Authors: Anne Rice
—Siempre estamos aquí —respondió Marius—. Ya te lo he dicho. Nuestra historia es tan antigua como la humanidad. Siempre hay un puñado de seres de nuestra especie vagando por el mundo, siempre peleando, por lo que conviene no tener trato con los demás, amar a uno o dos a lo sumo. Ésa es nuestra historia, lisa y llanamente. Espero que la escribas para mí en las cinco lenguas que has aprendido.
Marius se sentó en el lecho, malhumorado. Se recostó sobre los almohadones apoyando las botas cubiertas de barro en la colcha de raso. Estaba exhausto; tenía un aspecto curiosamente juvenil.
—Vamos, Marius —insistí, sentándome ante su escritorio—. Háblame de esos antiguos misterios. ¿Quiénes son esos que deben ser custodiados?
—Ve a excavar nuestros panteones, jovencito —respondió con tono sarcástico—. Allí hallarás las estatuas de los tiempos presuntamente paganos. Hallarás unos objetos tan útiles como «aquellos que deben ser custodiados». Déjame en paz. Alguna noche te hablaré de ello, pero de momento te explicaré sólo lo que debes saber. Supongo que en mi ausencia te dedicarías a estudiar. Dime lo que has aprendido.
Marius me había pedido que leyera a Aristóteles, no en los manuscritos que eran moneda corriente en la plaza, sino en un antiguo texto que él poseía y afirmaba que estaba escrito en un griego más puro. Yo lo había leído de cabo a rabo.
—Aristóteles —dije—. Santo Tomás de Aquino... Ah, sí, los grandes sistemas proporcionan un gran consuelo. Cuando vayamos a caer en la desesperación, deberíamos crear grandes esquemas de la nada que nos rodea, y en lugar de caer en la desesperación podremos aferramos al andamio que hemos construido, tan hueco como la nada, pero demasiado detallado para poder despacharlo a la ligera.
—Bravo —repuso Marius con un elocuente suspiro—. Quizás alguna noche en el lejano futuro adoptarás un talante más positivo, pero ya que te muestras tan animado y feliz, ¿quién soy yo para quejarme?
—Pero debemos provenir de algún lugar —insistí machaconamente.
Marius estaba demasiado deprimido para responder. Por fin, tras un gran esfuerzo, se levantó de la cama y se dirigió hacia mí.
—Vamos —dijo—. Iremos en busca de Bianca y la vestiremos de hombre. Trae tus mejores ropas. Necesita que la libremos durante un rato de esas habitaciones. —Quizá te choque, señor, pero Bianca, al igual que muchas mujeres, ya tiene esa costumbre. A menudo se viste de chico para recorrer la ciudad sin que nadie la reconozca.
—Sí, pero no con nosotros —replicó Marius—. Le mostraremos los peores lugares —dijo, adoptando una expresión dramática de lo más cómica—. ¡Andando!
La idea me atrajo.
Tan pronto como le contamos nuestro pequeño plan, Bianca se mostró entusiasmada.
Irrumpimos en su casa cargados con un montón de prendas elegantes y ella nos pidió que la acompañáramos a sus aposentos mientras se vestía.
—¿Qué me habéis traído? Ah, de modo que esta noche debo hacerme pasar por Amadeo. ¡Magnífico!
Bianca cerró la puerta del salón donde se hallaban sus convidados, quienes, como de costumbre, siguieron charlando y riendo prescindiendo de ella. Había varios hombres de pie en torno al virginal, mientras otros discutían acaloradamente sobre la partida de dados.
Bianca se quitó la ropa y apareció desnuda como Venus al salir del mar.
Marius y yo la vestimos con unas medias, una camisa y un jubón de color azul. Mientras yo le ceñía el cinturón, Marius le recogió el cabello en un suave sombrero de terciopelo.
