Authors: Anne Rice
Debajo de los párpados inexpresivos e inertes asomaba una sutil línea blanca. De los labios exangües, entre sus dientes putrefactos y amarillentos, pendía un hilo de saliva grasienta.
Me quedé estupefacto. El temor, el odio, ninguno de esos sentimientos tenía nada que ver. Estaba asombrado, sencillamente. Me pareció algo prodigioso.
En un inopinado arrebato de furia, el maestro arrojó el cadáver del hombre a su izquierda, a las aguas del canal, en las que se sumergió con un ruido seco y burbujeante.
Luego me tomó en brazos y echó a correr. Vi las ventanas desfilar ante nosotros. Cuando nos elevamos sobre los tejados estuve a punto de gritar, pero el maestro me tapó la boca con la mano. Se movía a tal velocidad que parecía como si un motor le propulsara hacia delante o hacia arriba.
De pronto giramos como en un remolino, o eso me pareció, y al abrir los ojos, comprobé que me hallaba en una habitación que me resultaba familiar, rodeado de unas imponentes cortinas doradas. Hacía calor. En las sombras vi la reluciente silueta de un cisne dorado.
Era la habitación de Bianca, su santuario particular, su dormitorio.
—¡Maestro! —protesté temeroso y escandalizado por haber irrumpido de esta forma en la habitación de Bianca, sin anunciar nuestra visita.
Por debajo de la puerta se filtraba un pequeño rayo de luz sobre el suelo entarimado cubierto por una gruesa alfombra persa, alcanzando las plumas talladas en madera de su lecho de cisne.
Entonces oí sus pasos apresurados, dejando atrás una sutil nube de voces, que se dirigían a la alcoba para investigar el ruido que había percibido. Al abrirse la puerta, penetró una ráfaga de aire frío en la habitación. Bianca se apresuró a cerrarla. «¡Qué mujer tan valiente!», pensé.
Luego tendió la mano con pasmosa precisión y subió la mecha de la lámpara que reposaba en la mesilla de noche. Bianca se volvió y contempló a la luz de la llama a mi maestro, aunque deduzco que también me había visto a mí.
Presentaba el mismo aspecto que cuando yo la había dejado inmersa en su mundo hacía unas horas, ataviada en terciopelo dorado y sedas, su trenza recogida en la nuca para compensar el peso de sus espléndidos y voluminosos rizos que caían sobre sus hombros y su espalda.
Su pequeño rostro mostraba una expresión inquisitiva y alarmada.
—¡Marius! —exclamó Bianca—. ¿Qué hacéis aquí, en mis aposentos privados? ¿Cómo habéis entrado por la ventana y con Amadeo? ¿A qué se debe esto? ¿Acaso estáis celoso?
—No, pero deseo una confesión —respondió el maestro con voz temblorosa. Avanzó hacia ella, apuntándola con un dedo acusador y sosteniéndome de la mano como si yo fuera un niño—. Díselo, ángel mío, cuéntale lo que se oculta detrás de su fabuloso rostro.
—No sé a qué os referís, Marius. Pero me estáis enojando. Os ordeno que salgáis de mi casa. ¿Qué opinas tú de este atropello, Amadeo?
—No lo sé, Bianca —murmuré. Estaba aterrorizado. Jamás había oído temblarle la voz al maestro, ni había oído a nadie llamarle por su nombre.
—Salid de mi casa, Marius. Marchaos. Apelo a vuestra caballerosidad.
—¿Y cómo se fue tu amigo Marcellus, el florentino, el que te ordenaron que atrajeras aquí con tu hábil palabrería y al que ofreciste una bebida que contenía suficiente veneno para matar a veinte hombres?
El semblante de mi damisela mostraba una expresión seria pero no adusta. Parecía una princesa de porcelana mientras observaba a mi maestro, que temblaba de ira.
—¿Qué os importa eso, señor? —replicó Bianca—. ¿Os habéis convertido acaso en el Gran Consejo o en el Consejo de los Diez? ¿Vais a llevarme ante vuestros tribunales acusada de asesinato, maldito brujo? ¡Demostrad vuestras palabras!
Bianca se expresaba con una gran dignidad no exenta de tensión. Estiró el cuello y alzó el mentón en un gesto desafiante.
—¡Asesina! —exclamó el maestro—. Lo veo en la solitaria celda de vuestra mente, una docena de confesiones, una docena de actos crueles e impertinentes, una docena de crímenes...
—¡No tenéis derecho a juzgarme! Quizá seáis un mago, pero no sois un ángel, Marius. No con vuestros muchachitos.
Él la empujó hacia el lecho. Le vi entreabrir los labios. Vi de nuevo sus siniestros incisivos.
—¡No, maestro, no! —grité, aprovechando un descuido suyo para interponerme entre ella y él y golpearle con los puños—. No podéis hacer eso, maestro. No me importa lo que haya hecho esta mujer. ¿A qué viene esto? ¿La tacháis de impertinente? ¿A ella? ¡Y a vosotros qué os importa!
Bianca tropezó contra el lecho y se encaramó a él, colocándose de rodillas y retrocediendo hacia las sombras.
