Assassin's Creed. La Hermandad (23 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Lo único que pudo decir fue:


Buona fortuna, contessa
, y... adiós.

—Esperemos que no sea un adiós definitivo.

—Oh, yo creo que sí.

Le miró una vez más.

—Bueno, pues
buona fortuna
, mi príncipe; y
Vittoria agli Assassini!

Dio la vuelta con el caballo y, sin más palabras, ni siquiera una última mirada, al frente de su séquito custodio, salió de la ciudad al galope, hacia el norte y fuera de su vida. Se los quedó observando hasta que no fueron más que meras motas en la distancia, un hombre solitario, de mediana edad, que le había dado una oportunidad al amor y lo había perdido.


Vittoria agli Assassini
—murmuró Ezio en tono apagado para sus adentros mientras se daba la vuelta y volvía a la ciudad que aún dormía.

Capítulo 30

Con el inminente regreso de Cesare, Ezio tuvo que apartar su dolor personal y continuar con el trabajo que el Destino le había dado. En su intento de desproveer a Cesare de sus fondos, el primer paso era encontrar y neutralizar a su banquero, y la pista principal de quién podía ser venía de La Rosa in Fiore.

—¿Qué quieres?

Claudia no podía haber sido menos simpática aunque lo hubiese intentado.

—Hablaste de un senador en la reunión.

—Sí. ¿Por qué?

—Dijiste que le debía dinero al banquero de Cesare. ¿Está aquí?

Se encogió de hombros.

—Probablemente le encuentres en Campidoglio. Estoy segura de que no necesitas mi ayuda para eso.

—¿Qué aspecto tiene?

—Oh, veamos, ¿como todos?

—No juegues conmigo, hermana.

Claudia cedió un poco.

—Puede que tenga unos sesenta años, es delgado, con cara de preocupación, va bien afeitado, tiene el pelo canoso y es de tu estatura o un poco más bajo. Se llama Egidio Troche. Es un tipo testarudo, Ezio, un pesimista, está acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Te va a costar intentar convencerle.

—Gracias. —Ezio la miró con dureza—. