Se decía que esos bárbaros orientales habían tenido la osadía de enviar embajadas a varias ciudades e islas para pedir agua y tierra en nombre de su rey. El año en que cumplí siete primaveras, los acontecimientos de la Polis estuvieron marcados por las luchas intestinas entre los dos reyes, y la sociedad estaba dividida entre los partidarios de uno o de otro. Demarato intentaba contrarrestar en las asambleas la animadversión que Cleómenes tenía contra los habitantes de la isla de Egina, que habían entregado una ofrenda de agua y tierra a los embajadores persas por cobardía. Demarato era más paciente, y creía primordial que todos los pueblos de la Hélade se coaligaran para hacer frente a la invasión de los persas antes que lanzar amenazas inútiles.
Fue esta división de opiniones entre los dos gobernantes la que ocasionó un cambio drástico en la vida de mi familia.
500 a.C.
El tiempo pasa lento pero de modo inexorable en Esparta. A los fríos de invierno, que combatimos con el fuego del hogar y los braseros de bronce que encendemos al atardecer, les siguen la temporada de las lluvias que deja las piedras relucientes y deslizantes, los prados llenos de vida verde y los corazones llenos de esperanza. Entonces, salíamos con el abuelo a buscar caracoles o a oler la tierra mojada. Él decía que así se ensanchaban los pulmones y Polinices y yo le imitábamos en los ejercicios que hacía cada mañana, mientras Helios, ardiente al igual que la fragua de Hefesto, pugnaba por salir entre las brumas.
Antes de la cosecha del siguiente verano tuvo lugar uno de los acontecimientos más importantes de mi infancia. Por primera vez, y con casi siete años, iba a abandonar Esparta y sus aldeas para acompañar a padre a Giteo, nuestro puerto natural, donde desemboca el Eurotas, distante de la polis unos ciento ochenta estadios, lo que equivale a un día de viaje a caballo. El motivo del pequeño viaje era comprar en el mercado de Giteo, pues algunos barcos lograban sortear las naves persas que patrullaban por el Egeo y el golfo de Laconia y arribar a nuestro puerto. Sin embargo, yo desconocía el verdadero motivo del viaje: padre tenía una misión secreta, la de entregar, como emisario de Demarato, unas cartas a ciertos agentes que mantenían relación con Atenas y otras Polis.
Al amanecer marchamos a lomos de un caballo hacia Giteo. Me senté en la grupa, delante de padre, que me rodeó con su brazo mientras tomaba las riendas. Alexias quedó al cuidado de Neante y se despidió de nosotros agitando la manita. Había empezado ya a decir las primeras palabras que llenaron de orgullo a padre y al abuelo, quien reía a carcajadas al oírle decir
caca
señalando cualquier persona o utensilio. Para Alexias, las flores eran
caca
, la mesa era
caca
, el abuelo era
caca
, todo era
caca
. Y lo decía así, sin rubor alguno.
Seguimos el curso del Eurotas hacia el sur. El cauce del río estaba sembrado de pequeñas barcas que hacían del curso fluvial su camino hacia el puerto que se abre al Egeo. Nunca había visto el mar, aunque me habían hablado de él como de un infinito campo de cebada lleno de agua salada. Allí, en un abismo, mora Poseidon, en un palacio bajo las aguas de Eubea. Es un dios de cólera terrible que hiende los mares con su tritón para provocar terremotos. En sus espaciosos establos, se dice, tiene caballos de espuma blanca con cascos de bronce y crines de oro, y también un carro precioso, de oro macizo. Cuando el carro se acerca, las tormentas cesan y los monstruos marinos saltan en derredor.
En mi inocencia infantil, le pregunté a padre si tendríamos oportunidad de ver al dios o al menos sus caballos de espuma. Padre rió con ganas y me explicó lo que es una metáfora, y yo comprendí que padre era una persona con mucho conocimiento de las cosas porque el abuelo se las había enseñado al igual que a mí.
