Authors: Anne Rice
De pronto se produjo una áspera discusión sobre la forma en que los turcos habían conquistado la capital sagrada. Un hombre dijo que, de no haber zarpado los buques venecianos de Constantinopla, desertándola antes de los postreros días de la invasión, la ciudad se habría salvado.
«¡Imposible!», afirmó otro comensal, un hombre robusto y pelirrojo con unos ojos que parecían dorados. ¡Qué belleza! Si ése era el canalla que había manipulado a Bianca a su antojo, comprendo que ella se dejara cautivar por él. Sus labios, enmarcados por una barba y un bigote pelirrojos, eran carnosos y perfectamente delineados, y su mandíbula poseía la fuerza de la figura sobrehumana de mármol esculpida por Miguel Ángel.
—Durante cuarenta y ocho días, los cañones de los turcos bombardearon los muros de la ciudad —declaró al individuo que estaba sentado a su lado—, y al fin lograron penetrar en ella. Era inevitable. Jamás has visto unos cañones como aquéllos. El otro individuo, un joven apuesto y moreno, de piel aceitunada, con las mejillas suavemente redondeadas, la nariz respingona y unos ojos negros de terciopelo, protestó furioso que los venecianos se habían comportado como cobardes y que su nutrida flota pudo haber detenido a los cañones, por potentes que fueran.
—¡Abandonaron Constantinopla a su suerte! —gritó, descargando un puñetazo sobre la mesa—. Venecia y Genova no movieron un dedo por ayudarla. Aquel fatídico día dejaron que el imperio más grande de la Tierra sucumbiera a los turcos.
—¡No es cierto! —replicó el maestro sin alzar la voz, arqueando las cejas y ladeando la cabeza. Luego miró lentamente a todos los comensales—. Acudieron muchos valientes venecianos para rescatar a Constantinopla. En mi opinión, aunque hubiera acudido toda la flota veneciana no habrían logrado detener a los turcos. El sueño del joven sultán Mehmet II era apoderarse de Constantinopla, y nada ni nadie habría podido detenerle.
La situación se ponía interesante. Ansioso de recibir una lección de historia y de oír y contemplar la escena con más claridad, me acerqué a la mesa y me senté en una silla de tijera provista de un cómodo asiento de cuero rojo. Coloqué la silla de forma que pudiera ver bien a los bailarines, quienes pese a su torpeza ofrecían un hermoso espectáculo gracias a sus largas y ornadas mangas que se agitaban en el aire y el sonido de sus zapatillas recamadas con gemas al deslizarse por el suelo de baldosas.
El pelirrojo que estaba sentado a la mesa, sacudiendo su larga y rizada melena de un lado a otro, coqueteaba descaradamente con el maestro, quien le miraba arrobado.
—He aquí a un hombre que está informado de lo ocurrido. Y tú mientes, necio —le espetó al otro individuo—. Te consta que los genoveses lucharon con valor hasta el último momento. El Papa envió tres barcos, que rompieron el bloqueo del puerto y llegaron hasta las mismas puertas del castillo del pérfido sultán en Rumeli Hisar. Fue obra de Giovanni Longo. ¿Te imaginas tamaño valor?
—Francamente, no —repuso el hombre moreno, inclinándose delante de mi maestro como si éste fuera una estatua.
—Fue una acción valerosa —comentó mi maestro, sin darle importancia a la cosa—. ¿Por qué insistís en unas patrañas que ni vos mismo creéis? Sin duda, sabéis lo que les ocurrió a los barcos venecianos que capturó el sultán.
—Eso, ¿habrías tenido tú el valor de adentrarte en el puerto? —preguntó el florentino pelirrojo—. ¿Sabes lo que hicieron con los tripulantes de los barcos venecianos que habían capturado seis meses antes? Decapitaron a todos los hombres que había a bordo.
