Authors: Anne Rice
Yo meneé la cabeza y me expresé con tono suave e implorante.
—No insistas, mi docto amigo —respondí, volviéndome despacio—. Escribe lo que yo te dicte. Esto es para ti y para Sybelle. Y por supuesto para mi pequeño Benji. En cierto modo, es una sinfonía dedicada a Sybelle. La historia comienza hace mucho. Quizá no haya reparado hasta este momento en el mucho tiempo que ha transcurrido. Presta atención y escribe. Deja que sea yo quien proteste y grite y me desespere.
Mírame las manos. Pienso en la frase «no creado por manos humanas». Sé lo que significa, aunque cada vez que he oído esta frase pronunciada con emoción se refería a algo que yo mismo había creado.
Me gustaría pintar, tomar un pincel y hacerlo como lo hacía entonces, sumido en un trance, con furia, de un solo trazo, cada línea y masa de color combinándose sobre la tela, cada decisión la definitiva. No obstante, estoy muy desorganizado, abrumado por mis recuerdos.
Permite que elija el punto en el que deseo comenzar.
Constantinopla estaba gobernada desde hacía poco por los turcos. Era una ciudad musulmana desde hacía menos de un siglo, cuando llegué a ella, un joven esclavo, que había sido capturado en las regiones agrestes de su país, del que apenas conocía su nombre: la Horda de Oro.
La memoria me había sido arrebatada, junto con la lengua, y toda capacidad de razonar de forma coherente. Recuerdo unas sórdidas habitaciones que debían de hallarse en Constantinopla porque oí hablar a unas personas, y por primera vez desde que me habían despojado de mis recuerdos, comprendí lo que decían.
Los mercaderes que trataban con esclavos destinados a los burdeles de Europa hablaban en griego. No conocían religión ni alianza, que era todo cuanto conocía yo, lamentablemente desprovisto de detalles.
Me arrojaron sobre una gruesa alfombra turca, semejante a las suntuosas alfombras que uno ve en un palacio, utilizada para exhibir mercancía de lujo.
Tenía el pelo húmedo y largo; alguien lo había cepillado con tanta energía que me dolía la cabeza. Todos los objetos personales que me pertenecían me los habían arrebatado de mi persona y mi memoria. Iba cubierto sólo con una vieja y raída túnica de tejido dorado. La habitación era húmeda y calurosa. Estaba hambriento, pero como no tenía la menor esperanza de que me dieran de comer, deduje que era un dolor que me atormentaría durante un rato y luego se desvanecería de modo espontáneo. La túnica debía de conferirme un cierto aire a ángel caído. Tenía unas mangas largas y holgadas, y me llegaba a las rodillas.
Cuando me levanté, descalzo, y vi a esos hombres, comprendí lo que deseaban, que eran unos seres viciosos y despreciables y que el precio de su vicio era el infierno. Evoqué las críticas de mis mayores ya difuntos: demasiado lindo, demasiado suave, demasiado pálido, en sus ojos se refleja el diablo y tiene una sonrisa endiabladamente seductora.
Con qué vehemencia discutían y regateaban esos hombres. Con qué atención me observaban sin mirarme a los ojos.
De pronto me eché a reír. En este lugar todo se hacía con premura. Los hombres que me habían llevado allí me habían abandonado. Los que me habían lavado no se habían movido de los baños. Yo era una mera mercancía que habían arrojado sobre la alfombra.
Durante unos momentos recordé haber sido en el pasado un ser cínico y elocuente, un buen conocedor de la naturaleza humana. Me reí porque esos mercaderes me habían tomado por una muchacha.
Esperé, aguzando el oído, tratando de captar unos fragmentos de la conversación.
Nos encontrábamos en una habitación amplia, con un curioso techo bajo endoselado con una seda bordada con los espejitos y volutas tan apreciados por los turcos, y las lámparas, aunque exhalaban humo, estaban perfumadas y saturaban la atmósfera con un hollín fino y negruzco que hacía que me escocieran los ojos.
Los hombres, vestidos con unos caftanes y turbantes, no me resultaban desconocidos, como tampoco el idioma que hablaban. Sin embargo, sólo alcancé a oír unas pocas frases. Busqué con los ojos una vía de escape, pero no había ninguna. Unos individuos altos y fornidos estaban apoyados en la pared junto a las puertas, custodiándolas. En un rincón había un hombre sentado ante un escritorio que utilizaba un abaco para llevar las cuentas. Ante él había varios montones de monedas de oro.
Uno de los mercaderes, un hombre alto y delgado con los pómulos y la mandíbula pronunciados, avanzó hacia mí y me palpó los hombros y el cuello. Luego me levantó la túnica. Yo me quedé inmóvil, ni enfurecido ni temeroso, simplemente paralizado. Ésta era la tierra de los turcos, y yo sabía lo que les hacían a los muchachos. Pero nunca había visto una ilustración ni había oído relatar ninguna historia sobre esa tierra, ni conocía a nadie que hubiera vivido en ella, que la hubiera visitado y regresado a casa.
