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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (2 page)

BOOK: Asfixia
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Llegan ráfagas de viento y caen restos de nieve reseca de los árboles. Los copos de nieve le queman en las orejas y las mejillas. Hay nieve fundiéndose entre los cordones de sus zapatos.

—Ya verás —le dice la mamaíta—. Vale la pena sufrir un poco por esto.

Esta será una historia que él le contará a su propio hijo algún día.

La muchacha de la Antigüedad, le cuenta la mamaíta, nunca volvió a ver a su amante.

Y el niño es lo bastante estúpido como para creer que una pintura o una escultura o una historia pueden reemplazar de alguna forma a alguien a quien quieres.

Y la mamaíta dice:

—Tienes mucha vida por delante.

Es duro de asimilar, pero hablamos del mismo niñato estúpido, perezoso y ridículo que se quedó temblando, guiñando los ojos ante la luz y el rugido, y que creyó que el futuro sería luminoso. Imagínate a alguien tan estúpido como para crecer sin saber que la esperanza no es más que otra fase que uno deja atrás. Pensando que uno puede hacer algo, cualquier cosa, que dure para siempre.

El mero hecho de recordar todo esto parece estúpido. Es un prodigio que él haya vivido tanto tiempo.

Así que, nuevamente, si vas a leer esto, no lo hagas.

Esto no trata de nadie valiente y amable y esforzado. El no es nadie de quien te vayas a enamorar.

Solo para que lo sepas, lo que estás leyendo es la historia completa y sin concesiones de un adicto. Porque en la mayoría de programas de desintoxicación en doce pasos, el cuarto te obliga a hacer inventario de tu vida. Tienes que coger un cuaderno y apuntar hasta el último detalle patético y vergonzoso de tu vida. Un inventario completo de tus crímenes. De esa forma, tienes todos tus pecados delante de las narices. Y entonces debes arreglarlo todo. Esto vale para los alcohólicos, los drogadictos, los bulímicos y también para los adictos al sexo.

De esta forma uno puede volver atrás y revisar lo peor de la propia vida siempre que quiera.

Porque se supone que los que olvidan el pasado están condenados a repetirlo.

De forma que si estás leyendo esto, a decir verdad, no es de tu incumbencia.

El niñato estúpido y la noche fría, todo se convertirá en unas cuantas estupideces más de las que piensas cuando estás practicando el sexo para tardar más en correrte. Si eres un tío.

El mismo mamoncillo cagón cuya mamaíta le dijo:

—Quédate un poco más, inténtalo con más empeño y todo irá bien.

Ja.

La misma mamaíta que le dijo:

—Algún día verás que el esfuerzo habrá valido la pena. Te lo prometo.

Y aquel capullín, aquel mamoncillo estúpido entre los estúpidos, se quedó allí temblando todo ese tiempo, medio desnudo en medio de la nieve, y realmente se creyó que alguien podía prometer algo tan imposible.

Así que si crees que esto te va a salvar...

Si crees que hay algo que te vaya a salvar...

Considera esto la última advertencia.

2

Está oscuro y empieza a llover cuando llego a la iglesia y Nico está esperando que alguien abra la puerta lateral, abrazándose a sí misma para quitarse el frío.

—Aguántame esto —dice, y me da algo caliente y sedoso—. Solamente un par de horas. No tengo bolsillos.

Lleva una chaqueta hecha de una especie de ante falso de color naranja con un cuello de piel de color naranja brillante. La falda del vestido con estampado de flores le sobresale por debajo. No lleva medias. Sube los escalones de la entrada de la iglesia, pisando con cuidado y de lado con sus zapatos negros de tacón de aguja.

Lo que me da está caliente y húmedo.

Son sus medias. Y sonríe.

Al otro lado de las puertas de cristal hay una mujer fregando el suelo. Nico golpea el cristal y se señala el reloj de pulsera. La mujer devuelve la fregona al cubo. Levanta la fregona y la estruja. Apoya el mango de la fregona junto al umbral de la puerta y se saca un manojo de llaves del bolsillo de la bata. Mientras está abriendo la puerta, la mujer grita a través del cristal.

—Esta noche tienen que ir a la sala 234 —dice la mujer—. La sala de catequesis.

Ya está llegando más gente al aparcamiento. Suben las escaleras, nos saludan y yo me meto las medias de Nico en el bolsillo. Detrás de mí, otra gente sube a toda prisa los últimos escalones para llegar antes de que se cierre la puerta. Aunque cueste de creer, aquí todos nos conocemos.

Esta gente son leyendas vivientes. Llevarnos años oyendo noticias de cada uno de estos hombres y mujeres.

En los años cincuenta, una de las marcas más importantes de aspiradoras probó una pequeña mejora en su diseño. Añadió una hélice, unas aspas afiladas como cuchillas acopladas unos cuantos centímetros en el interior de la manguera de la aspiradora. El aire al entrar hacía girar la hélice y la cuchilla cortaba todas las hilachas, cordeles o pelos de animales domésticos que pudieran obturar la manguera.

