Así habló Zaratustra (23 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Ya no pastor, ya no hombre, ¡un transfigurado, ilumina­do, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre al­guno como él rió!

Oh hermanos míos, oí una risa que no era risa de hom­bre, y ahora me devora una sed, un anhelo que nunca se aplaca.

Mi anhelo de esa risa me devora; ¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora!

Así habló Zaratustra.

* * *

De la bienaventuranza no querida
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Con tales enigmas y amarguras en el corazón cruzó Za­ratustra el mar. Mas cuando estuvo a cuatro días de viaje de las islas afortunadas y de sus amigos, había superado todo su do­lor; victorioso y con pies firmes se hallaba erguido de nue­vo sobre su destino. Y entonces Zaratustra habló así a su con­ciencia jubilosa:

Solo estoy de nuevo, y quiero estarlo, solo con el cielo puro y el mar libre; y de nuevo me rodea la tarde.

En una tarde encontré por vez primera en otro tiempo a mis amigos, en una tarde también la vez segunda,
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en la hora en que toda luz se vuelve más silenciosa.

Pues lo que de felicidad se encuentra aún en camino entre el cielo y la tierra, eso búscase como asilo un alma luminosa: a causa de la felicidad se ha vuelto toda luz más silenciosa ahora.

¡Oh tarde de mi vida! En otro tiempo también mi felicidad descendió al valle para buscarse un asilo; allí encontró esas al­mas abiertas y hospitalarias

¡Oh tarde de mi vida! ¡Qué no he entregado yo a cambio de tener una sola cosa: este viviente plantel de mis pensamientos y esta luz matinal de mi más alta esperanza!

Compañeros de viaje buscó en otro tiempo el creador, e hi­jos de su esperanza; y ocurrió que no pudo encontrarlos, a no ser que él mismo los crease.

Así estoy en medio de mi obra, yendo hacia mis hijos y vol­viendo de ellos; por amor a sus hijos tiene Zaratustra que consumarse a sí mismo.

Pues radicalmente se ama tan sólo al propio hijo
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y a la propia obra; y donde existe gran amor a sí mismo, allí hay se­ñal de embarazo; esto es lo que he encontrado.

Todavía verdean mis hijos en su primera primavera, unos junto a otros y agitados por vientos comunes, árboles de mi jardín y de mi mejor tierra.

¡Y en verdad!, ¡donde se apiñan tales árboles, allí existen is­las afortunadas!

Pero alguna vez quiero trasplantarlos y ponerlos separados unos de otros; para que cada uno aprenda soledad, y tenaci­dad, y cautela.

Nudoso y retorcido y con flexible dureza deberá estar en­tonces para mí junto al mar, faro viviente de vida invencible.

Allí donde las tempestades se precipitan en el mar y la trompa de las montañas bebe agua, allí debe realizar cada uno alguna vez sus guardias de día y de noche, para su examen y conocimiento.

Conocido y examinado debe ser, para que se sepa si es de mi especie y de mi procedencia; si es señor de una voluntad larga, callado aun cuando habla, y de tal modo dispuesto a dar, que al dar tome.

Para que algún día llegue a ser mi compañero de viaje y concree y concelebre las fiestas junto con Zaratustra;
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al­guien que me escriba mi voluntad en mis tablas, para más plena consumación de todas las cosas.

Y por amor a él y a su igual tengo yo mismo que consumar­me a mí; por ello me aparto ahora de mi felicidad y me ofrez­co a toda infelicidad para mi último examen y mi último co­nocimiento.

Y en verdad era llegado el tiempo de irme; y la sombra del caminante y el instante más largo y la hora más silenciosa; to­dos me decían: «¡Ya ha llegado la hora!»
{293}

El viento me soplaba por el agujero de la cerradura y decía: «¡Ven!» La puerta se me abría arteramente y decía: «¡Ve!»