Mi casa... Supongo que yo deseaba olvidar quién era, obligado por la vergüenza que sentía. Pero en aquellos momentos, en aquella habitación semejante a una tienda de campaña con su floreada alfombra, entre mercaderes y tratantes de esclavos, me esforcé en recordarlo como si, al descubrir un mapa en mi interior, éste me hubiera facilitado el medio de huir de allí y regresar a mi hogar.
Logré recordar unos pastizales, una región agreste donde nadie ponía jamás los pies salvo para... No obstante, tenía lagunas en mi memoria. Yo había estado en esos pastizales, desafiando al destino, estúpidamente pero no contra mi voluntad. Transportaba algo de suma importancia. Después de desmontar de mi caballo, tomé un voluminoso fardo que estaba sujeto a los arreos de cuero y eché a correr sosteniendo el fardo contra mi pecho.
—¡Los árboles! —gritó él, pero ¿quién era él?
Sin embargo, comprendí que debía alcanzar el bosque y depositar el tesoro allí, ese espléndido y mágico objeto que portaba, «no creado por manos humanas».
No obstante, no llegué al bosque. Cuando me capturaron, dejé caer el fardo y ellos ni siquiera se molestaron en recogerlo, al menos que yo recuerde. Cuando me alzaron en el aire, pensé: «No deben hallarlo así, envuelto en un pedazo de lana. Debo depositarlo en los árboles.»
Deduzco que me violaron en el barco porque no recuerdo haber llegado a Constantinopla. No recuerdo haber pasado hambre ni frío, ni sentirme humillado o aterrorizado. Una vez aquí, conocí lo que significa ser violado, presencié disputas y airadas protestas por haber lastimado al corderito. Sentí una insoportable impotencia. Eran unos hombres deleznables que transgredían las normas de Dios y de la naturaleza.
Emití un rugido tan feroz que uno de los mercaderes tocados con un turbante me golpeó en la oreja y caí al suelo. Le miré con toda la rabia que era capaz de expresar con los ojos. Pero no me levanté, ni siquiera cuando me propinó un puntapié. No dije una palabra.
El mercader me cargó sobre sus hombros y me sacó de allí. Atravesamos un patio atestado de gente, pasamos frente a unos apestosos camellos y burros y unas montañas de basura, hasta llegar al puerto donde aguardaban los barcos. El mercader subió a bordo de una embarcación y me arrojó en la bodega.
Era un lugar tan inmundo como la tienda de campaña, invadido por un olor a excremento y el sonido de ratas correteando por el barco. Caí sobre un jergón cubierto con una burda manta. Busqué de nuevo el medio de huir, pero sólo vi la escalera por la que había bajado el mercader y en cubierta oí las voces de un grupo de hombres.
Aún no había amanecido cuando el barco zarpó. Al cabo de una hora, me puse a vomitar; me sentía tan mal que deseaba morirme. Me acurruqué en el suelo y permanecí tan inmóvil como pude, oculto bajo la suave y mullida túnica de tejido dorado. Dormí durante varias horas seguidas.
Cuando me desperté, vi a un anciano. Lucía un atuendo distinto al de los turcos tocados con turbantes y presentaba un aspecto menos fiero. Tenía una mirada bondadosa. El anciano se inclinó hacia mí y me habló en una lengua extraordinariamente suave y dulce, pero no comprendí lo que decía.
Una voz le dijo en griego que yo era mudo, imbécil y que rugía como una bestia. Era el momento para soltar la carcajada, pero yo estaba demasiado mareado para reírme.
El griego explicó al anciano que yo no presentaba el menor rasguño ni herida y que valía mucho dinero. El anciano hizo un gesto ambiguo con la mano y meneó la cabeza mientras pronunciaba unas palabras en la lengua que yo desconocía. Luego apoyó las manos en mis hombros y me ayudó a levantarme.
A continuación, me condujo a través de una puerta hacia un pequeño camarote tapizado en seda roja.
El resto de la travesía lo pasé en ese camarote, excepto una noche.
Esa noche, no recuerdo cuál, al despertarme y comprobar que el anciano estaba dormido junto a mí, un anciano que jamás me puso la mano encima salvo para darme unas palmaditas de aliento, abandoné el camarote, subí la escalera y pasé un buen rato en cubierta contemplando las estrellas.
Echamos el ancla en el puerto de una ciudad repleta de edificios azul oscuro y negros, rematados por cúpulas y unos campanarios construidos sobre los riscos que presidían el puerto, donde unas antorchas ardían bajo los vistosos arcos de una arcada.
Todo esto, la civilizada costa, me pareció viable, atrayente, pero no pensé que lograría saltar a tierra y escapar. Bajo la arcada iban y venían continuamente numerosos hombres. Debajo del arco más próximo a donde me encontraba, vi a un individuo extrañamente ataviado con un casco reluciente y una enorme espada que le colgaba del cinto, el cual montaba guardia junto a una columna adornada con grecas, tan maravillosamente tallada que parecía un árbol que sostenía el claustro, como los restos de un palacio cuyos muros habían excavado para construir este burdo canal para los barcos.
