Authors: Anne Rice
—A mi casa, Armand, donde se encuentran en estos momentos Sybelle y Benji. No temas por ellos. Son unos mortales extraordinarios, brillantes, distintos y, sin embargo, parecidos. Ellos te aman y han aprendido mucho a tu lado.
Mis mejillas se tiñeron de sangre y de rubor; aquel sofoco me escocía y resultaba desagradable, pero cuando la sangre se retiró de la superficie de mi rostro, me sentí refrescado y curiosamente excitado por haber experimentado aquellas sensaciones.
Me turbaba estar ahí y deseaba que aquella escena terminara cuanto antes.
—Maestro, no sé quién soy en esta nueva vida —dije con tono de gratitud. ¿Renacido? ¿Confundido? Dudé unos instantes, pero no podía detenerme—. No me pidas que me quede aquí. Quizá regrese en otra ocasión, cuando Lestat vuelva a ser el mismo de siempre, cuando haya transcurrido un tiempo... No lo sé con certeza, sólo sé que en estos momentos no puedo aceptar tu amable invitación.
Marius asintió brevemente, al tiempo que hacía un pequeño ademán de aquiescencia. Su vieja capa gris se había deslizado sobre un hombro, pero a él no parecía importarle. Sus raídas ropas de fina lana mostraban un aspecto lamentable; las solapas y los bolsillos estaban orlados de un polvo grisáceo, lo cual no dejaba de resultar chocante por tratarse de él.
Marius lucía una bufanda de seda blanca en torno al cuello que hacía que su pálido rostro pareciera más sonrosado y humano de lo habitual. Pero la seda estaba desgarrada como si hubiera quedado prendida en una zarza. En definitiva, vagaba por el mundo vestido de una forma impropia en él. Era el atuendo de un saltimbanqui, no de mi viejo maestro.
Creo que se percató de mi dilema. Alcé la vista hacia el tenebroso techo del edificio. Deseaba alcanzar el ático, las ropas semiocultas de la niña muerta. Me intrigaba esa historia de la niña muerta. Tuve la impertinencia de distraerme pensando en ello, aunque Marius esperaba una respuesta.
Marius interrumpió mis meditaciones con sus suaves palabras:
—Cuando decidas venir a por Sybelle y Benji los hallarás en mi casa —comentó—. No te costará encontrarnos. Oirás la Appassionata cuando desees oírla —añadió sonriendo.
—Le has cedido el piano —respondí. Me refería a la dorada Sybelle. Yo había cerrado mis oídos a todo sonido que no fuera sobrenatural y no deseaba abrirlos ni siquiera para escuchar a Sybelle tocar el piano, un placer que añoraba intensamente.
Tan pronto como penetramos en el convento, Sybelle había visto un piano y me había preguntado al oído si podía tocarlo. El piano no se hallaba en la capilla donde yacía Lestat, sino en una espaciosa estancia que estaba desierta. Yo le había dicho que no era correcto, que podía importunar a Lestat, pues no sabíamos lo que él pensaba o sentía, ni si se sentía angustiado y atrapado en sus sueños.
—Espero que cuando vengas te quedes una temporada —dijo Marius—. Te encantará oír a Sybelle tocar mi piano. Podremos conversar, tú podrás descansar con nosotros y compartiremos la casa durante tanto tiempo como desees.
Yo no respondí.
—Es una mansión palaciega al estilo del Nuevo Mundo —prosiguió Marius con una sonrisa socarrona—. No está lejos. Poseo un jardín inmenso repleto de vetustos robles, unos robles más antiguos que los de la Avenida, y grandes puertaventanas. Ya sabes lo que me gustan esas cosas. Es el estilo romano. La casa está abierta a la lluvia primaveral, y la lluvia primaveral aquí es de ensueño.
—Lo sé —musité—. Creo que ha empezado a llover, ¿verdad? —agregué sonriendo.
—Sí, me han caído unas gotas —contestó Marius casi alegremente—. Ven cuando quieras. Si no esta noche, mañana...
—Iré esta misma noche —respondí. No deseaba ofenderlo, pero Benji y Sybelle ya habían visto suficientes monstruos de rostro pálido y voz suave. Había llegado el momento de marcharse.
Observé a Marius casi con descaro, deleitándome, tratando de superar una timidez que para los seres como nosotros representa una gran desventaja en este mundo moderno. En la Venecia antigua, Marius se había vanagloriado de su elegancia como todos los caballeros de esa época, siempre espléndidamente ataviado, el vivo espejo de la moda, para utilizar una antigua y airosa expresión. Cuando atravesaba la plaza de San Marcos bajo la suave luz violácea de la noche, todos se volvían para mirarlo. El rojo era su color distintivo, el terciopelo rojo: una holgada capa, un jubón magníficamente recamado y debajo de él una camisa de seda dorada, muy en boga en aquellos tiempos.
Marius poseía entonces el cabello del joven Lorenzo de Médicis; parecía salido de un fresco.
—Sabes que te amo, maestro, pero en estos momentos deseo estar solo —dije—. Tú no me necesitas, ¿no es cierto, señor? Lo cierto es que nunca me has necesitado.