Mas yo yacía encadenado al amor de mis hijos; el ansia me tendía esos lazos, el ansia de amor, de llegar a ser presa de mis hijos y perderme en ellos.

Ansiar; esto significa ya para mí: haberme perdido. ¡Yo os tengo, hijos míos! En este tener, todo tiene que ser seguridad y nada tiene que ser ansiar.

Pero encobándome yacía sobre mí el sol de mi amor, en su propio jugo cocíase Zaratustra; entonces sombras y dudas se alejaron volando por encima de mí.

De frío e invierno sentía yo ya deseos: «¡Oh, que el frío y el invierno vuelvan a hacerme crujir y chirriar!», suspiraba yo; entonces se levantaron de mí nieblas glaciales.

Mi pasado rompió sus sepulcros, más de un dolor enterra­do vivo se despertó; tan sólo se había adormecido, oculto en sudarios.

Así me gritaron todas las cosas por signos: «¡Ya es tiempo!» Mas yo no oía; hasta que por fin mi abismo se movió y mi pensamiento me mordió.

¡Ay, pensamiento abismal, que eres mi pensamiento! ¿Cuán­do encontraré la fuerza para oírte cavar, y no temblar yo ya?

¡Hasta el cuello me suben los latidos del corazón cuando te oigo cavar! ¡Tu silencio quiere estrangularme; tú, abismal­mente silencioso!

Todavía no me he atrevido nunca a llamarte arriba, ¡ya es bastante que conmigo te haya yo llevado! Aún no era yo bas­tante fuerte para la última arrogancia y petulancia del león.

Bastante terrible ha sida ya siempre para mí tu pesadez, ¡mas alguna vez debo encontrar la fuerza y la voz del león, que te llame arriba!

Cuando yo haya superado esto, entonces quiero superar algo todavía mayor; ¡y una victoria será el sello de mi consu­mación!

Entretanto vago todavía por mares inciertos; el azar me adula, el azar de lengua lisa; hacia adelante y hacia atrás miro; aún no veo final alguno.

Todavía no me ha llegado la hora de mi última lucha, ¿o acaso me llega en este momento? ¡En verdad, con pérfida be­lleza me contemplan el mar y la vida que me rodean!

¡Oh tarde de mi vida! ¡Oh felicidad antes del anochecer! ¡Oh puerto en alta mar! ¡Oh paz en la incertidumbre! ¡Cómo desconfío de todos vosotros!

¡En verdad, desconfío de vuestra pérfida belleza! Me parezco al amante, que desconfía de la sonrisa demasiado aterciopelada.

Así como el celoso rechaza lejos de sí a la más amada, sien­do tierno incluso en su dureza, así rechazo yo lejos de mí esta hora bienaventurada.

¡Aléjate, hora bienaventurada! ¡Contigo me llegó una bie­naventuranza no querida! Dispuesto a mi dolor más profun­do me encuentro aquí; ¡a destiempo has venido!

¡Aléjate, hora bienaventurada! Es mejor que busques asilo allí ¡entre mis hijos! ¡Apresúrate!, ¡y bendícelos con mi feli­cidad antes del anochecer!

Ya se aproxima el anochecer: el sol se pone. ¡Vete, felicidad mía!

Así habló Zaratustra, y aguardó a su infelicidad durante toda la noche, mas aguardó en vano. La noche permaneció clara y silen­ciosa, y la felicidad misma se le fue acercando cada vez más. Ha­cia la mañana Zaratustra rió a su corazón y dijo burlonamente: «La felicidad corre detrás de mí. Esto se debe a que yo no corro detrás de las mujeres. Pero la felicidad es una mujer».

* * *

Antes de la salida del sol
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Oh cielo por encima de mí, tú puro! ¡Profundo! ¡Abismo de luz! Contemplándote me estremezco de ansias divinas.

Arrojarme a tu altura ¡ésa es mi profundidad! Cobijarme en tu pureza ¡ésa es mi inocencia!