—Eres el chico más guapo del Véneto —dijo Marius, retrocediendo para contemplarla—. Sospecho que tendré que protegerte con mi vida.
—¿Vais a llevarme a los peores tugurios de la ciudad? ¡Deseo conocer los lugares más peligrosos! —exclamó Bianca alzando los brazos expresivamente—. Dadme mi puñal. No pensaréis que voy a ir desarmada.
—Yo tengo las armas que precisas —respondió Marius. Había traído una espada con un hermoso cinturón en diagonal decorado con diamantes que prendió a Bianca en la cadera—. Trata de desenvainarla. No es un florete con el que ejecutar unos pasos de danza mientras lo esgrimes, sino una espada de guerra. Andando.
Bianca asió la empuñadura con las dos manos y desenfundó la espada con un solo movimiento.
—¡Ojalá tuviera un enemigo dispuesto a morir! —exclamó.
Marius y yo nos cruzamos una mirada. No, ella no podía convertirse en uno de nosotros.
—Eso sería demasiado egoísta por nuestra parte —me susurró Marius al oído.
Me pregunto si Marius, de no haberme encontrado moribundo después de mi duelo con el inglés, si no me hubiera acometido aquella enfermedad que me hacía sudar copiosamente, me habría transformado en un vampiro.
Los tres descendimos apresuradamente los escalones de piedra que conducían al embarcadero, donde aguardaba nuestra góndola cubierta con un dosel.
Marius dio al gondolero las señas. —¿Estáis seguro que deseáis que os lleve allí, maestro? —preguntó el gondolero, estupefacto pues conocía el barrio donde los peores marinos extranjeros se congregaban para emborracharse y pelear.
—Segurísimo —repuso Marius.
Cuando comenzamos a deslizarnos a través de las negras aguas, rodeé con un brazo a la delicada Bianca. Reclinado en los cojines, me sentí invulnerable, inmortal, convencido de que nada podía derrotarnos a Marius ni a mí, y que Bianca estaría siempre a salvo con nosotros.
¡Qué equivocado estaba!
Después de nuestro viaje a Kíev compartimos unos nueve meses de dicha. O quizá fueran diez, no recuerdo un acontecimiento ajeno a esta historia que determine con precisión el número de meses.
Tan sólo explicaré, antes de pasar a relatar el sangriento desastre, que Bianca estuvo siempre con nosotros durante esos últimos meses.
Cuando no nos dedicábamos a espiar a los transeúntes, permanecíamos en nuestra casa, donde Marius pintaba retratos de Bianca, representándola como esta o aquella diosa, como la bíblica Judit con un Holofernes con la cabeza del florentino, o como la Virgen María contemplando arrobada al Niño Jesús, plasmada con la perfección de todas las imágenes pintadas por el maestro.
Esos cuadros... Quizá perduren algunos.
Una noche, cuando todos dormían menos nosotros tres, Bianca, que se disponía a tenderse en un diván mientras Marius la pintaba, comentó:
—Me encanta vuestra compañía. No quiero regresar nunca a mi casa.
Ojalá que Bianca nos hubiera amado menos. Ojalá que no hubiera estado allí la fatídica noche de 1499, poco antes del fin de siglo, cuando el Renacimiento se hallaba en su apogeo, celebrado por artistas e historiadores, ojalá que se hubiera encontrado en un lugar seguro cuando nuestro mundo estalló en llamas.
Si has leído El vampiro Lestat, ya sabes lo que ocurrió, pues hace doscientos años se lo mostré todo a Lestat en unas visiones. Lestat puso por escrito las imágenes que le mostré, el dolor que compartí con él. Aunque ahora me propongo revivir esos horrores, relatar la historia con mis propias palabras, existen ciertos pasajes que Lestat ha descrito tan magistralmente que no pueden mejorarse, por lo que de vez en cuando me remitiré a ellos.
Comenzó de repente. Al despertarme, vi que Marius había alzado la tapa del sarcófago. A sus espaldas ardía una antorcha situada en el muro.
