He de decir que su cuerpo magullado me trajo a la memoria la imagen desfigurada del hombre con el que padre se había entrevistado una semanas antes, durante nuestro viaje al puerto de Giteo, y al que habían encontrado flotando en el muelle. Se preguntará el lector por qué relaciono a ese desgraciado con el apaleamiento de Polinices. Es muy sencillo: mi hermano era muy niño para ser sometido a este ejercicio, pues llevaba sólo dos años en la
Agogé
. El único motivo de tal abuso sólo podía interpretarse en clave de venganza o advertencia hacia mi padre, al que habían descubierto tratando con alguno de los emisarios de Demarato. Giteo y las otras aldeas estaban llenas de informantes de Cleómenes, que tenía el reino apretado en su puño enfermizo.
Padre llegó corriendo desde la palestra para interrogar a los muchachos. Estaba fuera de sí. Por lo que pudo deducir, esa mañana, Lino de los oficiales de Cleómenes había substituido al
irén
de la compañía de Polinices por otro joven, de nombre Euxímenes. Algunos compañeros de mi hermano protestaron y Euxímenes les abofeteó cuando ordenó ir al grupo al bosquecillo de los robles para «realizar el entrenamiento», según dijo. Repartió unas pajitas a los muchachos y, sin saber cómo, le tocó a Polinices. Al oírlo, el abuelo y padre se intercambiaron una mirada sin decir palabra.
Comprendí que el culpable de la agresión a mi hermano era el hermano mayor de mi compañera Danae, la amiga de Pitone. Aunque no sea bonito decirlo, desde ese día tramé mi venganza contra ella. Nearco había ordenado a su hijo que sometieran a mi hermanoa una venganza que doliera a mi padre y sirviera de advertencia al resto de partidarios del rey depuesto. El rey necesitaba que los soldados se le mantuvieran fieles, y el miedo y el horror eran, a veces, los mejores modos de lograrlo. Lo que le había sucedido a Polinices era sólo un aviso para los partidarios de Cleómenes y una venganza por haber hecho alguna gestión en favor de Demarato.
Madre, con los ojos arrasados en lágrimas, se puso enseguida a curar a Polinices con la ayuda de Neante. Como mi hermano seguía inconsciente, llamamos al médico, quien le examinó el resto de la tarde y nos indicó que le pusiéramos compresas de agua fría, además de que usáramos linimentos y miel para que no se infectaran las heridas.
Ya he dicho que el corazón de mi madre era frágil y ese día su alma volvió a romperse. Resultó muy afectada al ver cómo otro de sus hijos era tratado de modo despiadado por la Polis. Primero, había sido el pequeño Taigeto y después, Polinices. Poco a poco, el estado le arrebataba todo lo que en verdad le importaba. Se sumió de nuevo en la tristeza y cayó en un pozo de muros resbaladizos. Aun así, entre ella y yo cambiábamos dos o tres veces al día las vendas a Polinices, que se debatía entre la vida y la muerte mientras deliraba en un mar de sudor. Lavábamos la sangre negra con paños templados y encima espolvoreábamos raíz de adormidera triturada, al igual que hacía el sabio centauro Quirón, maestro de Asclepio y de Aquiles. El abuelo le daba a beber vino mezclado con agua y edulcorado con miel, y le ofrecía para comer papillas de cebada con pedacitos de cerdo triturados.
Durante los días siguientes, todos nos turnamos para velar su sueño. A veces, yo entraba en silencio en su cuarto para ver cómo se encontraba y ponía mi manita en su frente, que ardía como un brasero en mitad del invierno. Otras veces, le daba de comer o ayudaba a madre a cambiarle los vendajes. Durante el día también recogía flores, y las ponía en un jarrón para hacerle la habitación más acogedora.