En el acto me arrepentí de haberlo dicho. Las palabras, no el tono, resultaban impertinentes. Y nuestras mentes estaban tan separadas que temí que Marius las malinterpretara.
—Deseo gozar de tu presencia, querubín —repuso Marius con tono condescendiente—. Pero esperaré. Me parece que hace poco pronuncié estas mismas palabras, cuando estábamos juntos, pero no me importa repetirlas.
Yo no me atrevía a decirle que últimamente anhelaba tener compañía humana, que deseaba pasar la noche charlando con el pequeño Benji, un muchacho muy sabio, o escuchando a mi amada Sybelle tocar una y otra vez su sonata preferida. No me pareció oportuno darle más explicaciones. De golpe me sentí de nuevo triste, abrumado e innegablemente triste por haber acudido a este desolado y desierto convento donde yacía Lestat, incapaz de moverse y de hablar, quién sabe por qué motivo.
—No ganarás nada con mi compañía en estos momentos, maestro —comenté—. Pero confío en que me des alguna pista para que pueda dar contigo cuando haya pasado un tiempo... —No concluí la frase.
—¡Temo por ti! —murmuró de pronto Marius con afecto.
—¿Más que en épocas pasadas, señor? —pregunté.
Tras reflexionar unos momentos, Marius respondió:
—Sí. Amas a dos criaturas mortales. Representan tu luna y tus estrellas. Ven a pasar unos días conmigo. Dime lo que piensas sobre nuestro Lestat y sobre lo que ha ocurrido. Espero que me cuentes tu opinión sobre todo cuanto has visto últimamente. Prometo guardar silencio y no presionarte.
—Te admiro, señor, por expresarlo con delicadeza —repuse—. ¿Te refieres a por qué creí a Lestat cuando me dijo que había estado en el cielo y el infierno? ¿Deseas saber lo que vi cuando me mostró la reliquia que había traído consigo, el velo de la Verónica?
—Sí, si deseas decírmelo. Pero ante todo deseo que descanses un tiempo en mi casa.
Yo apoyé mi mano en la suya, maravillado de que pese a todo cuanto había soportado, mi piel fuera casi tan blanca como la suya.
—¿Tendrás paciencia con mis niños hasta que yo vaya a buscarlos? —pregunté—. Se creen intrépidamente malvados por haber venido aquí conmigo y haberse puesto a silbar con toda naturalidad en la morada de los no muertos, por así decirlo.
—Los no muertos —repitió Marius, sonriendo con aire de reproche—. No utilices ese lenguaje en mi presencia. Sabes que lo detesto.
Marius me besó brevemente en la mejilla, lo cual me dejó perplejo. Luego se esfumó.
—¡Un viejo truco! —exclamé en voz alta, preguntándome si Marius estaría aún lo suficientemente cerca para oírme, o si había cerrado sus oídos al mundo externo con tanta firmeza como lo había hecho yo.
Fijé la mirada en el infinito, deseando hallarme en un lugar apacible, soñando con cenadores, no mediante palabras sino en imágenes, como suele hacer mi vieja mente, ansiando tumbarme entre los macizos de flores de un jardín, oprimir el rostro contra la tierra y canturrear suavemente. Añoraba la primavera que había estallado en el exterior, la neblina que presagiaba lluvia... Anhelaba los húmedos bosques situados más allá de este lugar, pero también anhelaba reunirme con Sybelle y Benji, y partir, tener la fuerza de voluntad de seguir adelante.
«¡Ah, Armand! Siempre careciste de fuerza de voluntad. No dejes que la vieja historia se repita. Ármate con cuanto ha sucedido.»
Noté la presencia de otro ser que merodeaba cerca. Me pareció intolerable que un ser inmortal, a quien yo no conocía, tuviera la osadía de entrometerse en mis reflexiones íntimas y aleatorias, quiza con el deseo egoísta de adivinar mis sentimientos. Sin embargo, se trataba de David Talbot.
Tras salir del ala donde estaba la capilla, había atravesado las salas del convento que la comunicaban con el edificio principal, donde yo me encontraba en el rellano del segundo piso.
Le vi entrar en el vestíbulo. A sus espaldas había una puerta de cristal que daba acceso a la galería, y abajo el patio, invadido por una delicada luz blanca y dorada.
—Menos mal que todo está tranquilo —comentó David—. El ático está desierto; supongo que sabes que no puedes entrar en él.
—Vete —repliqué. No sentí ira, sólo el legítimo deseo de que nadie se entrometiera en mis pensamientos y mis emociones.
David, haciendo gala de su prodigiosa desenvoltura, hizo caso omiso de mi petición y repuso:
—Reconozco que te temo un poco, pero me puede la curiosidad.
—¡Conque ésa es tu excusa por haberme seguido hasta aquí!
—No te he seguido —contestó David—. Vivo aquí.
—Lo lamento, lo ignoraba —me disculpé—. Me alegra saberlo. Así puedes vigilarle, no está solo. —Me refería a Lestat, por supuesto.
—Todos te temen —dijo David con calma. Se detuvo a pocos pasos de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Sabes?, es muy interesante estudiar los usos y costumbres de los vampiros.
