Assassin's Creed. La Hermandad (26 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—¿Te lo estás pasando bien, querida? —preguntaba el banquero, que toqueteaba torpemente con sus manos nudosas las ballenas de su vestido.

—Sí,
Eminenza
, mucho. Hay mucho que mirar.

—Oh, bien. No he reparado en gastos, ¿sabes?

Le besuqueó el cuello con los labios. Mordió y chupó mientras bajaba cada vez más su mano.

—No lo dudo —respondió.

Los ojos de la chica se encontraron con los de Ezio por encima del hombro del banquero y le avisaron de que se mantuviera al margen de momento.

—Sí, cariño, las mejores cosas de la vida hacen que el poder resulte gratificante. Si veo una manzana creciendo en un árbol, la arranco. Nadie puede detenerme.

—Bueno —dijo la chica—, supongo que depende un poco de quién sea el árbol.

El banquero se rio socarronamente.

—Por lo visto no lo entiendes: yo soy el dueño de todos los árboles.

—Del mío no, querido.

El banquero se retiró un poco y cuando volvió a hablar, su voz fue gélida.

—Al contrario,
tesora
, te he visto cómo le robabas el monedero a mi ayudante. Creo que me lo he ganado por tu penitencia. De hecho, me lo voy a cobrar toda la noche.

—¿A cobrar?

Ezio esperó que la chica no estuviera tentando su suerte. Miró alrededor de la sala. Había unos guardias colocados en su perímetro a una distancia el uno del otro de unos cuatro metros, pero ninguno estaba cerca. El banquero, en su propio terreno, estaba muy seguro de sí mismo. Tal vez demasiado seguro.

—Eso es lo que he dicho —contestó el banquero, con un rastro de amenaza en su tono. Entonces se le ocurrió una idea nueva—. Por casualidad, ¿no tendrás una hermana?

—No, pero tengo una hija.

El banquero se lo planteó.

—¿Trescientos ducados?

—Setecientos.

—Sabes cómo conseguir lo que quieres, pero... hecho. Es un placer hacer negocios contigo.

Capítulo 33

Según avanzaba la noche, Ezio escuchaba las voces a su alrededor.

—¡Hazlo otra vez!

—¡No, me haces daño!

—No, no puedes hacer eso. ¡No lo permitiré!

Y todos los sonidos de dolor y placer. El dolor real y el placer fingido.

El banquero no perdía ímpetu, por desgracia, y al perder la paciencia con la chica, empezó a romperle el vestido para quitárselo. Sus ojos seguían implorándole a Ezio que se mantuviera al margen.

—Puedo ocuparme de esto —parecía que le estuvieran diciendo.

Volvió a observar la sala. Algunos de los criados y la mayoría de los guardias habían sido inducidos por los invitados a unirse a la diversión, y se dio cuenta de que había gente blandiendo consoladores de hierro y madera, y pequeños látigos negros.

Pronto...

—Ven aquí, querida —decía el banquero para que la chica volviera al sofá. Se sentó a horcajadas sobre ella y comenzó a empujarla.

Sus manos se acercaron al cuello y empezó a estrangularla. Con el ahogo, intentó soltarse, pero se desmayó.

—¡Oh, sí! ¡Me gusta! —exclamó jadeando, con las venas del cuello hinchadas, y sus dedos apretaron el cuello de la chica—. Esto debería aumentar tu placer y desde luego aumenta el mío.

Un minuto más tarde ya había terminado y yacía con todo su peso sobre su cuerpo, resbalándose en su sudor mientras recuperaba el aliento.

No había matado a la chica. Ezio veía cómo se le movía el pecho con la respiración.

El banquero se puso en pie y dejó la figura postrada de la joven medio fuera del sofá.

Soltó una orden a un par de criados que había por allí cerca y aún estaban de servicio:

—Deshaceos de ella.

Mientras el banquero se movía hacia la orgía principal, Ezio y los criados contemplaron cómo se marchaba. En cuanto estuvo a una distancia prudencial y ocupado, los sirvientes levantaron con cuidado el cuerpo de la chica hasta colocarla en el sofá, dejaron una botella de agua junto a ella y la taparon con una manta de piel. Uno de ellos advirtió la presencia de Ezio. Ezio se llevó un dedo a los labios y el hombre sonrió y asintió. Al menos había algo de bondad en aquel antro fétido.