Al dios su belleza lo encubre: así me ocultas tú tus estrellas. No hablas: así me anuncias tu sabiduría.

Mudo sobre el mar rugiente has salido hoy para mí, tu amor y tu pudor dicen revelación a mi rugiente alma.

El que hayas venido bello a mí, encubierto en tu belleza, el que mudo me hables, manifiesto en tu sabiduría.

¡Oh, cómo no iba yo a adivinar todos los pudores de tu alma! ¡Antes del sol has venido a mí tú, el más solitario de to­dos!

Somos amigos desde el comienzo; comunes nos son la tris­tura y la pavura y la hondura;
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hasta el sol nos es común.

No hablamos entre nosotros, pues sabemos demasiadas cosas; callamos juntos, sonreímos juntos a nuestro saber.

¿No eres tú acaso la luz para mi fuego? ¿No tienes tú el alma gemela de mi conocimiento?

Juntos aprendimos todo; juntos aprendimos a ascender por encima de nosotros hacia nosotros mismos, y a sonreír sin nubes;

a sonreír sin nubes hacia abajo, desde ojos luminosos y desde una remota lejanía, mientras debajo de nosotros la coacción y la finalidad y la culpa exhalan vapores como si fuesen lluvia.

Y cuando yo caminaba solo: ¿de quién tenía hambre mi alma por las noches y en los senderos errados? Y cuando yo subía montañas, ¿a quién buscaba siempre en las montañas sino a ti?

Y todo mi caminar y subir montañas, era una necesidad tan sólo, y un recurso del desvalido; ¡volar es lo único que mi entera voluntad quiere, volar dentro de ti!

¿Y a quién odiaba yo más que a las nubes pasajeras y a to­das las cosas que te manchan? ¡Y hasta a mi propio odio odia­ba yo, porque te manchaba!

Estoy enojado con las nubes pasajeras, con esos gatos de presa que furtivamente se deslizan; nos quitan a ti y a mí lo que nos es común: el inmenso e ilimitado decir sí y amén.

Estamos enojados con esas mediadoras y entrometidas, las nubes pasajeras: mitad de esto mitad de aquello, que no han aprendido a bendecir ni a maldecir a fondo.

¡Prefiero estar sentado en el tonel bajo un cielo cubierto, prefiero estar sentado sin cielo en el abismo, que verte a ti, cie­lo de luz, manchado con nubes pasajeras!

Y a menudo he sentido deseos de sujetarlas con los denta­dos alambres áureos del rayo, y golpear los timbales, como el trueno, sobre su panza de caldera;

ser un encolerizado timbalero, porque me roban tu ¡sí! y ¡amén!, ¡cielo por encima de mí, tú puro! ¡Luminoso! ¡Abismo de luz! porque te roban mi ¡sí! y ¡amén!

Pues prefiero el ruido y el trueno y las maldiciones del mal tiempo a esta circunspecta y dubitante quietud gatuna; y tam­bién entre los hombres, a los que más odio es a todos los que andan sin ruido, y a todos los medias tintas, y a los que son como dubitantes e indecisas nubes pasajeras.

¡Y «el que no pueda bendecir, debe aprender a malde­cir»!
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esta luminosa enseñanza me cayó de un cielo lumi­noso, esta estrella brilla en mi cielo hasta en las noches negras.

Mas yo soy uno que bendice y que dice sí, con tal de que tú estés a mi alrededor, ¡tú puro!, ¡luminoso!, ¡tú abismo de luz! a todos los abismos llevo yo entonces, como una bendición, mi decir sí.

Me he convertido en uno que bendice y que dice sí, y he lu­chado durante largo tiempo, y fui un luchador, a fin de tener un día las manos libres para bendecir.

Pero ésta es mi bendición: estar yo sobre cada cosa como su cielo propio, como su techo redondo, su campana azur y su eterna seguridad, ¡bienaventurado quien así bendice!