—¡Sois el mismísimo diablo! —murmuró—. Sois un monstruo. He visto sus intenciones, Amadeo, me matará.
—Deja que viva, señor, ¡o moriré con ella! —dije—. Esta mujer no constituye para mí más que una lección, pero no dejaré que la matéis.
El maestro me miró desconcertado. Estaba aturdido. Me apartó con brusquedad, asiéndome del brazo para impedir que cayera al suelo. Luego avanzó hacia el lecho, en busca de ella. En lugar de arrojarse sobre Bianca, se sentó a su lado. Ella retrocedió hacia el cabecero, extendiendo la mano en un vano intento de protegerse con los cortinajes dorados.
Era una mujer menuda, frágil, pero sus fieros ojos azules permanecían clavados en el maestro.
—Ambos somos unos asesinos, Bianca —murmuró el maestro, extendiendo la mano para aferrarla.
Yo me precipité hacia mi maestro, pero él me detuvo con la mano derecha mientras con la izquierda apartaba unos rizos que le caían a Bianca sobre la frente. Luego apoyó la mano sobre su cabeza como si fuera un sacerdote y la bendijera.
—Todo cuanto he hecho fue por pura necesidad, señor —confesó Bianca—. ¿Qué remedio tenía? —Qué valiente era, qué fuerte, como plata fina imbuida de acero—. Una vez que me daban las órdenes, qué iba a hacer yo. Sabía lo que tenía que hacer, y a quién. Eran muy astutos. La poción tardaba varios días en matar a la víctima lejos de mis cálidas habitaciones.
—Haz venir aquí a tu opresor, hija mía, y envenénalo en lugar de matar a las personas que él te ordena.
—Sí —tercié yo—, mata al hombre que te obliga a cometer esos crímenes.
Ella pareció reflexionar sobre ello y luego sonrió.
—¿Y sus guardias, sus secuaces? Me estrangularían por haberle traicionado.
—Yo le mataré por ti, mi dulce Bianca —repuso Marius—. Y por eso no me deberás ningún crimen de importancia, sólo te pido que olvides amablemente el apetito que has visto esta noche en mí.
Por primera vez, Bianca dio muestras de arredrarse. Tenía los ojos llenos de unas bonitas lágrimas cristalinas. Parecía un poco cansada.
—Ya sabéis quién es —dijo, agachando la cabeza—. Sabéis dónde se aloja, sabéis que en estos momentos se encuentra en Venecia.
Yo le rodeé el cuello con el brazo y le besé en la frente. El maestro observó a Bianca fijamente.
—Vamos, querubín —ordenó, sin apartar la vista de ella—. Vamos a eliminar a ese florentino, ese banquero que utiliza a Bianca para despachar a quienes le confían unas cuentas secretas.
El conocimiento de la verdad sorprendió a Bianca, que de nuevo esbozó una leve sonrisa de cómplice. Estaba dotada de gentileza, desprovista de todo orgullo y amargura. La esremecedora situación se desvaneció con rapidez.
Mientras el maestro me sostenía con el brazo derecho, introdujo la mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta y sacó una enorme y maravillosa perla, un objeto de incalculable valor. Acto seguido se la entregó a Bianca, quien la aceptó no sin cierta reticencia mientras observaba cómo Marius la depositaba en su mano abierta y perezosa.
—Permite que te bese, mi querida princesa —dijo él.
Por extraño que parezca, ella se lo consintió. El maestro la cubrió con unos besos leves como plumas. Bianca frunció su pálido entrecejo, sus ojos se ofuscaron y cayó sobre los almohadones, dormida.
Nosotros nos retiramos. Al alejarnos de la casa, creí oír a alguien cerrar los postigos. La noche era húmeda y negra como boca de lobo. Apoyé la cabeza en el hombro del maestro. Aunque hubiera querido no habría sido capaz de alzarla.
—Gracias, amado maestro, por no haberla matado —murmuré.
—Bianca es más que una mujer práctica —repuso él—. No está maleada. Posee la inocencia y la astucia de una duquesa o una reina.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
—Ya hemos llegado, Amadeo. Estamos sobre el tejado. Mira a tu alrededor. ¿No oyes ese ruido a tus pies?
Era el sonido de panderetas, tambores y flautas.
—Morirán durante su banquete —declaró el maestro con aire pensativo. Se hallaba en el borde del tejado, sujeto al antepecho de piedra. El viento agitaba su capa y él alzó la vista hacia las estrellas.
—Deseo presenciarlo todo —afirmé.
Él cerró los ojos como si yo le hubiera golpeado.
—No me tomes por frío, señor —dije—. No creas que estoy cansado y acostumbrado a presenciar cosas brutales y crueles. Sólo soy un idiota, un idiota que se cree esas zarandajas sobre Dios. Nosotros no cuestionamos nada, si no recuerdo mal. Nos reímos y lo aceptamos todo y convertimos la vida en una fiesta continua.
—Entonces baja conmigo. Hay un montón de ellos, de esos taimados florentinos. Ah, estoy famélico. He ayunado para gozar esta noche de un auténtico festín.