Ezio siguió de cerca al banquero mientras se subía los calzones e iba de grupo en grupo, murmurando sus apreciaciones como un entendido en una galería de arte.

—Oh,
bellissima
—decía de vez en cuando. Se detuvo a mirar y luego se dirigió a la puerta de hierro por la que al principio había aparecido y llamó. La abrió desde dentro el segundo ayudante, que había estado todo aquel tiempo comprobando las nuevas cuentas.

Ezio no les dejó cerrar la puerta. Saltó y empujó a los dos hombres adentro. Cerró la puerta y se enfrentó a ellos. El ayudante, un hombrecillo en mangas de camisa, habló atropelladamente, cayó de rodillas y una mancha oscura salió de entre sus piernas antes de que se desmayara. El banquero se puso de pie.

—¡Tú! —exclamó—.
Assassino!
Pero no por mucho tiempo. —Su brazo intentó tocar una campana, pero Ezio fue más rápido. La hoja oculta salió y cortó los dedos de la mano que el banquero había extendido. El banquero se agarró la mano mutilada cuando los dedos cayeron esparcidos sobre la alfombra—. ¡No te acerques! —gritó—. No conseguirás nada bueno matándome. Cesare acabará contigo. Pero...

—¿Sí?

El hombre puso una cara maliciosa.

—Si me perdonas la vida...

Ezio sonrió. El banquero comprendió y atendió su mano arruinada.

—Bueno —dijo, aunque de sus ojos empezaban a brotar unas lágrimas de dolor y rabia—. Al menos he vivido. Las cosas que he visto, sentido y saboreado. No me arrepiento de nada. No me arrepiento de ningún instante de mi vida.

—Has jugado con las baratijas que da el poder. Un hombre con fuerza de verdad hubiera despreciado tales cosas.

—Le he dado a la gente lo que quería.

—Te has engañado.

—Perdóname.

—Tenéis que pagar vuestra deuda,
Eminenza
. El placer inmerecido se consume.

El banquero se puso de rodillas y farfulló unas oraciones que recordaba a medias.

Ezio alzó la hoja oculta.


Requiescat in pace
—dijo.

Dejó la puerta abierta cuando se marchó. La orgía se había convertido en un manoseo aletargado y oloroso. Un par de invitados, ayudados por los criados, vomitaban, mientras que otro par de sirvientes sacaban un cadáver: era evidente que había sido demasiado para el corazón de alguien. No quedaba nadie de guardia.

—Estamos preparadas —dijo una voz a sus espaldas.

Se dio la vuelta y vio a Claudia. Por la sala, una docena de chicas se levantaron. Entre ellas, vestida de nuevo, un poco consternada, pero bien, estaba la chica de la que el banquero había abusado de forma tan repugnante. Los criados que la habían ayudado estaban a su lado. Eran más reclutas.

—Lárgate de aquí—dijo Claudia—. Recuperaremos el dinero. Con intereses.

—¿Puedes...?

—Esta vez..., sólo por esta vez, confía en mí, Ezio.

Capítulo 34

Aunque su mente dudaba sobre la opción de dejar a su hermana al mando, Ezio admitió para sus adentros que, después de todo, él le había pedido que hiciera aquel trabajo. Había muchas cosas en juego, pero era mejor que la obedeciera y confiara en ella.

Hacía frío a primera hora del día y se puso la capucha al pasar ante los guardias adormilados que había en el exterior del
palazzo
del banquero. Las antorchas se habían consumido y la casa en sí misma, que ya no resplandecía desde el interior por la iluminación, parecía vieja, gris y cansada. Le dio vueltas a la idea de ir tras Rodrigo, a quien no había visto desde su furiosa salida de la tarima después del discurso de Cesare, que, sin duda, no había elegido quedarse en la fiesta; pero descartó esa idea. No iba a irrumpir en el Vaticano él solo y además estaba cansado.