Al mejorar de sus heridas tuve la oportunidad de mantener largas conversaciones con él, postrado en la cama, o de leerle fragmentos de alguno de los libros del abuelo. Así conocí de su boca los ejercicios y entrenamientos extenuantes a los que eran sometidos en la
Agogé
. Me sorprendió que, a su corta edad, Polinices se mostrara ya dispuesto a morir por Esparta, con una obediencia ciega a los magistrados militares. De hecho, estaba orgulloso de haber soportado el dolor de la dura prueba. La mentalidad que le habían inculcado le había hecho ya un soldado de mente, aunque todavía no de cuerpo.
Yo no entendí cómo podía pensar así después de lo que le habían hecho, y por eso le hablé del abuelo y de padre que, aunque eran grandes guerreros, tenían ideales más elevados que únicamente los de la milicia. Le intenté explicar, con mis tiernas palabras de niña, que en esta vida no todo era muerte y destrucción, que no sólo existían Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas, o Hefesto,
el contrahecho
, dioses de la guerra y de la fragua, sino que también existían Zeus, Venus, Afrodita, Atenea de las artes y que la vida debe ser un combinado de todos ellos, como me había enseñado el abuelo en nuestros largos paseos por el campo. Él se había consagrado a Atenea, la diosa del conocimiento, y yo también. Con frecuencia me hablaba de la ciudad consagrada a esta diosa porque Atenas era, según su parecer, la ciudad más civilizada de todas, en la que el conocimiento y el ciudadano prosperaban juntos. También por ello era la ciudad más libre. Cuando años después la visité, entendí el por qué, pues el amor a la sabiduría se cultivaba en Atenas como se había cultivado en Mileto. Allí se apreciaban la cultura, la literatura, el teatro, la poesía, la música, la arquitectura, las artes y, además, según el abuelo, los atenienses no eran inferiores en la práctica de la guerra al resto de pueblos de la Hélade.
Polinices se recuperaba día a día y, una tarde, me contó que quien más se había ensañado con él en la prueba del roble era un tal Prixeos, hijo de Prixeo. Grabé en mi memoria los nombres de Prixeos y de Euxímenes, el hijo de Nearco y hermano de Danae que había ordenado el apaleamiento.
Yo regresé a la
Agogé
unos pocos días después de estos sucesos. Muchas compañeras se interesaron por mí y por mi hermano. Algunas lo hicieron por simple curiosidad y otras con signos visibles de preocupación, en especial Nausica, hija de Telamonias, quien me palmeó la espalda con la fuerza de un buey al verme regresar a los ejercicios. Tanto ella como Eleiria estaban horrorizadas e indignadas por lo que había ocurrido. También Gorgo se preocupó más de mí esos días, se desvivió en detalles y procuró distraerme con chismes y ocurrencias que había oído.
Sin embargo, mi mente se había tornado negra y, durante una semana, mi cabeza sólo barruntaba cómo vengarme de lo que le habían hecho a mi hermano. Ahora me avergüenzo de ello, pero por aquel entonces, mi corazón estaba envenenado de odio contra los que se habían ensañado contra Polinices, en especial contra el tal Euxímenes, un chico bravucón y vanidoso. Así que tramé lo siguiente: algunas niñas, especialmente Pitone y Danae, se reían a diario y con malicia de Nausica, ya que estaba más gruesa que las demás y siempre llegaba la última durante las carreras, aunque la entrenadora ya había desistido de azotarle en las nalgas, porque nada podía hacer y a ella no parecía afectarle mucho el castigo. Nausica se defendía de los insultos de las niñas crueles y, en su inocencia, les decía que ella no estaba gorda, pues en su casa sus padres y hermanos le decían que era muy hermosa.
Yo podía ser muy buena, pero también mala y despiadada, así que unos pocos días después me acerqué a Nausica con la cara más triste que jamás haya visto mujer alguna. Ella me vio y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Mi hermano —mentí— está empeorando.
Nausica era fuerte como un toro, pero su interior era igual de tierno que un brote de jacinto en primavera y se quedó muy apenada.