—Apresúrate, Amadeo, ya están aquí. Quieren quemar nuestra casa.
—¿Quiénes son, maestro? ¿Por qué?
Marius me sacó del reluciente ataúd y yo le seguí precipitadamente por la desvencijada escalera que conducía al primer piso del edificio en ruinas.
Marius lucía su capa de terciopelo roja con capucha. Se movía a tal velocidad que me costó un gran esfuerzo seguirlo.
—¿Se trata de esos seres que deben ser custodiados? —le pregunté.
Marius me rodeó los hombros con el brazo y nos elevamos hasta el tejado de nuestro palacio.
—No, hijo mío, se trata de una panda de estúpidos vampiros, empeñados en destruir toda mi obra. Bianca está allí, a merced de esos salvajes, y también los chicos.
Penetramos a través de la puerta del tejado y bajamos por la escalinata de mármol. De los pisos inferiores brotaba una densa humareda.
—¡Los chicos están gritando, maestro! —exclamé.
En aquel momento apareció Bianca y echó a correr hacia los pies de la escalera.
—¡Marius! ¡Son unos demonios! ¡Utiliza tus poderes, Marius! —gritó. Acababa de levantarse del lecho e iba despeinada y con la ropa arrugada—. ¡Marius! —Sus gritos resonaban por los tres pisos del palacio.
—¡Válgame Dios! ¡Todas las habitaciones están ardiendo! —grité—. ¡Debemos apagar el fuego! ¡Los cuadros, maestro!
Marius se arrojó sobre la balaustrada y aterrizó en el suelo, junto a Bianca. Mientras yo corría para alcanzarlo, vi a un grupo de figuras ataviadas de negro y encapuchadas que avanzaban hacia él. Contemplé horrorizado cómo trataban de prender fuego a su ropa con las antorchas que esgrimían mientras emitían unos horripilantes chillidos e improperios.
Esos demonios salieron de todos los rincones. Los gritos de los aprendices eran desgarradores.
Marius movió su brazo como un enorme molinete y derribó a sus agresores, haciendo que las antorchas rodaran por el suelo. Luego envolvió a Bianca en su capa.
—¡Van a matarnos! —gritó Bianca—. ¡Van a quemarnos vivos, Marius! ¡Han asesinado a los chicos y han hecho prisioneros a los otros!
De pronto, antes de que los primeros atacantes se hubieran incorporado, aparecieron otras figuras vestidas de negro. Todas tenían el rostro y las manos blancas como nosotros; todas poseían la sangre mágica.
¡Eran unos seres como nosotros!
Las figuras encapuchadas se lanzaron sobre Marius, pero éste las derribó de un manotazo. Los tapices del gran salón habían comenzado a arder. De las habitaciones contiguas brotaba un humo oscuro y pestilente. La escalera estaba inundada de humo. Una luz oscilante e infernal iluminó el palacio como si fuera de día.
Yo me lancé a la pelea contra los demonios, los cuales me parecieron asombrosamente débiles. Recogí una antorcha del suelo y me precipité sobre ellos, obligándolos a retroceder, ahuyentándolos al igual que hacía el maestro.
—¡Blasfemo, hereje! —me espetó uno—. ¡Adorador del diablo, pagano! —gritó otro. Los agresores avanzaron hacia mí, pero yo me defendí prendiendo fuego a sus ropas y haciendo que huyeran despavoridos y chillando como posesos hacia las aguas del canal.
Pero eran muchos. Mientras peleábamos contra ellos irrumpieron otras siniestras figuras en el salón.
De pronto vi horrorizado que Marius empujaba a Bianca hacia la puerta abierta del palacio.
—¡Corre, tesoro! ¡Aléjate de la casa!