A partir de esa larga y memorable noche no me entretuve contemplando la costa. Prefería alzar la vista al cielo y observar su corte de míticas criaturas fijadas para siempre en las poderosas e inescrutables estrellas. Estas relucían cual gemas en la noche oscura como boca de lobo. De pronto recordé unos viejos poemas, incluso el sonido de unos himnos entonados sólo por hombres mortales.
Según creo recordar, transcurrieron varias horas antes de que me atraparan, me azotaran salvajemente con un látigo y me encerraran de nuevo en la bodega del barco. Yo sabía que los azotes cesarían en cuanto me viera el anciano. Furioso y temblando de indignación, el anciano se apresuró a abrazarme y nos acostamos en su camarote. Era demasiado viejo para pedirme nada.
Yo no le amaba. Pese a ser mudo e imbécil, no tardé en comprender que ese hombre me consideraba un bien muy valioso, digno de ser vendido por un elevado precio. Pero yo le necesitaba y él me enjugaba las lágrimas. Me pasaba buena parte del día y de la noche durmiendo. Cada vez que el mar se agitaba, me ponía a vomitar. A veces me mareaba debido al calor que reinaba en el barco. Jamás había experimentado un calor tan sofocante. El anciano me alimentaba tan bien que a veces pensé que me cebaba para venderme como si fuera un ternero.
Llegamos a Venecia un día al atardecer. Yo no podía adivinar que Italia fuera un país tan bello. Había permanecido encerrado en esa inmunda bodega con el viejo guardián, y cuando me condujo a la ciudad, mis sospechas sobre el anciano se vieron confirmadas.
En una oscura habitación, él y otro hombre se enzarzaron en una acalorada discusión. Pese a sus esfuerzos, no consiguieron hacerme hablar. No lograron hacerme reconocer que comprendía lo que decían, pero entendí cada palabra. El otro individuo entregó un dinero al anciano, que se marchó sin volverse para mirarme.
Se afanaron en enseñarme cosas que yo desconocía. Se expresaban en una lengua suave y cadenciosa. Venían unos chicos que se sentaban a mi lado y trataban de instruirme con tiernos besos y abrazos. Me pellizcaban las tetillas y trataban de tocar mis partes íntimas, que a mí me habían enseñado que no debía mirar nunca so pena de cometer un pecado.
En varias ocasiones traté de rezar, pero no recordaba las palabras. Hasta las imágenes eran borrosas. Las luces que me habían guiado durante toda la vida se habían apagado para siempre. Cada vez que me sumía en unas profundas reflexiones, alguien me golpeaba o me tiraba del pelo.
Después de azotarme, siempre me aplicaban ungüentos para disimular mis heridas. En cierta ocasión, cuando un hombre me golpeó en la mejilla, otro protestó airadamente y le sujetó la mano para evitar que lo hiciera por segunda vez.
Me negué a comer y a beber. No lograron obligarme a probar bocado. La comida se me atragantaba. No es que decidiera matarme de hambre; es que era incapaz de tratar de mantenerme vivo. Sabía que regresaría a casa, estaba convencido de ello. Me moriría y regresaría a casa. Pero nunca estaba solo. Tenía que morirme delante de otras personas. Hacía mucho tiempo que no veía la luz del sol. Incluso el resplandor de las lámparas herían mis ojos porque estaba acostumbrado a la oscuridad. No obstante, siempre había alguien presente.
De pronto se encendía una lámpara. Los hombres se sentaban en un corro a mi alrededor con sus sucios rostros y sus manazas con las que se apresuraban a retirar un mechón de pelo que me caía sobre la frente o me daban unos golpecitos en el hombro para despabilarme. Yo me volvía hacia la pared.
Había un sonido que me hacía compañía. Un sonido que me acompañaría hasta el fin de mis días. El murmullo del agua. La oía lamiendo el muro en el exterior. Podía adivinar cuándo pasaba un barco por los crujidos de los pilotes de madera; apoyaba la cabeza contra la piedra y sentía que la casa se mecía en el agua, no como si estuviera construida junto a ella sino dentro del agua, como así era, por supuesto.
En una ocasión soñé con mi hogar, pero no recuerdo qué. Me desperté gritando, y desde las sombras brotaron unas palabras de consuelo, unas voces tiernas y sentimentales.
Pensé que anhelaba estar solo, pero no era así. Cuando me encerraban durante varios días y noches en una habitación a oscuras sin agua ni un mendrugo de pan, me ponía a gritar y a aporrear los muros, pero no acudía nadie.
Por fin caía dormido y, al rato, cuando alguien abría la puerta de golpe, me despertaba sobresaltado. Entonces me incorporaba y me tapaba los ojos, pues aquella lámpara representaba una amenaza. La cabeza me dolía.
De pronto percibí un perfume suave e insinuante, una mezcla del fragante olor de la leña al arder en un invierno nevoso y de flores trituradas y aceite aromático.