Ezio regresó a la isla Tiberina para lavarse y refrescarse, pero no se entretuvo. Tenía que averiguar, lo antes posible, cómo le había ido a Claudia; sólo entonces podría relajarse de verdad.

El sol estaba saliendo por el horizonte y bañaba de luz dorada los tejados de Roma, mientras Ezio se deslizaba sobre ellos en dirección a La Rosa in Fiore. Desde su posición estratégica, vio un buen número de patrullas de Borgia corriendo por la ciudad en un estado de excitación e inquietud, pero el burdel estaba bien escondido y sus clientes mantenían en secreto su ubicación, puesto que estaba claro que no querrían rendirle cuentas a Cesare si se enteraba de su existencia. Así que Ezio no se sorprendió al no encontrar uniformes Borgia a su alrededor. Bajó en una calle no muy lejana y caminó hacia el burdel, tratando de no correr.

Sin embargo, al acercarse, se puso tenso. Fuera, había signos de lucha y el pavimento estaba manchado de sangre. Desenvainó la espada y, con el corazón latiendo fuertemente en su pecho, se dirigió a la puerta, que se encontró entreabierta.

Los muebles de recepción estaban por el suelo y el lugar patas arriba. En el suelo había unos jarrones rotos y los cuadros de las paredes, ilustraciones de buen gusto de algunos de los episodios más jugosos de Boccaccio, estaban torcidos. Pero aquello no era todo. Los cadáveres de tres guardias Borgia yacían en la entrada y había sangre por todas partes. Iba a seguir adelante cuando una de las cortesanas, la misma chica que había caído en manos del banquero, salió a saludarle. Tenía el vestido y las manos cubiertos de sangre, pero los ojos le brillaban.

—¡Oh, Ezio, gracias a Dios que estás aquí!

—¿Qué ha pasado?

Enseguida pensó en su madre y su hermana.

—Salimos de allí bien, pero los guardias de los Borgia debieron de seguirnos todo el camino de vuelta...

—¿Qué ha pasado?

—Intentaron atraparnos aquí dentro, tendernos una emboscada...

—¿Dónde están Claudia y María?

La chica se puso a llorar.

—Sígueme.

Se dirigió hacia el patio interior de La Rosa in Fiore, Ezio la siguió, todavía muy atemorizado, pero se dio cuenta de que la chica iba desarmada y, a pesar de su aflicción, le guiaba sin miedo. ¿Qué clase de masacre...? ¿Habían matado los guardias a todo el mundo menos a ella? ¿Cómo había escapado? Y al marcharse, ¿se habían llevado el dinero?

La chica abrió la puerta que daba al patio, donde sus ojos contemplaron un panorama atroz, aunque no era el que esperaba.

Había guardias de los Borgia muertos por todas partes, y aquellos que vivían estaban gravemente heridos o se estaban muriendo. En medio, junto a la fuente, estaba Claudia, que tenía el vestido empapado en sangre y llevaba una daga de rodela en una mano y un estilete en la otra. La mayoría de las chicas que había visto en el palazzo del banquero estaban junto a ella, armadas de forma similar.

A un lado, protegida por tres de las muchachas, estaba María, y detrás de ella, amontonadas contra la pared, no había una, sino siete cajas metálicas del mismo tipo que la que Ezio había entregado para el banquero.

Claudia estaba todavía en guardia, como el resto de las mujeres, esperando otra ola de ataques.

—¡Ezio! —exclamó.

—Sí —contestó, aunque estaba mirando la matanza.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Por los tejados, desde la isla Tiberina.

—¿Has visto más?

—Muchos, pero están corriendo en círculos. Ninguno estaba cerca de aquí.

Su hermana se relajó un poco.

—Bien. Entonces debemos limpiar la calle y cerrar la puerta. Luego ya arreglaremos todo este lío.

—¿Habéis... perdido a alguien?

—A dos, Lucía y Agnella. Ya las hemos tumbado sobre sus camas. Murieron con valor.

Ni siquiera temblaba.

—¿Estás bien? —preguntó Ezio, vacilante.