Pues todas las cosas están bautizadas en el manantial de la eternidad y más allá del bien y del mal; el bien y el mal mismos no son más que sombras intermedias y húmedas tribulacio­nes y nubes pasajeras.

En verdad, una bendición es, y no una blasfemia, el que yo enseñe: «Sobre todas las cosas está el cielo Azar, el cielo Ino­cencia, el cielo Casualidad y el cielo Arrogancia».

«De casualidad» ésta es la más vieja aristocracia del mun­do,
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yo se la he restituido a todas las cosas, yo la he redimido de la servidumbre a la finalidad.

Esta libertad y esta celestial serenidad yo las he puesto como campana azur sobre todas las cosas al enseñar que por encima de ellas y a través de ellas no hay ninguna «voluntad eterna» que quiera.

Esta arrogancia y esta necedad púselas yo en lugar de aque­lla voluntad cuando enseñé: «En todas las cosas sólo una es imposible: ¡racionalidad!»

Un poco de razón, ciertamente, una semilla de sabiduría, esparcida entre estrella y estrella, esa levadura está mezclada en todas las cosas
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¡por amor a la necedad hay mezclada sabiduría en todas las cosas!

Un poco de sabiduría sí es posible; pero ésta fue la bienaven­turada seguridad que encontré en todas las cosas: que prefie­ren bailar sobre los pies del azar.

Oh cielo por encima de mí, ¡tú puro!, ¡elevado! Ésta es para mí tu pureza, ¡que no existe ninguna eterna araña y ninguna eterna telaraña de la razón;

que tú eres para mí una pista de baile para azares divinos, que tú eres para mí una mesa de dioses para dados y jugado­res divinos!
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Pero ¿te sonrojas? ¿He dicho tal vez cosas que no pueden decirse? ¿He blasfemado queriendo bendecirte?

¿O acaso es el pudor compartido el que te ha hecho enroje­cer? ¿Acaso me ordenas irme y callar porque ahora viene el día?

El mundo es profundo, y más profundo de lo que nun­ca ha pensado el día.
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No a todas las cosas les es lícito tener palabras antes del día. Pero el día viene, ¡por eso ahora nos separamos!

Oh cielo por encima de mí, ¡tú pudoroso!, ¡ardiente! ¡Oh tú felicidad mía antes de la salida del sol! El día viene: ¡por eso ahora nos separamos!

Así habló Zaratustra.

* * *

De la virtud empequeñecedora
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1

Cuando Zaratustra estuvo de nuevo en tierra firme no mar­chó derechamente a su montaña y a su caverna, sino que hizo muchos caminos y preguntas y se informó de esto y de lo otro, de modo que, bromeando, decía de sí mismo: «¡He aquí un río que con numerosas curvas refluye hacia la fuente!» Pues quería enterarse de lo que entretanto había ocurrido con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y en una ocasión vio una fila de casas nuevas; entonces se maravi­lló y dijo:

¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma gran­de las ha colocado ahí como símbolo de sí misma!

¿Las sacó acaso un niño idiota de su caja de juguetes? ¡Oja­lá otro niño vuelva a meterlas en su caja!

Y esas habitaciones y cuartos: ¿pueden salir y entrar ahí va­rones? Parécenme hechas para muñecas de seda; o para gatos golosos, que también permiten sin duda que se los golosinee a ellos.

Y Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo turbado: «¡Todo se ha vuelto más pequeño!

Por todas partes veo puertas más bajas: quien es de mi es­pecie puede pasar todavía por ellas sin duda ¡pero tiene que agacharse!

Oh, cuándo regresaré a mi patria, donde ya no tengo que agacharme ¡dónde ya no tengo que agacharme ante los pe­queños!» Y Zaratustra suspiró y miró a la lejanía.

Y aquel mismo día pronunció su discurso sobre la virtud empequeñecedora.

2

Yo camino a través de este pueblo y mantengo abiertos mis ojos: no me perdonan que no esté envidioso de sus virtu­des.

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