Cabalgamos por el camino en el que zumbaban las abejas y aspiramos el oloroso tomillo y el saludable romero, que crecían entre las piedras mientras el polvo se levantaba y brillaba a nuestro paso. Parecía que voláramos en un aura de oro, acompañados del mismo Helios en su carro tirado por Flegonte, Aetón, Pirois y Eoo, sus caballos de fuego.
Accedimos a la ciudad tras rebasar una colina salpicada de cipreses y ante mí se ofreció un espectáculo que me dejó admirada. Donde terminaba la costa rocosa empezaba una superficie lisa y brillante como un escudo recién bruñido. Las aguas chispeaban de un blanco más puro que el mármol de Paros que esculpen los grandes artistas. Imaginé a los corceles blancos del dios que rompían contra las rocas en forma de crestas caprichosas de agua y sal. Muy lejos, en mitad de la superficie, se puede divisar en días claros —y ése lo era— la isla de Citera, a la que habían huido Paris y Helena al embarcarse, hacia Troya.
Giteo es una población mucho más pequeña que Esparta. Sus concurridas callejuelas huelen a pescado y a salazón. Nunca había visto tal extensión de barcazas para transportar mercancías. Allí se congregaban gentes de todos los puertos de la Hélade y de más allá del Egeo, y podían oírse extrañas lenguas habladas por marineros de rostros curtidos al sol. Había incluso grandes embarcaciones de cincuenta remos, de Focea, la tierra firme frente a la costa de Quios. Algunos barcos reposaban en el muelle, panza arriba, como monstruos marinos de oscuras barrigas que tomaban el sol mientras esperaban para ser calafateados con brea.
Me maravilló su parte más importante, que es el mercado pegado al puerto. El muelle estaba plagado de entoldados donde se compraban y vendían los más variados productos que llegaban de las islas: cobre de Chipre, estaño de Esparta, vino de Creta, objetos pintados de Corinto, esponjas y marfil africanos. Desde allí se exportaba vino, quesos, miel, atún, pescado salado o ropa bordada en hilo. Allí, un mercader cretense mostraba unas ánforas y cerámicas decoradas con motivos marinos, allá un fenicio cantaba las excelencias de sus perfumes y los poderes de sus piedras preciosas engarzadas en oro. Más allá, una mujer freía salmonetes, otra leía las palmas de las manos y un hombre esculpía una sencilla estela funeraria con la figura de un hoplita y su hijo junto a un tosco olivo.
En el mercado compramos una piedra de afilar, una crátera nueva para las fiestas de las Jacintias pues en las anteriores se había roto la antigua (con gran disgusto del abuelo, porque había sido decorada por el taller del gran Eufronios), algunas telas para confeccionar sábanas y unos ungüentos para heridas que padre guardó en las alforjas de cuero que llevaba sobre su manto. Pagó con barritas de hierro que los comerciantes aceptaron a regañadientes. En Esparta no usamos las monedas de materiales nobles que acuñan otras Polis, sólo barras de hierro u otros metales. Al terminar, me llevó trente a un puesto lleno de baratijas y piedras de formas caprichosas donde había pequeñas esculturas de Tanit, diademas egipcias y collares de ámbar con bolitas de oro y cierres dorados con dos serpientes entrelazadas.
—Escoge algo para ti, gacelilla —me dijo padre.
Mis ojos no cabían en sí de contentos y revoloteaban por encima ile todos los amuletos y las piedras de colores al igual que las mariposas sobre los campos de cebada en primavera. Podía escoger una figurilla de la diosa Artemisa armada con un arco, porque es la protectora de los niños y de todos los animales que maman. Estaba tallada en ámbar trasparente del color de la miel. Sin embargo, me gustó más una estrella hecha en lapislázuli brillante que combinaría mejor en mi cabello, de color entre el bronce y la cebada. He de decir que, si no recuerdo mal, también la figurilla de un caballito de mar me había encandilado, pero era más cara. No sabía qué escoger, porque el hábil mercader me mostró luego un collar de la bella Afrodita que se ceñía la túnica con un cinturón de oro puro. Mientras me decidía, padre entró en una taberna.