—Además me duele que haya sido el hermano de Danae quien ordenara que le sometieran a la prueba —le dije en un susurro mientras veía cómo su cabeza se llenaba de oscuros nubarrones—. La misma que se ríe de ti y te llama cosas horrendas. ¡Qué desgracia más horrorosa si un día a Danae —proseguí—, una piedra le aplastara un pie en la palestra!
Nausica me miró con una mirada igual a la del buey que pace serenamente en los campos y pareció no comprender. Sin embargo, dos días después, durante unos ejercicios, Danae tuvo la mala fortuna de poner un pie en el lugar exacto en el que Nausica arrojaba una gran piedra. Estuvo dos semanas sin asistir a la palestra.
Aunque no me enorgullece decirlo, esa tarde regresé más reconfortada a casa y me encontré a Polinices sentado bajo el emparrado del pórtico, junto al abuelo, comiendo trozos de melón. Había pasado buena parte del día al sol y presentaba mejor cara. Me lavé en la fuente y después me senté junto a ellos a comer algo.
—Esta tarde —me dijo Polinices— han venido a verme algunos compañeros de mi batallón y uno de ellos me ha preguntado por ti.
—¿Cómo? —Me ruboricé— ¿Por mí?
El abuelo se sonrió bajo su bien poblada barba blanca, pero hizo como si no hubiera oído y siguió cortando el fresco melón en rodajas.
—Sí, hermana. Se llama Prixias
de la cañada rota
, es hermano de una tal Eleiria —dijo Polinices sin ocultar una sonrisa.
Era la primera vez en mi vida que un chico preguntaba por mí. Yo estaba a punto de cumplir los ocho años y, si bien es cierto que a partir de la pubertad se considera que las espartanas ya estamos preparadas para engendrar guerreros, no quería pasar de ninguna manera por el rústico modo en que las humillantes ceremonias de apareamiento tienen lugar y que quizás ya describiré más adelante.
De todos modos, pensé, si el tal Prixias era hermano de Eleiria no debía ser mala persona. Su hermana era encantadora, sencilla y tierna cual corderilla. Me lo imaginé como un muchacho de ojos oscuros, mirada dulce y hombros robustos. Me quedé ensimismada, soñando con alguien a quien ni conocía, ni había visto un solo instante, hasta que cambié de tema y les dije que tenía que ayudar en la cocina a preparar la cena.
Se me hizo raro ver que el abuelo hacía compañía a Polinices. No por nada, sino porque durante los últimos días, tanto él como padre habían parado poco en casa e intuí que debían sentirse culpables de lo que había ocurrido. Las semanas anteriores, el abuelo había pasado largas horas en la falda del escarpado y hosco Taigeto. Al regresar, corría la cortina para observar a su nieto, quedándose muy quieto mientras murmuraba alguna plegaria a Asclepio. También le había visto echar granos de cebada y orar ante el pequeño altar que tenemos dedicado a Artemis.
Una de esas noches, después de la cena, el abuelo corrió la cortina donde reposaba Polinices y se sentó en su camastro. Mientras le alisaba la cabeza rapada y sudorosa oí cómo le hablaba en susurros:
—Voy a decirte algo que tú ya sabes. Polinices. El mundo no es todo alegría y color, es un lugar terrible y, por muy duro que seas, es capaz de arrodillarte a puñetazos y tenerte sometido permanentemente si tu no se lo impides. Ni tú, ni yo, ni nadie golpea más fuerte que la propia vida. No importa lo fuerte que pegues, sino lo fuerte que pueden golpearte. Lo importante es resistir mientras avanzas en mitad de esas dificultades. Hay que soportar sin retroceder, así es como se gana. Nunca digas que no estás donde querías por culpa de otro; eso lo hacen los cobardes y tú no lo eres. Tú eres capaz de todo. Ten en cuenta, hijo mío, que lo que no te mata te hace más fuerte.
Luego le besó en la frente y se despidió:
—Ahora descansa, espartano.