Al menos ese era el plan.

Lo que pasó es que muchos de estos hombres acabaron en la sala de urgencias del hospital con la polla destrozada.

Al menos ese es el mito.

Aquella vieja leyenda urbana acerca de la fiesta sorpresa para una guapa ama de casa en la que todos los amigos y la familia se esconden en una habitación y cuando salen y gritan «¡Feliz cumpleaños!» se la encuentran despatarrada en el sofá con el perro de la familia lamiéndole mantequilla de cacahuete de la entrepierna...

Bueno, pues esa tía existe.

Aquella mujer legendaria que se la está chupando a un tío que está conduciendo y el tío pierde el control del coche y da un frenazo tan fuerte que ella le corta la polla en dos cachos de un mordisco, yo los conozco a los dos.

Esos hombres y esas mujeres, están todos aquí.

Esa gente es la razón de que todas las salas de urgencias tengan un taladro con punta de diamante. Es para perforar el fondo de las botellas de champán y de refrescos. Para disminuir la succión.

La misma gente que llega de noche caminando como patos y explica que ha tropezado y se ha caído encima de calabacines, bombillas, muñecas Barbie, pelotas de billar, de jerbos pataleando.

Véase también: el taco de billar.

Véase también: el hámster de peluche.

Han resbalado en la ducha y se han caído con precisión tremenda encima de una botella de champú engrasada. Siempre los está atacando una persona o personas desconocidas que los asaltan con velas, bolas de béisbol, con huevos duros, linternas y destornilladores que ahora hay que sacarles. Aquí vienen los tíos que se han quedado atascados en la entrada de agua de sus bañeras de hidromasaje.

En mitad del pasillo que lleva a la sala 234, Nico me empuja contra la pared. Espera a que pase de largo la gente y me dice:

—Conozco un sitio al que podemos ir.

Todos los demás pasan de camino a la sala de catequesis de color pastel y Nico les dedica una sonrisa. Hace girar un dedo junto a la oreja, lo que en el lenguaje internacional de signos quiere decir locura, y dice: «Perdedores». Luego me empuja en la dirección contraria, hacia un letrero que dice: «Mujeres».

Entre la gente de la sala 234 está el inspector sanitario falso que llamaba a chicas de catorce años para hacerles encuestas sobre el aspecto de sus vaginas.

Aquí está la
cheerleader
a quien hicieron un lavado de estómago y le sacaron un cuarto de kilo de semen. Se llama LouAnn.

El tipo del cine que se quedó con la polla encallada en el fondo de un paquete de palomitas, podéis llamarle Steve, y esta noche su culo penoso está sentado frente a una mesa manchada de pintura, embutido en una silla de plástico para niños de la sala de catequesis.

Toda esa gente que creías que eran un chiste. Ve con ellos y ríete hasta que se te caiga la puñetera cabeza.

Son los compulsivos sexuales.

Toda esa gente que creías que eran leyendas urbanas, pues bueno, son humanos. Tienen rostros y nombres propios. Trabajos y familias. Carreras universitarias y antecedentes policiales.

En el lavabo de mujeres, Nico me hace tumbarme sobre las baldosas frías del suelo y se inclina sobre mis caderas para bajarme los pantalones. Con la otra mano, me coge por la nuca y acerca mi cara y mi boca abierta hacia la suya. Mientras su lengua forcejea con la mía, me humedece la punta del rabo con la yema del pulgar. Me tira de los vaqueros hacia abajo. Se levanta el dobladillo del vestido haciendo una especie de reverencia con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Apoya con fuerza su pubis sobre mi pubis y me dice algo en la nuca.

—Dios, qué preciosa eres —le digo, porque durante los próximos segundos puedo hacerlo.

Nico se separa para mirarme a la cara y me dice:

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

Y yo le digo:

—No lo sé. Nada, supongo. No importa.

Las baldosas huelen a desinfectante y noto su tacto arenoso en el culo. Las paredes convergen en un techo de baldosas antirruido surcado por conductos de ventilación recubiertos de polvo y de porquería. La papelera metálica oxidada para las compresas usadas huele a sangre.

—Tu permiso de salida —le digo. Chasqueo los dedos—. ¿Lo has traído?

Nico levanta un poco las caderas y luego se apoya, se levanta y se acomoda. Con la cabeza todavía echada hacia atrás y los ojos cerrados, se mete la mano por el cuello del vestido, saca una hoja de papel azul doblada en cuatro y me la pone sobre el pecho.

—Buena chica —le digo, y me saco el bolígrafo que llevo sujeto al bolsillo de la camisa.

Un poco más arriba cada vez, Nico levanta las caderas y se sienta encima de mí. Ejerciendo una ligera presión de adelante hacia atrás. Con una mano plantada encima de cada muslo, se levanta y se deja caer.