Quizá sea esto lo que experimentan los mortales cuando cazan a grandes animales en el bosque y la selva.
Por lo que a mí se refiere, cuando bajamos la escalera desde el tejado y penetramos en la sala de banquetes de este nuevo y abigarrado palacio, sentí una intensa excitación. Unos hombres iban a morir. Unos hombres caerían asesinados. Unos hombres perversos, unos hombres que habían perjudicado a la hermosa Bianca, serían asesinados sin que mi poderoso maestro, ni nadie que yo conociera y amara, corriera el menor riesgo.
Ni un ejército de mercenarios habría sentido menos compasión hacia esos individuos. Quizá los venecianos que atacaron a los turcos se habían apiadado más que yo de su enemigo.
Yo estaba fascinado; en mi interior percibía el olor simbólico de la sangre, y deseaba verla correr. Los florentinos no me caían bien, no comprendía a los banqueros y deseaba vengarme, no sólo de quienes habían obligado a Bianca a hacer su voluntad, sino de quienes casi habían logrado que mi maestro saciara su sed en ella. La suerte de esos hombres estaba echada.
Entramos en una espaciosa e imponente sala de banquetes, donde unos siete individuos se atracaban con un espléndido asado de cerdo. Unos tapices flamencos, todos muy nuevos, que mostraban unas espléndidas escenas de caza en las que participaban nobles y damas con sus caballos y mastines, colgaban de recias varas de hierro en toda la habitación, cubriendo incluso las ventanas, hasta el suelo.
El suelo era de mármol multicolor incrustado, dispuesto en unos dibujos de pavos reales adornados con gemas y exhibiendo sus majestuosas colas.
A un lado de la larga mesa se hallaban sentados tres hombres que devoraban con fruición la comida apilada en unas bandejas y platos de oro repletos de grasientas espinas y huesos, y el celebérrimo asado de cerdo, un pobre e hinchado animal que conservaba la cabeza y sostenía en la boca la inevitable manzana, como si ésta fuera la expresión definitiva de su última voluntad.
Los otros tres individuos, todos ellos jóvenes, guapos y atléticos, a tenor del aspecto de sus musculosas piernas, danzaban formando un artístico círculo, con las manos unidas en el centro, mientras un pequeño grupo de chicos tocaba los instrumentos cuya machacona marcha había oído desde el tejado.
Todos presentaban un aspecto un tanto grasiento y manchado debido al festín, pero ni uno solo dejaba de exhibir un cabello largo y espeso, peinado según la moda de la época, y unas medias y camisas de seda exquisitamente bordadas. El fuego no estaba encendido, pero no lo necesitaban, pues iban bien abrigados con unas chaquetas ribeteadas de armiño o zorro plateado.
El vino era trasegado de una jarra a unas copas por un hombre incapaz de realizar ese gesto. Los tres que bailaban, aunque cumplían un rito cortesano, no cesaban de empujarse y hacer payasadas como si se mofaran de los pasos de baile que evidentemente conocían.
Enseguida comprendí que habían despedido a los sirvientes. Los comensales habían derribado varias copas de vino. Unas pequeñas cucarachas, pese a que estábamos en invierno, se habían congregado sobre los restos de comida y los montones de fruta húmeda.
La estancia estaba envuelta en un dorado resplandor, el humo del tabaco que los hombres fumaban en unas pipas de variada forma. El fondo de los tapices era invariablemente azul oscuro, lo cual confería a la escena una calidez que ponía de relieve el espléndido y colorista atuendo de los jóvenes músicos y los comensales.
Al penetrar en la caldeada estancia invadida de humo, me sentí intoxicado por la atmósfera, y cuando mi maestro me ordenó que me sentara a un extremo de la mesa, obedecí porque estaba demasiado débil para resistirme, pero procuré no tocar la superficie de la mesa y menos aún el borde de los platos.
Los alegres y alborotados comensales, con el rostro congestionado debido al exceso de comida y vino, no repararon en nosotros.
El imponente ruido que organizaban los músicos bastaba para hacernos invisibles. Sin embargo, los hombres estaban demasiado borrachos para guardar silencio. El maestro, después de besarme en la mejilla, se dirigió hacia el centro de la mesa, a un hueco que había dejado uno de los comensales que bailaba al son de la música, y se sentó en el banco tapizado.
Súbitamente, los dos hombres sentados a cada lado del maestro, quienes habían estado discutiendo a voz en cuello, repararon en la presencia de aquel convidado ataviado con una resplandeciente capa roja.
Mi maestro se quitó la capucha, mostrando una cabellera prodigiosamente larga. Me recordó de nuevo a Jesucristo durante la Última Cena, con su fina nariz, su boca carnosa y su cabello rubio peinado con la raya en medio, reluciente debido a la humedad de la noche.
Mi maestro miró a los comensales de uno en uno y, ante mi asombro, se introdujo con toda facilidad en la conversación, comentando con ellos las atrocidades que habían padecido los venecianos que quedaban en Constantinopla cuando el sultán turco Mehmet II, de veintiún años, había conquistado la ciudad.