—A mí no me lo parece —repliqué.
—Es natural—repuso él—. Perdóname, estaba reflexionando en voz alta. Pensaba en la niña que dicen que murió asesinada en el ático. Es una historia tremenda sobre una persona muy joven. Quizá tengas más suerte que los otros y consigas ver al fantasma de la niña cuyas ropas emparedaron para que nadie las hallara.
—¿Te importa que te observe mientras tratas de colarte en mi mente con aplastante descaro? —pregunté—. Nos conocimos hace tiempo, antes de que ocurriera lo que ocurrió: Lestat, el Viaje Celestial, este lugar... No te observé detenidamente. Me eras indiferente, o quizá me lo impidió mi educación.
Me asombró la vehemencia de mi tono. Estaba muy excitado, pero no por culpa de David Talbot.
—Pienso en los datos que circulan sobre ti —dije—. Que no naciste con el cuerpo que muestras ahora, que eras un anciano cuando te conoció Lestat, que este cuerpo en el que resides pertenecía a un alma inteligente capaz de saltar de un ser vivo a otro y apoderarse de él.
David esbozó una sonrisa encantadora.
—Eso dijo Lestat —contestó—. Eso escribió Lestat, y sin duda es cierto. Tú sabes que lo es. Lo sabías desde el momento en que nos conocimos.
—Pasamos tres noches juntos —respondí—. Jamás se me ocurrió dudar de ti. Quiero decir que nunca te miré directamente a los ojos.
—En aquel entonces pensábamos en Lestat.
—¿Y ahora no?
—No lo sé —contestó David.
—David Talbot —dije, midiéndole fríamente con los ojos—. David Talbot, general superior de la orden de detectives clarividentes, conocida como Talamasca, catapultado al cuerpo que habita ahora. —Yo no sabía si estaba parafraseando o inventando lo que decía—. Encerrado o encadenado dentro de ese cuerpo, sujeto al mismo por multitud de viejas venas y arterias, y convertido en un vampiro a medida que una sangre ardiente e irrestañable invadía su afortunada anatomía, sellando su alma dentro de su cuerpo y transformándolo en un ser inmortal, un hombre de piel atezada y cabello seco, espeso, lustroso y negro.
—Creo que has acertado —contestó él con condescendiente cortesía.
—Un apuesto caballero —continué—, de color caramelo, que se mueve con la agilidad de un gato, exhibe una mirada tan encantadora que me hace pensar en una serie de cosas placenteras y exhala un popurrí de aromas: canela, clavo, pimienta y otras especies doradas, castañas o rojas, cuyas fragancias son capaces de estimular mi cerebro y sumirme en unos deseos eróticos que exigen satisfacción. Su piel debe de oler a anacardos y una espesa crema de almendras. Estoy seguro de ello.
—He captado tu mensaje —comentó David, echándose a reír.
Yo estaba pasmado y turbado por la perorata que acababa de soltar.
—Pues yo no estoy seguro de saberlo —repliqué.
—Está muy claro —dijo él—. Deseas que te deje tranquilo.
De inmediato reparé en las absurdas contradicciones que encerraba la cuestión.
—Estoy trastornado —murmuré—. Tengo los sentidos confundidos: gusto, vista, olor, tacto... No estoy en mis cabales.
Pensé con frialdad y alevosía en atacarlo, apoderarme de él, derrotarlo con mi astucia y mis facultades superiores a las suyas y probar su sangre sin su consentimiento.
—Ni lo intentes, soy un viejo zorro —afirmó David—. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?
¡Qué aplomo! El anciano que llevaba dentro se imponía sobre la envoltura joven y fuerte, el sabio mortal que imponía su autoridad de hierro sobre todo lo eterno y dotado de un poder sobrenatural. ¡Qué combinación de energías! Yo deseaba beber su sangre, apoderarme de él contra su voluntad. No existe nada más divertido en este mundo que violar a un ser igual a ti.
—No sé —dije, avergonzado. Violar es un acto poco viril—. No sé por qué te insulto. Yo quería marcharme cuanto antes. Quería visitar el ático y largarme de aquí. Quería evitar este enamoramiento mutuo. Me pareces un ser prodigioso, y tú opinas lo mismo de mí. Es una situación comprometida.
Le miré de arriba abajo. La última vez que nos encontramos yo debía de estar ciego, sin duda.
David iba vestido a la última. Con la habilidad de otros tiempos, cuando los hombres podían exhibirse como pavos reales, había elegido unos colores dorados, sepia y ambarinos para su atuendo. Ofrecía un aspecto pulcro y elegante, decorado con unos toques de oro puro estratégicamente repartidos, en la pulsera del reloj, los botones y el alfiler de corbata, esa curiosa tira coloreada que lucen los hombres de esta época, como para permitirnos agarrarles más fácilmente por el nudo de la misma. Un ridículo ornamento. Incluso su camisa de bruñido algodón mostraba unos reflejos irisados que recordaban el sol y la cálida tierra. Hasta sus zapatos eran marrones, relucientes como el dorso de un escarabajo.
David se acercó a mí.