, no había pasado calor y no había tenido ocasión de pelearse con otros automovilistas.

Aparcó y bajó. Se respiraba mejor que en Vigàta. Lo primero que hizo fue dirigirse al bar: un
espresso
doble corto. Después se presentó en la comisaría del aeropuerto.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está el
dottor
Capuano?

Cada vez que iba allí para recibir o despedir a Livia, le hacía una visita a Capuano.

—Acaba de llegar. Puede entrar, si quiere.

Llamó con los nudillos y entró.

—¡Montalbano! ¿Esperas a tu novia?

—No; he venido para pedirte que me eches una mano.

—A tu disposición. Dime.

Montalbano se lo explicó.

—Eso exigirá un poco de tiempo. Pero tengo a la persona apropiada. —Y llamó—: ¡Cammarota!

Era un treintañero muy moreno, con unos ojos que le brillaban de inteligencia.

—Ponte a disposición del
dottor
Montalbano, que es amigo mío. Podéis quedaros aquí y utilizar mi ordenador; total, yo tengo que irme a presentar un informe al jefe superior.

Permanecieron encerrados en el despacho de Capuano hasta el mediodía, consumiendo dos cafés y dos cervezas por barba. Cammarota resultó muy hábil y competente, se puso en contacto con los ministerios, aeropuertos y compañías aéreas. Al final, el comisario supo todo lo que quería saber.

Cuando volvió al coche, empezó a estornudar, efecto retardado del aire acondicionado.

A medio camino vio una
trattoria
delante de la cual había aparcados tres camiones, señal inequívoca de que allí se comía bien. Tras pedir, fue a hacer una llamada.

—¿Adriana? Soy Montalbano.

—¡Oh, qué bien! ¿Has decidido someterme a un tercer grado?

—Tengo que verte.

—¿Cuándo?

—Esta noche sobre las nueve en Marinella. Cenamos en mi casa.

—Espero conseguir organizarme. ¿Hay alguna novedad?

¿Cómo lo había adivinado?

—Creo que sí.

—Te quiero.

—No le digas a nadie que vas a mi casa.

—¡Está claro!

Inmediatamente después llamó a comisaría y pidió que le pasaran a Fazio.


Dottore
, pero ¿dónde está? Esta mañana he estado buscándolo porque…

—Ya me lo dirás después. Yo estoy regresando de Palermo y tengo que hablar contigo. Nos reuniremos en la comisaría a las cinco. Líbrate de todos los compromisos, por lo que más quieras.

La
trattoria
tenía un enorme ventilador de techo que fue un gran alivio y le permitió permanecer sentado sin que la camisa y los calzoncillos se le pegaran. Tal como esperaba, comió muy bien.

Al subir de nuevo al coche pensó que si a la ida la esperanza era tan tenue como un hilo de telaraña, ahora a la vuelta ya era tan gruesa como una cuerda. Una cuerda de ahorcado.

Se puso a cantar, desentonando de mala manera, el
O Lola
de la ópera
Caballería rusticana
.

Al llegar a Marinella se duchó, se cambió de ropa y salió enseguida para dirigirse a la comisaría. Se notaba febril, ansioso, cualquier cosa lo molestaba.


¡Dottori
, ah,
dottori
! Tilifonió…

—Me importa un carajo quién haya telefoneado. Mándame enseguida a Fazio.

Encendió el pequeño ventilador. Fazio se presentó en un santiamén, devorado por la curiosidad.

—Entra, cierra la puerta y siéntate.

Fazio obedeció y se sentó en el borde de la silla, con los ojos clavados en el comisario como un perro de caza.

—¿Sabes que ayer hubo una huelga en Punta Raisi que obligó a cancelar muchos vuelos?

—No lo sabía,
dottore
.

—Yo me enteré por el telediario regional —mintió; no quería decirle que se lo había contado Adriana.

—Vale,
dottore
. ¿Y quién no hace una huelga? Pero ¿eso qué tiene que ver con nosotros?

—Tiene que ver, vaya si tiene que ver.

—Comprendo. Usía se está alargando porque quiere que me cueza a fuego lento.

—¿Y tú cuántas veces haces lo mismo conmigo?

—Bien, señor, pero ahora que ya se ha tomado la revancha, dígame.

—Bueno, pues me enteré de esa huelga pero no presté atención. Sin embargo, al cabo de un rato, cierta suposición comenzó a adquirir forma en mi cabeza. Empecé a pensarlo, y de pronto lo vi todo muy claro. Con una claridad meridiana. Y entonces, a primera hora de la mañana decidí desplazarme a Punta Raisi. Quería comprobar si la suposición inicial se confirmaba.

—¿Y se confirmó?

—Totalmente.

—¿Y entonces?

—Entonces significa que conozco el nombre del asesino de Rina.

—Spitaleri —dijo Fazio con toda tranquilidad.

Dieciocho

—¡Pues no! —exclamó Montalbano irritado—. ¡Tú no puedes joderme el efecto! ¡Así no vale! ¡El nombre debía decirlo yo! ¡Has de tenerle un poco más de respeto a un superior!

—Ya no diré nada más —prometió Fazio.

Montalbano se calmó, pero Fazio no supo si se había enfadado en broma o en serio.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?


Dottore
, usía ha ido a Punta Raisi en busca de una confirmación. Hasta que se demuestre lo contrario, Punta Raisi es un aeropuerto. Bueno, entre los presuntos sospechosos, ¿quién tomó un avión? Spitaleri. En cambio, Angelo Speciale y su hijastro Ralf se fueron en tren. ¿Es así?

—Es así. Entonces, al enterarme de esa huelga, me dije que nosotros siempre habíamos dado por buena la coartada de Spitaleri. Y después supe que, en su momento, los compañeros de Fiacca que se encargaban de la desaparición presionaron mucho a Spitaleri y éste salió del apuro con la historia del viaje a Bangkok. Yo creía que lo habían comprobado. Por eso nosotros jamás le pedimos que nos diera una prueba de que aquel día en concreto había emprendido efectivamente un viaje con destino a Bangkok.

—Pero una confirmación indirecta sí la hay,
dottore
: Dipasquale y la secretaria recibieron una llamada suya efectuada desde una escala intermedia. Y yo estoy convencido de que dicha llamada existió.

—¿Y quién te dice que la hizo desde una escala? Si tú me llamas mediante telefonía automática desde un teléfono público o desde un móvil, a mí no me consta desde dónde llamas. Puedes decirme que estás en la discoteca Ambaradam de Milán o en el Círculo Polar Ártico y yo no tengo más remedio que creerte.

—Es verdad.

—Por eso me fui a la comisaría de Punta Raisi. Han sido amabilísimos. Hemos tardado cuatro horas, pero he dado en el blanco. Aquel doce de octubre caía en miércoles. El vuelo de la Thai despega de Roma Fiumicino a las catorce y quince. Spitaleri se dirige a Punta Raisi para tomar un vuelo de Palermo a Roma y llegar con tiempo para el otro avión. Pero ya en Punta Raisi se entera de que el aparato que tiene que llevarlo a Roma saldrá con dos horas de retraso por causas técnicas. Por consiguiente, no podrá tomar el vuelo con destino a Bangkok. De esta manera, se queda bloqueado en Punta Raisi. Consigue que le cambien el billete para el día siguiente. El perjuicio no es grave, pues el vuelo de la Thai del jueves sale a las catorce cuarenta y cinco. Hasta aquí, vamos sobre seguro.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que podemos documentar lo que te he dicho. Ahora hago una suposición: Spitaleri, no teniendo nada que hacer en Palermo, regresa a Vigàta. Creo que tomó la carretera de Trapani, que para llegar aquí lo obliga a pasar primero por Montereale. Entonces decide ir a comprobar si en Pizzo ya han terminado los trabajos. Ten en cuenta que la decisión de cubrir definitivamente el apartamento ilegal al día siguiente la toma Dipasquale, y por eso Spitaleri no sabía nada al respecto. Cuando llega, ya no encuentra a nadie, ni a los albañiles ni a Speciale con Ralf. Pero observa que el apartamento ilegal no se ha cubierto y todavía se puede acceder a su interior. En este punto, y es la suposición más atrevida que hago, ocurre que ve a Rina en las inmediaciones. Y se le pasa por la cabeza la idea de que él, allí y en ese momento, no existe.

—¿Cómo que no existe?

—Piensa un poco. A esa hora Spitaleri no podía estar en Pizzo. Para todo el mundo, se encontraba en pleno vuelo rumbo a Bangkok, y a Vigàta aún no había llegado. ¿Qué mejor ocasión? Entonces llama al despacho con el móvil. Y de esta manera confirma su coartada. Le parece que todo está en regla, pero comete un error de bulto.

—¿Cuál?

—Precisamente la llamada. Se ve que Spitaleri no iba a Bangkok desde hacía por lo menos tres meses, porque a partir de julio los vuelos de la Thai eran directos y ya no hacían escalas.

—¿Y después qué sucedió según usted?

