Así habló Zaratustra (21 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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¿Y quién le ha enseñado a ella la reconciliación con el tiem­po, y algo que es superior a toda reconciliación?

Algo superior a toda reconciliación tiene que querer la vo­luntad que es voluntad de poder - : sin embargo ¿cómo le ocurre esto? ¿Quién le ha enseñado incluso el querer hacia atrás?»

- En este momento de su discurso ocurrió que Zaratustra se detuvo de repente, y semejaba del todo alguien que estuvie­se aterrorizado al máximo. Con ojos horrorizados miró a sus discípulos; sus ojos perforaban como con flechas los pensa­mientos de éstos e incluso los trasfondos de tales pensamien­tos. Mas pasado un poco de tiempo volvió ya a reír y dijo con voz bondadosa:

«Es difícil vivir con hombres, porque callar es muy difícil. Sobre todo para un charlatán».
{262}

Así habló Zaratustra. El jorobado había escuchado la con­versación y había cubierto su rostro al hacerlo; mas cuando oyó reír a Zaratustra, alzó los ojos con curiosidad y dijo len­tamente:

«¿Por qué Zaratustra nos habla a nosotros de modo distin­to que a sus discípulos?»

Zaratustra respondió: «¡Qué tiene de extraño! ¡Con joroba­dos es lícito hablar de manera jorobada!»

«Bien, dijo el jorobado; y con discípulos es lícito charlar de manera discipular.
{263}

Mas ¿por qué Zaratustra habla a sus discípulos de manera distinta que a sí mismo?»

* * *

De la cordura respecto a los hombres

No la altura: la pendiente es lo horrible!

La pendiente, donde la mirada se precipita hacia abajo y la mano se agarra hacia arriba. Aquí se apodera del corazón el vértigo de su doble voluntad.

Ay, amigos, ¿adivináis también la doble voluntad de mi cora­zón?

Esto, esto es mi pendiente y mi peligro, el que mi mirada se precipite hacia la altura y mi mano quiera sostenerse y apo­yarse - ¡en la profundidad!

Al hombre se aferra mi voluntad, con cadenas me ato a mí mismo al hombre, pues me siento arrastrado hacia arriba, hacia el superhombre: hacia allí tiende mi otra voluntad.
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Y para esto vivo ciego entre los hombres; como si no los co­nociese: para que mi mano no pierda del todo su fe en algo es­table.

Yo no os conozco a vosotros, hombres: ésta es la tiniebla y éste es el consuelo que me han rodeado a menudo.

Estoy sentado junto a la puerta de la ciudad, expuesto a to­dos los bribones, y pregunto: ¿quién quiere engañarme?

Ésta es mi primera cordura respecto a los hombres, el dejar­me engañar, a fin de no tener que mantenerme en guardia frente a los engañadores.
{265}

Ay, si yo me mantuviera alerta frente al hombre: ¡cómo po­dría ser éste un ancla para mi globo! ¡Demasiado fácilmente me vería arrastrado a lo alto y a lo lejos!

Ésta es la providencia que domina mi destino, el que yo no tenga que tener cautela.

Y quien no quiera morir de sed entre los hombres tiene que aprender a beber de todos los vasos; y quien quiera permane­cer puro entre los hombres tiene que entender de lavarse in­cluso con agua sucia.

Y así me hablé yo a menudo para consolarme: «¡Bien! ¡Adelante! ¡Viejo corazón! Una infelicidad se te ha malogrado: ¡disfruta eso como tu - felicidad! »

Y ésta es mi segunda cordura respecto a los hombres: yo trato con más indulgencia a los vanidosos que a los orgullosos.

¿No es la vanidad ofendida la madre de todas las tragedias? Pero cuando el orgullo es ofendido, allí brota ciertamente algo aún mejor que el orgullo.

Para que la vida sea buena de contemplar, su espectáculo tiene que ser bien representado: y para ello se necesitan bue­nos comediantes.

Buenos comediantes me han parecido todos los vanidosos: representan la comedia y quieren que la gente guste de verlos, todo su espíritu está en esa voluntad.

Ellos se ponen en escena, se inventan a sí mismos; en su proximidad amo yo contemplar la vida, se me cura así la melancolía.

Por ello trato con indulgencia a los vanidosos, pues son para mí médicos de mi melancolía y me atan al hombre como a un espectáculo.

Y además: ¡quién mide en el vanidoso toda la profundidad de su modestia! Yo soy bueno y compasivo con él a causa de su modestia.

De vosotros quiere él aprender a creer en sí mismo; se ali­menta de vuestras miradas, devora la alabanza que llega de vuestras manos.

Cree incluso vuestras mentiras, si mentís bien acerca de él: pues en lo más hondo su corazón suspira: «¡qué soy yo!»

Y si la verdadera virtud es la que se ignora a sí misma: ¡el vanidoso ignora su modestia!

Y ésta es mi tercera cordura respecto a los hombres, el no permitir a vuestro temor que me quite el gusto de contemplar a los malvados.