—¡Salvo el capitán! —terció un bailarín, que escuchaba la conversación procurando no perder el paso—. A ése lo empalaron en una estaca. Era Antonio Rizzo, uno de los mejores hombres que ha existido jamás. —Mientras seguía bailando, el individuo hizo un gesto de desdén sobre su hombro. Luego ejecutó una pirueta y por poco pierde el equilibrio. Sus compañeros se apresuraron a sujetarlo.
El hombre moreno sentado a la mesa meneó la cabeza.
—Si hubiera acudido toda la flota veneciana... —dijo, pero no concluyó la frase—. Los florentinos y los venecianos sois iguales, unos traidores, eludiendo siempre todo compromiso. Mi maestro se echó a reír mientras observaba al hombre.
—No os riáis de mí —protestó el individuo moreno—. Sois veneciano; os he visto mil veces, a vos y a ese chico.
El individuo me señaló. Yo miré al maestro, pero éste se limitó a sonreír. Luego me murmuró una frase, que percibí tan claramente como si se hubiera sentado a mi lado en lugar de a unos metros de distancia:
—El testimonio de los muertos, Amadeo.
El hombre moreno tomó su copa, bebió un trago de vino y derramó el resto sobre su puntiaguda barba.
—Una ciudad llena de cobardes y sinvergüenzas —declaró—. Que sólo sirven para una cosa, pedir dinero prestado a un elevado interés cuando se han gastado todo el que tenían en ropas elegantes.
—Mira quién habló —replicó el pelirrojo—. Pareces un pavo real. Me entran ganas de cortarte la cola. ¡Regresa a Constantinopla si estás tan seguro de que podía salvarse!
—Y tú te has convertido en un maldito veneciano.
—Soy banquero; un hombre de responsabilidad —contestó el pelirrojo—. Admiro a quienes prosperan gracias a mí. —Tras estas palabras alzó su copa, pero en lugar de beber el vino, lo arrojó en la cara del hombre moreno.
Mi maestro no se molestó en apartarse, por lo que le cayeron unas gotas encima. Contempló los arrebolados rostros de los dos hombres que estaban sentados junto a él.
—Giovanni Longo, uno de los genoveses más valientes que jamás ha capitaneado un barco, permaneció en esa ciudad durante todo el asedio —apuntó el pelirrojo—. Eso se llama valor. Apostaría hasta mi último ducado sobre un hombre así.
—No sé por qué —terció de nuevo el bailarín, el mismo de antes, apartándose del círculo—. Perdió la batalla, y tu padre tuvo la sensatez de no apostar un centavo sobre esa panda de inútiles.
—¡No te atrevas a mentar a mi padre! —protestó el pelirrojo—. ¡A la salud de Giovanni Longo y los genoveses que lucharon con él! —Tras esas palabras agarró la jarra, derramando casi todo su contenido sobre la mesa, llenó su copa y bebió un largo trago—. Y a la salud de mi padre. Que Dios lo tenga en su gloria. Padre, he matado a tus enemigos y mataré a quienes hagan de la ignorancia una diversión.
Luego se volvió, propinó un codazo a mi maestro y soltó:
—Ese chico vuestro es una belleza. No os precipitéis. Pensadlo con calma. ¿Cuánto queréis por él?
Mi maestro lanzó la carcajada más dulce y espontánea que jamás le había oído emitir.
—Ofrecedme algo que yo anhele —repuso, contemplándome con una expresión entre divertida y misteriosa.
Todos los presentes se volvieron para observarme. Ten en cuenta que no eran aficionados a los mancebos, sino unos italianos de su época, quienes, tras haber prohijado una caterva de niños, tal como era su deber, y haber violado a tantas mujeres como pudieran, no rechazaban un revolcón con un jovencito rollizo y jugoso, al igual que los hombres hoy en día aprecian una tostada dorada untada con nata agria y el mejor caviar negro.