—Recuerda en todo momento que me muevo en el campo de las hipótesis. Sabiendo que se encuentra a salvo, aborda a Rina, y al ver que la chica no está por la labor, saca la navaja que siempre lleva consigo y con la cual ya amenazó a Ralf, tal como nos ha dicho Adriana, y la obliga a bajar al apartamento subterráneo. El resto ya puedes imaginarlo.

—No. No quiero imaginarlo.

—Y eso explica también el contrato.

—¿El de Speciale?

—Exactamente. El que firma con Speciale para restaurar el
chalet
después de la regularización. Había algo que no me convencía, eso de que Speciale no pudiera recurrir a ninguna otra empresa. Significaba que Spitaleri quería estar más que seguro de que sería él quien desenterrara el apartamento ilegal, puesto que así tendría ocasión de deshacerse del baúl con el cadáver. Es una idea que se le ocurre durante su permanencia en el extranjero, y por eso, nada más llegar, corre a ver a Speciale, confiando en que éste se encuentre todavía en Vigàta. ¿Te cuadra?

—Me cuadra.

—A tu juicio, ¿qué tengo que hacer?

—¿Cómo que qué tiene que hacer? Mañana por la mañana va a ver al
dottor
Tommaseo, le cuenta toda la historia y…

—… me dan por culo.

—¿Por qué?

—Porque, tratándose de alguien tan vinculado a Spitaleri, Tommaseo actuará como si pisara uva. Más aún: tropezará con abogados que se lo comerán crudo. Tocar a Spitaleri significa tocarle los cojones a demasiada gente, mafiosos, honorables diputados y alcaldes. A su alrededor hay muchos intereses.

—Dottore
, a Tommaseo puede que lo pierdan las mujeres, pero en cuanto a honradez…

—¡A Tommaseo se lo pasan por la piedra! Si quieres, te adelanto la línea de defensa de Spitaleri:

»—Pero la mañana del doce de octubre mi cliente salió de Punta Raisi a bordo de un aparato anterior al que sufrió la avería.

»—Sin embargo, ¡entre los nombres de los pasajeros de los vuelos anteriores no figura el de Spitaleri!

»—¡Pero sí figura el de Rossi!

»—¿Y quién es ese Rossi?

»—Un pasajero que renunció al vuelo, lo que permitió que Spitaleri saliera con antelación y tomara el avión con destino a Bangkok.

—¿Me permite que yo interprete el papel de Tommaseo,
dottore
?

—Pues claro.

—¿Y cómo explica la llamada telefónica desde la escala que no existía? —Fazio formuló la pregunta y miró al comisario con aire triunfal.

Montalbano sonrió.

—¿Sabes cómo te contesta el abogado? Así: «¡Pero si mi cliente llamó desde Roma! ¡Aquel día el vuelo de la Thai despegó a las dieciocho treinta y no a las catorce quince!»

—¿Es cierto que salió a esa hora?

—Lo es. Sólo que Spitaleri ignoraba que se iba a producir ese retraso. Él ya se imaginaba el avión volando con destino a Bangkok.

Fazio adoptó una expresión dubitativa.

—Claro que si planteamos la cosa de esta manera…

—¿Ves como tengo razón? Corremos el riesgo de volver a meter la pata después de lo del albañil árabe.

—Pues entonces, ¿qué propone usted que hagamos?

—Es imprescindible conseguir una confesión.

—¡Se dice pronto!

—Tampoco está claro que con la confesión consigamos enviarlo a la cárcel. Dirá que se la hemos arrancado por medio de torturas y palizas. La confesión es lo mínimo para poder llevarlo ante un tribunal.

—Sí, pero ¿cómo lo hacemos?

—Una media idea sí tengo.

—¡¿De verdad?!

—Sí. Pero aquí no quiero hablar. ¿Podemos vernos esta noche en Marinella sobre las diez y media?

* * *

Llegó a Marinella a las ocho. Lo primero que hizo fue salir a la galería.

No soplaba la menor brisa, el aire semejaba un pesado manto arrojado sobre la tierra. El calor absorbido por la arena a lo largo del día empezaba a evaporarse, acrecentando la sensación de bochorno y humedad. El mar parecía muerto, la espuma blanca de la resaca era una especie de baba.

El nerviosismo provocado por la visita de Adriana y por lo que tendría que preguntarle lo estaba haciendo sudar como en una sauna.

Se desnudó y se dirigió en calzoncillos al frigorífico. Se quedó pasmado. Recordó que no miraba dentro desde que Adelina le dijera que le prepararía comida para dos días.

Aquello no era un frigorífico sino un rincón del mercado de la Vucciria de Palermo. Aspiró el aroma de un plato tras otro, todo todavía tan fresco como recién hecho.

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