Mientras me dormía y oía la pesada respiración de Polinices en el cuarto contiguo, también yo recé a Asclepio de Epidauro, hijo de Apolo, para que mi hermano sanara pronto.
499 a.C.
El dios oyó mis plegarias y Polinices se recuperó de sus heridas en poco más de dos semanas. Enseguida regresó con normalidad a la
Agogé
, aunque con la espalda marcada con las cicatrices del castigo recibido. Su asunto quedó en apariencia olvidado, si bien él cojeó todavía durante unos meses. Las semanas de su convalecencia intenté prodigarme en mimar a mi madre: hacía tan sólo tres años de la pérdida de Taigeto y aún no parecía restablecida. Ella agradecía mis muestras de cariño, pero raramente dejaba traslucir emoción alguna. Permanecía como ausente, y verla así me entristecía, a pesar de que es bien sabido que los niños a todo se acostumbran.
Una tarde, al regresar del campo de entrenamientos, me lavé del polvo del camino en la fuente del patio antes de entrar en casa y recé una plegaria a la estatua de la diosa, como acostumbraba. Al entrar en mi cuarto me quedé absorta al ver mi cama, porque la colcha parecía ser de oro. Alguien había esparcido en ella mil pétalos, de distintas flores, que brillaban como el arco iris en la penumbra. Entonces sentí que un calor inundaba mi pecho. Polinices me agradecía de ese modo las semanas en que había cuidado de él. Recogí emocionada cada uno de los pétalos y los guardé en un vaso que tenía en la cómoda, junto a mi túnica para las fiestas y a la estrella azulada que padre me había regalado en Giteo. Luego, bajé cantando a la cocina para ayudar a preparar la cena.
Un mes después, el sol empezó a calentar a los lagartos que reposan sobre las piedras y llegó el día de preparar las Jacintias en honor de Apolo. Estas fiestas se celebran en nuestra aldea con la llegada de la primavera, cuando las flores estallan en mil colores y un manto dorado cubre las praderas. El año anterior había recibido de mi madre el encargo de preparar las guirnaldas de flores para las víctimas ile los sacrificios. También me habían hecho responsable, junto a otras niñas y a las ilotas, de las coronas de la procesión de los carros.
Madre estaba con el resto de las mujeres en casa de Eurímaca, terminando de bordar el quitón que sería ofrecido al dios Apolo porque, así como las atenienses bordan un manto que ofrecen a su diosa en su procesión de las panateneas, también en Esparta se sigue la tradición de bordar un manto para implorar al dios una buena cosecha. Ese año, los motivos de la túnica eran unos racimos de uva morados y unas bailarinas que danzaban alrededor de una mesa de banquetes; también pequeñas espigas y unos cuencos con ofrendas al dios, cuya figura ocupaba la parte central del manto.
Por la tarde, una vez dejamos listas las coronas y las cintas de colores en el patio de mi casa, que parecía el Olimpo por el colorido de las decoraciones, fuimos a visitar la tumba de Jacinto. En el recinto ya habían brotado las primeras flores. Nos acercamos al templo viejo por el caminito que pasa entre los robles de generosa sombra. Unos ilotas limpiaban con agua las piedras del pequeño edificio, y algunos pintores repasaban los colores de las rústicas metopas del templo con escenas de la lucha entre Lapitas y Centauros. Recuerdo como uno de los artesanos pintaba a Teseo luchando contra un gran hombre-caballo. Creo que ya he dicho que estos seres mitológicos son muy conocidos por la lucha que mantuvieron con los lapitas, habitantes de Tesalia. Embriagados por el alcohol, los centauros intentaron raptar a Hipodamía el día de su boda con Pirítoo, hijo de Ixión y rey de los lapitas. Me había explicado el abuelo que la riña entre ellos es una metáfora del conflicto entre los bajos instintos y el comportamiento civilizado. Teseo, el héroe fundador de ciudades, inclinó la balanza del lado del orden correcto de las cosas, ayudó a Pirítoo y los centauros huyeron a la selva.