Yo no pude por menos de sonreír. «Mátalos —pensé—, acaba con todos ellos.» Me sentía hermoso y seductor. Esperaba que alguno me dijera que le recordaba a Mercurio ahuyentando a las nubes en la Primavera de Botticelli. El individuo pelirrojo me miró con expresión juguetona y picaruela y dijo:
—Es el David de Verrocchio, el modelo de la estatua de bronce. No me lo neguéis. Es inmortal, eso es evidente. Jamás morirá.
Tras esa parrafada el pelirrojo bebió otro trago. Luego se tentó la parte delantera de la chaqueta y del ribete de armiño extrajo un medallón de oro engarzado con un diamante de gigantescas proporciones. Acto seguido, se arrancó la cadena del cuello y se lo ofreció con orgullo a mi maestro, quien observó el medallón oscilando ante sus ojos como si fuera capaz de hipnotizarlo.
—Para todos nosotros —dijo el hombre moreno, volviéndose para mirarme. Los otros se echaron a reír.
—¡Y nosotros! —exclamaron los bailarines.
—Tendréis que esperar vuestro turno, pues yo seré el primero en acostarme con él —dijo uno, a lo que otro individuo replicó:
—Ten, para ser el primero, antes que tú.
Esta frase iba dirigida al pelirrojo, pero el bailarín arrojó a mi maestro, una sortija engastada con una piedra violácea que no logré identificar.
—Un zafiro —murmuró el maestro, dirigiéndome una mirada burlona—. ¿Te gusta, Amadeo?
El tercer bailarín, un individuo rubio, algo más bajo que el resto de los presentes y con una pequeña joroba en su hombro izquierdo, se apartó del círculo y avanzó hacia mí. Se despojó de todas sus sortijas, como quien se quita unos guantes, y las arrojó a mis pies.
—Qué sonrisa tan dulce, joven dios —dijo. Jadeaba debido al ejercicio y tenía el cuello de terciopelo empapado en sudor. Se bamboleó un poco y por poco pierde el equilibrio, pero hizo un comentario jocoso al respecto y siguió bailando.
La música continuó sonando machaconamente, como si los bailarines pretendieran sofocar las voces de sus ebrios jefes.
—¿A alguien le interesa el asedio de Constantinopla? —preguntó mi maestro.
—Cuéntame qué fue de Giovanni Longo —le rogué tímidamente. Todos se volvieron hacia mí.
—El asedio de... Amadeo, ¿no? ¡Claro, Amadeo, qué despistado soy! —exclamó el bailarín rubio.
—No se lo discuto, señor —repliqué—. Pero enseñadme un poco de historia.
—¡El jovencito nos ha salido respondón! —exclamó regocijado el nombre moreno—. Ni siquiera has recogido las sortijas del suelo. —Llevo los dedos cargados de anillos —contesté educadamente, lo cual era cierto.
El pelirrojo se lanzó de nuevo a la batalla.
Giovanni Longo permaneció durante los cuarenta días que duró el bombardeo. Luchó toda la noche contra los turcos cuando derribaron las murallas. No se arredraba ante nada. Se lo llevaron del campo de batalla cuando lo abatieron de un disparo.
—¿Y los cañones, señor? —pregunté—. ¿Eran muy grandes?
—¡Supongo que tú estabas presente! —espetó el hombre moreno al pelirrojo antes de que éste pudiera responder.
—Mi padre estaba allí—contestó el pelirrojo—. Y me lo contó él mismo. Iba a bordo del último barco que salió del puerto con los venecianos, y antes de que abras la boca, no se te ocurra hablar mal de mi padre ni de esos venecianos. Llevaron a los ciudadanos a lugar seguro, perdieron la batalla...
—Querrás decir que desertaron —apostilló el individuo moreno.
—Partieron llevándose a los desvalidos refugiados después de que los turcos hubieran conquistado la ciudad. ¿Acaso te atreves a llamar cobarde a mi padre? Sabes tanto de modales como de la guerra. Eres demasiado estúpido para que me moleste en pelear contigo, y estás demasiado borracho.
—Amén —espetó mi maestro.