—No te muevas de aquí —me dijo desde la puerta—, ahora regreso.
Comprobé entonces, por primera vez en mi vida, que un hombre desaparece cuando más se le precisa, porque yo en ese momento necesitaba su consejo para decidirme o, al menos, para contrastar con él cuál de los dos amuletos me quedaría mejor colgado al cuello.
Le seguí con la mirada y vi a través de la ventana del pequeño local cómo se sentaba delante de un hombre desarrapado, de ojos saltones y barba entrecana, que llevaba el pelo largo y anudado detrás de la cabeza en una coleta. El desconocido sostenía un vaso y sorbía de él mientras hablaban en lo que me parecieron cuchicheos. En cierto momento, mi padre sacó algo de las alforjas que llevaba colgadas al cuello y se lo entregó a ese tipo. Era una tablita con algo escrito en ella. El hombre lo leyó detenidamente y después, mirando a todos lados, la lanzó al fuego que ardía en un rincón.
Mientras esperaba fuera, me fijé en unos marinos que jugaban a un curioso juego en el pórtico de la pequeña taberna. Tenían unas piedrecillas de colores con las que llenaban unas líneas grabadas en la baldosa. Jugaban y hablaban de los viajes que habían realizado a oriente para entregar las mercancías que los persas custodiaban en grandes almacenes de la costa, a los que no paraban de llegar barcos cargados de cuerdas, bronce o madera de cornejo para las lanzas.
Entonces, una sombra oscureció la pared encalada de la taberna y oí a mis espaldas:
—¿Qué hace una pequeña y bella espartana sola en este mercado?
Me volví y vi a un guerrero alto y fornido. Llevaba sobre los hombros una capa escarlata, el cabello largo trenzado y una pequeña cicatriz en el mentón. El hombre inició una sonrisa franca y sincera y, al hacerlo, enseñó una perfecta hilera de dientes tan blanca como la leche recién ordeñada. Estaba muy bronceado; seguro que había pasado muchos días de navegación y acababa de atracar en Giteo. Sus facciones eran iguales que las de nuestra estatua de Apolo en Amidas, que tantas veces había admirado en su templo. Me quedé helada como si el mismo dios, alimentado con néctar y ambrosía, cargado con las armas que realizara Hefesto para él, hubiera descendido de los cielos frente a mí.
—Mi padre está aquí —respondí sonrojada.
—¿Tu padre? —se interesó, y sus ojos salieron disparados cual venablo hacia el interior de la taberna—. ¿Cómo se llama tu padre?
En ese momento dudé, porque nunca me he fiado de los desconocidos, pero nada tenía que temer de un espartano que podía ser amigo de padre, o incluso compañero de su
Systia
y, además, tan guapo y sonriente.
—Eurímaco, hijo de Laertes —le respondí—. ¿Y tú?
El hombre me sonrió y enseguida se dio la vuelta para regresar por donde había venido.
—Salud y feliz día —me respondió.
Luego, como si hubiera visto a la Parca que viniera a buscarle, se diluyó entre la muchedumbre que abarrotaba las calles del mercado. Yo estaba desconcertada y miraba hacia los toldos del mercado, por donde había desaparecido. Padre salió de la taberna un poco después.
—¿Ya has escogido, Aretes? —me preguntó.
Cuando estoy nerviosa me sudan mucho las manos o me tiembla el mentón, y padre percibió enseguida al verme que algo no iba bien.
—¿Qué te ocurre?
—Alguien ha preguntado por ti —respondí.
—¿Quién? —quiso saber con el semblante muy grave.