Y soy feliz de ver las maravillas que un sol ardiente encoba: tigres y palmeras y serpientes de cascabel.

También entre los hombres hay hermosas crías de un sol ar­diente, y muchas cosas hay dignas de ser admiradas en los malvados.

Es cierto que así como vuestros sapientísimos no me pare­cen tan sabios, así también encontré que la maldad de los hombres está por debajo de su fama.
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Y a menudo me he preguntado, moviendo la cabeza: ¿por qué seguir cascabeleando, serpientes de cascabel?

¡En verdad, también para el mal hay todavía un futuro! Y el sur más ardiente no ha sido aún descubierto para el hombre.

¡Cuántas cosas llámanse ya ahora la peor de las maldades, que, sin embargo, sólo tienen doce pies de ancho y tres meses de duración! Alguna vez vendrán al mundo, sin embargo, dragones mayores.

Pues para que no le falte al superhombre su dragón, el su­perdragón, que sea digno de él: ¡para ello muchos soles ar­dientes tienen aún que abrasar la húmeda selva virgen!

Vuestros gatos salvajes tienen primero que convertirse en tigres, y vuestros sapos venenosos, en cocodrilos: ¡pues el buen cazador debe tener una buena caza!

¡Y en verdad, oh buenos y justos! Muchas cosas hay en vo­sotros que causan risa, ¡y ante todo vuestro miedo de lo que hasta ahora se ha llamado «demonio»!

¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el super­hombre os resultará temible en su bondad!

¡Y vosotros, sabios y sapientes, huiríais de la quemadura de sol que produce la sabiduría, quemadura en la que el super­hombre baña con placer su desnudez!

¡Vosotros, los hombres supremos con que mis ojos tropeza­ron! Ésta es mi duda respecto a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais – demonio!
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Ay, me he cansado de estos hombres, los más elevados y los mejores de todos: desde su «altura» sentía yo deseos de mar­char hacia arriba, lejos, fuera, ¡hacia el superhombre!

Un espanto se apoderó de mí cuando vi desnudos a estos hombres, los mejores de todos:
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entonces me brotaron las alas para alejarme volando hacia futuros remotos.

Hacia futuros más remotos, hacia sures más meridionales que los que artista alguno haya soñado jamás: ¡hacia allí don­de los dioses se avergüenzan de todos los vestidos!

Mas a vosotros, prójimos y semejantes, yo os quiero ver dis­frazados y bien adornados, y vanidosos, y dignos, como «los buenos y justos».

Y disfrazado quiero yo mismo sentarme entre vosotros, -para conoceros mal a vosotros y a mí: ésta es, en efecto, mi úl­tima cordura respecto a los hombres.

Así habló Zaratustra.

* * *

La más silenciosa de todas las horas

Qué me ha ocurrido, amigos míos? Me veis trastornado, acuciado, dócil a pesar mío, dispuesto a marchar - ¡ay, a ale­jarme de vosotros!

Sí, una vez más tiene Zaratustra que volver a su soledad: ¡pero esta vez el oso vuelve de mala gana a su caverna!

¿Qué me ha ocurrido? ¿Quién me lo ordena? - Ay, mi irri­tada señora lo quiere así, me ha hablado: ¿os he dicho ya algu­na vez su nombre?

Ayer al atardecer me habló mi hora más silenciosa: ése es el nombre de mi terrible señora.

Y esto es lo que ocurrió, ¡pues tengo que deciros todo, para que vuestro corazón no se endurezca
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contra el que se va de repente!

¿Conocéis el terror del que se adormece?

Hasta las puntas de los pies tiembla, debido a que el suelo le falla y los sueños comienzan.

Ésta es la parábola que os digo. Ayer, en la hora más silen­ciosa, el suelo me falló: comenzaron los sueños.

La aguja avanzaba, el reloj de mi vida tomaba aliento -, jamás había oído yo tal silencio a mi alrededor: de modo que mi corazón sintió terror.

Entonces algo me habló sin voz:
{270}
«¿Lo sabes, Zaratustra?»

Y yo grité de terror ante ese susurro, y la sangre abandonó mi rostro: pero callé.

Entonces algo volvió a hablarme sin voz: «¡Lo sabes, Zara­tustra, pero no lo dices!»

Y yo respondí por fin, como un testarudo: «¡Sí, lo sé, pero no quiero decirlo!»

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¿No quieres, Za­ratustra? ¿Es eso verdad? ¡No te escondas en tu terquedad!»

Y yo lloré y temblé como un niño, y dije: «¡Ay, lo querría, mas cómo poder! ¡Dispénsame de eso! ¡Está por encima de mis fuerzas!»

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¡Qué importas tú, Zaratustra! ¡Di tu palabra y hazte pedazos!»

Y yo respondí: «Ay, ¿es mi palabra? ¿Quién soy yo? Yo estoy aguardando a uno más digno; no soy siquiera digno de hacer­me pedazos contra él».
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Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¿Qué importas tú? Para mí no eres aún bastante humilde. La humildad tiene la piel más dura de todas».