—Una vueltecita —le digo—. Una vueltecita, Nico.

Abre los ojos a medias y mira hacia abajo en mi dirección. Yo hago un movimiento circular con el bolígrafo como cuando uno remueve una taza de café. Incluso a través de la ropa, la cuadrícula de las baldosas se me está quedando grabada en la espalda.

—Una vueltecita —le digo—. Hazlo por mí, nena.

Nico cierra los ojos y se recoge la falda en la cintura con las manos. Apoya todo su peso en mis caderas y me pasa un pie por encima de la barriga. Luego pasa el otro pie al otro lado de forma que sigue estando encima de mí pero ahora mirando a mis pies.

—Bien —le digo, y despliego el papel azul. Lo extiendo sobre su espalda curvada e inclinada hacia delante y firmo en la parte inferior, en el espacio en blanco reservado al avalador. A través de su vestido se nota la parte de atrás del sujetador, un elástico con cinco o seis ganchitos metálicos. Se notan también las costillas bajo una gruesa capa de músculos.

Ahora mismo en la sala 234, al otro lado del pasillo, está la novia del primo de tu mejor amigo, esa chica que casi se murió follando con la palanca de cambios de un Ford Pinto después de tomar cantárida. Se llama Mandy.

Hay un tío que se coló en un hospital con una bata blanca y se puso a hacer exámenes pélvicos.

Hay un tío que siempre se queda tumbado en habitaciones de motel, desnudo encima de las colchas con su erección matinal, y finge dormir hasta que entra la camarera.

Todos esos amigos de amigos de amigos de amigos sobre los que uno oye rumores... están todos aquí.

El tipo mutilado por la ordeñadora automática se llama Howard.

La chica a la que encontraron colgada de la barra de la cortina de la bañera medio muerta de asfixia autoerótica se llama Paula y es adicta al sexo.

Hola, Paula.

Dame sobones de metro. Dame exhibicionistas con gabardina.

El tipo que instala cámaras dentro de la tapa de un retrete de mujeres.

El tipo que frota su semen en la solapa de los sobres de los cajeros automáticos.

Todos los mirones. Las ninfómanas. Los viejos verdes. Los que acechan en los vestuarios. Los que meten mano.

Todos esos cocos sexuales, hombres y mujeres, acerca de los que tu madre te previno. Todas esas historias de miedo para que fueras con cuidado.

Estamos todos aquí. Vivitos y renqueando.

Este es el mundo de la terapia de doce pasos contra la adicción sexual. De la conducta sexual compulsiva. Todas las noches de la semana se reúnen en el cuarto de atrás de alguna iglesia. En la sala de conferencias de algún centro cívico. Todas las noches en todas las ciudades. Incluso hay reuniones virtuales en Internet.

A mi mejor amigo, Denny, lo conocí en una reunión de adictos al sexo. Denny había llegado a un punto en que tenía que masturbarse quince veces al día solamente para quedarse tranquilo. Apenas podía cerrar el puño y estaba preocupado por lo que podía provocarle a largo plazo tanto lubricante a base de petróleo.

Había pensado en pasarse a alguna loción, pero cualquier cosa que ablandara la piel le parecía contraproducente.

Denny y todos esos hombres y mujeres que te parecen tan horribles y grotescos y patéticos, aquí es donde se sueltan el pelo. Aquí es donde vienen a sincerarse.

Aquí hay prostitutas y delincuentes sexuales con un permiso para salir tres horas de sus celdas de seguridad, codo a codo con mujeres enganchadas al sexo en grupo y hombres que la chupan en librerías para adultos. Aquí la puta se reúne con el putero. El agresor sexual con el agredido.

Nico me acerca su culo grande y blanco a la punta del rabo y se deja caer. Sube y baja. Montando mi cuerpo con todas sus fuerzas. Elevándose y bajando de golpe. Mientras golpea mis caderas, los músculos de sus brazos se hinchan. Los muslos se me ponen blancos y se entumecen bajo sus manos.

—Ahora que nos conocemos —le digo—, ¿dirías que te gusto, Nico?

Ella gira la cabeza para mirarme por encima del hombro.

—Cuando seas médico podrás extender recetas de cualquier cosa, ¿no?

Eso será si vuelvo a la facultad. Nunca infravalores el poder de una licenciatura en medicina para conseguirte sexo. Levanto las manos y coloco las palmas abiertas sobre la parte interior, lisa y suave, de cada uno de sus muslos. Para ayudarla a subir y bajar, supongo, y ella entrelaza sus dedos suaves y fríos con los míos.

Con mi rabo enfundado en su interior y sin girarse, me dice:

—Mis amigas me apuestan dinero a que estás casado.

Yo le agarro el culo blanco y liso con las manos.

—¿Cuánto? —le digo.

Le digo a Nico que a lo mejor sus amigas tienen razón.

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