—Perfectamente —respondió, serena—. Necesitaremos ayuda para deshacernos de todo esto. ¿Podrías conseguir a unos cuantos reclutas tuyos para que nos ayuden? Dejamos a nuestros nuevos amigos, los criados, en el palazzo para que despistaran a cualquiera que preguntase.

—¿Escapó alguien de este grupo?

Claudia adoptó una expresión adusta. Seguía sin soltar sus armas.

—Ni uno. Cesare no recibirá noticias.

Ezio se quedó callado por un instante. No se oía nada salvo el agua de la fuente y el canto de los pájaros de la mañana.

—¿Hace cuánto ha ocurrido?

Ella medio sonrió.

—Llegaste justo al final de la fiesta.

Él le devolvió la sonrisa.

—No me necesitas. Mi hermana sabe cómo empuñar un cuchillo.

—Y estoy dispuesta a hacerlo de nuevo.

—Hablas como una auténtica Auditore. Perdóname.

—Necesitabas ponerme a prueba.

—Quería protegerte.

—Como puedes ver, me las arreglo muy bien sola.

—Ya lo veo.

Claudia soltó las armas y señaló los cofres del tesoro.

—¿Son suficientes intereses para ti?

—Veo que puedes jugar mejor que yo y estoy lleno de admiración.

—Bien.

Entonces hicieron lo que habían querido hacer durante los cinco últimos minutos y se echaron el uno en los brazos del otro.

—Excelente —dijo María, que se unió a ellos—. ¡Me alegro de ver que por fin habéis recapacitado!

Capítulo 35

—¡Ezio!

Ezio no esperaba volver a oír aquella voz familiar tan pronto. Su parte pesimista no esperaba volver a oírla nunca más. Sin embargo, se alegró al recibir la nota que le habían dejado en la isla Tiberina, donde le pedían que fuera a El Zorro Durmiente, el cuartel general del Gremio de Ladrones de La Volpe en Roma, a donde se dirigía en aquellos momentos.

Miró a su alrededor, pero no se veía a nadie. Las calles estaban vacías, incluso de uniformes Borgia, puesto que estaba ya en una zona rescatada por los hombres de La Volpe.

—¿Leonardo?

—¡Aquí!

La voz provenía de una oscura entrada. Ezio fue hacia allí y Leonardo le arrastró a las sombras.

—¿Te han seguido?

—No.

—Gracias a Dios. He sudado sangre.

—¿Te han...?

—No. Mi amigo,
messer
Salai, me guarda las espaldas. Le he confiado mi vida.

—¿Tu amigo?

—Sí, somos íntimos.

—Ten cuidado, Leo, se te ablanda el corazón con los jóvenes y eso podría ser tu punto débil.

—Puede que sea blando, pero no soy tonto. Venga, vamos.

Leonardo sacó a Ezio de allí después de mirar a ambos lados de la calle. A unos metros a la derecha, se metió por un callejón que serpenteaba entre los edificios sin ventanas y las paredes sin ninguna característica especial a lo largo de unos doscientos metros, donde se convertía en una encrucijada junto a otros tres callejones más. Leonardo tomó el de la izquierda y después de unos cuantos metros, llegó a una puerta baja y estrecha, que estaba pintada de color verde oscuro. La abrió con una llave. A los dos hombres les costó entrar, pero una vez en el interior, Ezio se halló en una gran sala abovedada. La luz natural bañaba el lugar a través de las ventanas colocadas a gran altura en las paredes, y la habitación estaba llena de mesas de caballetes, abarrotadas de todo tipo de cosas: soportes, esqueletos de animales, libros polvorientos, mapas (raros y valiosos, como todos los mapas). La Hermandad de los Asesinos tenía una colección en Monteriggioni de incalculable valor, pero los Borgia en su ignorancia habían destruido la sala de mapas con cañoneos y, por lo tanto, ya no servían para nada. En la sala donde se encontraban también había lápices, plumas, pinceles, pintura, montones de papeles y dibujos colgados en las paredes... En resumen, era el típico desorden familiar, y de algún modo reconfortante, que siempre había visto Ezio en los estudios de Leonardo.

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