—Contádselo —dijo el hombre pelirrojo a mi maestro—. Contádselo vos, Marius de Romanus. —El pelirrojo bebió otro trago, derramándose por encima el resto del vino—. Explicadle lo de la matanza, lo que ocurrió. Contadle cómo Giovanni Longo peleó junto a las murallas hasta que le hirieron en el pecho. ¡Escucha, mentecato! —gritó a su amigo—. Nadie sabe más sobre este asunto que Marius de Romanus. Los magos son muy listos, según dice mi ramera. ¡Un brindis por Bianca Solderini! —exclamó apurando la copa.
—¿Vuestra ramera, señor? —pregunté—. ¿Decís eso de una mujer tan admirable y en presencia de estos borrachos y deslenguados?
Ninguno de ellos me hizo el menor caso, ni el pelirrojo, que estaba ocupado apurando su copa, ni los otros.
El bailarín rubio se acercó a mí.
—Están demasiado ebrios para recordarte, hermoso joven —dijo—. Pero yo no.
—Al bailar os hacéis un lío con los pies —repuse—. No vayáis a haceros un lío con las palabras.
—¡Serás descarado! —exclamó el otro, precipitándose sobre mí y chocando con una silla. Pero yo me hice a un lado y el individuo voló sobre la silla y aterrizó en el suelo.
Sus compañeros soltaron una sonora carcajada. Los otros dos bailarines dejaron de ejecutar sus intrincados pasos.
—Giovanni Longo era valiente —afirmó el maestro con calma, recorriendo con la vista la concurrencia y posándola sobre el pelirrojo—. Todos eran valientes. Pero nada pudo salvar a Bizancio. Había llegado su hora. Había sonado la hora fatídica tanto para los emperadores como para los mozos de cuadra. En el holocausto que estalló se perdieron muchos tesoros. Ardieron bibliotecas enteras. Multitud de textos y sus imponderables misterios se convirtieron en humo.
Yo me aparté de mi ebrio agresor, quien rodó por el suelo.
—¡Dame la mano, estúpido perrito faldero! —rezongó éste.
—Sospecho que deseáis más que eso, señor —repuse.
—¡Y lo conseguiré! —gritó, pero al tratar de incorporarse resbaló y volvió a caer al suelo con un estentóreo gemido.
Uno de los hombres que estaba sentado a la mesa —apuesto pero mayor, con el pelo largo, ondulado y gris y un rostro curtido pero hermoso, que engullía en silencio una grasienta pierna de cordero— contempló al individuo tendido en el suelo que se esforzaba en levantarse.
—Hummm. Así cayó Goliat, pequeño David —comentó, mirándome con una sonrisa—. Conten tu lengua, pequeño David, no todos somos unos gigantes estúpidos, y no debes desperdiciar tus piedras.
—Vuestra chanza es tan torpe como vuestro amigo, señor —repuse sonriendo—. En cuanto a mis piedras, se quedarán en su sitio, dentro de su bolsa, esperando a que tropecéis y caigáis, al igual que vuestro amigo.
—¿Qué habéis dicho sobre unos libros, señor? —inquirió el pelirrojo, dirigiéndose a Marius, que estaba distraído y no había oído ese pequeño duelo verbal—. ¿Os referís a los que se quemaron durante la caída de la ciudad más grande del mundo?
—Sí, a este hombre le gustan los libros —intervino el individuo moreno—. Os aconsejo que os ocupéis de vuestro chico, señor. Es terrible, ha interrumpido el baile. Decidle que no se burle de sus Mayores.
Los dos bailarines se acercaron a mí, tan borrachos como el individuo que yacía en el suelo. Trataron de acariciarme, convirtiéndose simultáneamente en unas jadeantes bestias de cuatro patas con un aliento apestoso.
—¿Te sonríes al contemplar a nuestro amigo rodando por el suelo? —preguntó uno de ellos, introduciendo la rodilla entre mis piernas.
Yo me aparté, tratando de esquivar sus burdas caricias.