Marius atacó ferozmente a los demonios que pretendían seguirla, echando a correr tras ella, y los derribó uno tras otro mientras trataban de detenerla. Al cabo de unos instantes vi a Bianca desaparecer a través de la puerta principal.
No tuve tiempo de comprobar si había conseguido ponerse a salvo, pues una nueva pandilla de demonios se arrojó sobre mí. Los tapices en llamas caían de las varas que los sostenían. El suelo estaba sembrado de estatuas hechas añicos sobre el mármol. Dos pequeños demonios me agarraron del brazo izquierdo y casi lograron derribarme, pero yo abrasé el rostro de uno con la antorcha y prendí fuego al otro.
—¡Al tejado, Amadeo! —gritó Marius.
—¡Maestro, rescatemos los cuadros que están en el almacén! —contesté.
—Olvida los cuadros. Es demasiado tarde. ¡Salid corriendo, chicos, alejaos de la casa, salvaos del fuego!
Tras obligar a los agresores a retroceder, Marius subió volando por la escalera y me llamó desde la balaustrada del piso superior.
—¡Vamos, Amadeo, deshazte de ellos, te sobran fuerzas para conseguirlo, lucha, hijo mío!
Al alcanzar el segundo piso, me vi rodeado por esos demonios. No bien quemaba a uno cuando otro se precipitaba sobre mí, aferrándome por las piernas y los brazos. No pretendían prenderme fuego sino inmovilizarme, lo que por fin consiguieron.
—¡Déjame, maestro, sálvate! —grité.
Me revolví desesperadamente al tiempo que asestaba patadas a diestro y siniestro. Al alzar la cabeza, vi a Marius en el piso superior, rodeado de demonios, quienes aplicaron un centenar de antorchas a su voluminosa capa, a sus rubios cabellos, a su rostro blanco y furioso. Parecía un enjambre de insectos que, gracias a su elevado número y a sus ingeniosas tácticas, lograron por fin inmovilizarlo. Al cabo de unos instantes, envuelto en el fragor de las gigantescas llamas, todo su cuerpo comenzó a arder.
—¡Marius! —grité una y otra vez, incapaz de apartar los ojos de él, debatiéndome entre mis captores. Pero cuando conseguía que me soltaran las piernas otras manos frías y duras como el acero me aferraban por los brazos, sujetándome con fuerza—. ¡Marius! —grité con toda la angustia y el terror que me embargaba.
Ninguno de los horrores que yo había experimentado en la vida era tan inenarrable, tan insoportable como contemplar a mi maestro envuelto en llamas. Su largo y esbelto cuerpo se había convertido en una silueta negra y durante breves segundos vi su perfil, con la cabeza inclinada hacia atrás, al tiempo que su cabello rubio estallaba y sus dedos parecían unas arañas negras trepando a través del fuego para aspirar aire.
—¡Marius! —chillé. Todo el confort, toda la bondad, toda la esperanza ardía junto con aquella negra silueta de la que yo no podía apartar los ojos al tiempo que se consumía y perdía toda forma perceptible.
¡Marius! Mi voluntad sucumbió.
Lo que quedaba era un mero vestigio, el cual, gobernado por una segunda alma compuesta por sangre mágica y poder, siguió luchando ciegamente.
Arrojaron una red sobre mí, una malla de acero tan pesada y fina que no pude ver nada, sólo sentirme atrapado en esa red en la que unas manos enemigas me envolvieron. Después me sacaron de la casa. Oí gritos a mi alrededor y los pasos apresurados de quienes me transportaban, y al oír el aullido del viento, deduje que habíamos llegado a la playa.
Me encerraron en la bodega de un barco; en mis oídos no dejaban de sonar los lamentos de los moribundos. Los aprendices también habían sido capturados. Me arrojaron entre ellos. Sentí sus cuerpos dúctiles y frenéticos amontonados sobre mí y junto a mí, y yo, envuelto en la red, no pude siquiera articular unas palabras de consuelo, no pude tranquilizarlos.