Le conté lo que acababa de suceder y le describí al guerrero. Padre dio un respingo, miró a todos lados y me cogió del hombro para que no me separara de él. En ese momento salió de la taberna el hombre con quien se había entrevistado. Padre le hizo un gesto con la cabeza y el desconocido se esfumó entre la multitud. Nosotros regresamos al tenderete de los amuletos y, tras regatear un buen rato, finalmente escogimos la estrella de lapislázuli, más barata que la Artemisa de ámbar. Padre me colgó el amuleto del cuello y emprendimos el camino de retorno a Amidas.
Durante el camino de vuelta no dejé de juguetear con mi regalo y de repetirle cuánto me gustaba. Pero padre estaba muy preocupado y me explicó entonces las disputas sostenidas entre los dos reyes. Demarato tenía frecuentes discusiones con Cleómenes.
—Demarato —me explicó mi padre— no es partidario de los persas, sin embargo es más prudente y más hábil negociador que Cleómenes. Tampoco quiere dar agua y tierra a los persas en señal de sumisión, aunque siempre ha creído más inteligente retrasar la guerra hasta que todas las ciudades, ahora divididas, se agrupen para enfrentarse al persa. El hombre con quien me has visto en la taberna es un agente de Demarato, y el que te ha interrogado en el mercado, un miembro de la guardia de Cleómenes.
A la mañana siguiente, al despuntar el día, el abuelo y padre recibieron una visita que les impresionó, la de un fuerte guerrero de anchos hombros y barba negra bien peinada que llegó galopando sobre un blanco corcel. Los dos mantuvieron con él una larga y secreta conversación en el soportal de nuestra casa. Al terminar, ambos tenían en el rostro signos visibles de preocupación, como si la cosecha de ese año se hubiera agostado.
El mensajero con el que padre se había entrevistado en Giteo el día anterior había sido encontrado flotando en uno de los canales del muelle, con señales evidentes de tortura: le habían sacado los ojos y le habían cortado la lengua y los genitales.
Yo supe, tiempo después, que aquel joven guerrero de mirada fiera, barba negra y brazos poderosos que había visitado a mi padre era Leónidas, nuestro futuro rey, y que el hombre que me había interrogado en el mercado de Giteo se llamaba Nearco. Afortunadamente, yo había visto cómo el mensajero con el que padre se había entrevistado en la taberna había quemado el mensaje que padre le había entregado. Para Cleómenes y sus partidarios, realizar cualquier tipo de gestión a favor de Demarato a sus espaldas era considerado traición.
El día siguiente era festivo en casa, pues celebrábamos el aniversario del abuelo. En días como ése, cocinábamos, sin que él lo supiera, su plato favorito: las berenjenas rellenas con carne de cabrito, porque cada año era una sorpresa que recibía con aplausos y risas infantiles. Muchos griegos tienen miedo de las berenjenas. Creen que son poco digestivas o pueden ser causa de locura. Por eso se usan a veces sólo como adorno. Sin embargo, en casa las cocinamos y las comemos lentamente y son un plato delicioso. La receta es siempre la misma: seleccionamos con Neante las berenjenas del huerto que tienen mejor aspecto, las lavamos y las cortamos por la mitad y les hacemos cortes profundos. Luego, las salamos ligeramente, las pintamos con aceite de oliva y las calentamos el horno hasta que están tiernas. Con una cuchara le sacamos la carne y reservamos las pieles. Picamos cebolla y ajos, añadimos la carne picada que antes hemos salado, le damos unas vueltas y le añadimos la pulpa de la berenjena troceada. Cuando salen del horno, doradas y apetitosas, son un manjar exquisito. Las veces que las cocinábamos, el abuelo las olía nada más llegar del campo o del monte y, al entrar en casa, aplaudía, me cogía en brazos y me besaba. Durante mi infancia hubiera ayudado cada día a cocinar las berenjenas rellenas.