Y yo respondí: «¡Qué cosas no ha soportado ya la piel de mi humildad! Yo habito al pie de mi altura: ¿cuál es la altura de mis cimas? Nadie me lo ha dicho todavía. Pero conozco bien mis valles».

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «Oh Zaratustra, quien ha de trasladar montañas
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traslada también valles y hondonadas».

Y yo respondí: «Mi voz no ha transladado aún montañas, y lo que he dicho no ha llegado a los hombres. Yo he ido sin duda a los hombres, pero todavía no he llegado hasta ellos».
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Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¡Qué sabes tú de eso! El rocío cae sobre la hierba cuando la noche está más ca­llada que nunca».

Y yo respondí: «Ellos se burlaron de mí cuando encontré mi propio camino y marché por él; y, en verdad, mis pies tembla­ban entonces.

Y así me dijeron: ¡has olvidado el camino, y ahora olvidas también hasta el andar!»

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «¡Qué importa su burla! Tú eres uno que ha olvidado el obedecer: ¡ahora debes mandar!

¿No sabes quién es el más necesario de todos? El que man­da grandes cosas.

Realizar grandes cosas es difícil: pero más difícil es man­darlas.

Esto es lo más imperdonable en ti: tienes poder, y no quie­res dominar.»

Y yo respondí: «Me falta la voz del león para mandar».

Entonces algo me habló de nuevo como un susurro: «Las pa­labras más silenciosas son las que traen la tempestad. Pensa­mientos que caminan con pies de paloma dirigen el mundo.
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Oh Zaratustra, debes caminar como una sombra de lo que tiene que venir: así mandarás y, mandando, precederás a otros.»

Y yo respondí: «Me avergüenzo».

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: «Tienes que ha­certe todavía niño y no tener vergüenza.

El orgullo de la juventud está todavía sobre ti, tarde te has hecho joven: pero el que quiere convertirse en niño tiene que superar incluso su juventud.»

Y yo reflexioné durante largo tiempo, y temblaba. Pero acabé por decir lo que había dicho al comienzo: «No quiero».

Entonces oí risas a mi alrededor. ¡Ay, cómo esas risas me desgarraron las entrañas y me hendieron el corazón!

Y por última vez algo me habló: «¡Oh Zaratustra, tus frutos están maduros, pero tú no estás maduro para tus frutos! Por ello tienes que volver de nuevo a la soledad: pues debes ponerte tierno aún.»

Y de nuevo oí risas que huían: entonces lo que me rodeaba quedó silencioso, como con un doble silencio. Yo yacía por el suelo, y el sudor me corría por los miembros.

-Ahora habéis oído todo, y por qué tengo yo que regresar a mi soledad. No os he callado nada, amigos míos.

Pero también me habéis oído decir quién sigue siendo el más silencioso de todos los hombres - ¡y quiere serlo!

¡Ay, amigos míos! ¡Yo tendría aún algunas cosas que deci­ros, yo tendría aún algunas que daros!
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¿Por qué no las doy? ¿Acaso soy avaro?

Y cuando Zaratustra hubo dicho estas palabras lo asaltó la violencia del dolor y la proximidad de la separación de sus amigos, de modo que lloró sonoramente; y nadie sabía conso­larlo. Y durante la noche se marchó solo y abandonó a sus amigos.
{276}

Tercera parte
de
Así habló Zaratustra

Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy elevado.

¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado?

Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida.

Zaratustra, Del leer y el escribir, I.

El caminante

Fue alrededor de la medianoche cuando Zaratustra em­prendió su camino sobre la cresta de la isla para llegar de madru­gada a la otra orilla, pues en aquel lugar quería embarcarse. Ha­bía allí, en efecto, una buena rada, en la cual gustaban echar el ancla incluso barcos extranjeros; éstos recogían a algunos que querían dejar las islas afortunadas y atravesar el mar. Mientras Zaratustra iba subiendo la montaña pensaba en las muchas ca­minatas solitarias que había realizado desde su juventud y en las muchas montañas y crestas y cimas a que ha había ascendido.

Yo soy un caminente y un escalador de montañas, decía a su corazón, no me gustan las llanuras, y parece que no puedo es­tarme sentado tranquilo largo tiempo.

Y sea cual sea mi destino, sean cuales sean las vivencias que aún haya yo de experimentar, siempre habrá en ello un ca­minar y un escalar montañas; en última instancia uno no tie­ne vivencias más que de sí mismo.
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Pasó ya el tiempo en que era lícito que a mí me sobrevinie­ran acontecimientos casuales, ¡y qué podría ocurrirme toda­vía que no fuera ya algo mío!

Lo único que hace es retornar, por fin vuelve a casa mi propio sí-mismo y cuanto de él estuvo largo tiempo en tierra extraña y disperso entre todas las cosas y acontecimientos ca­suales.

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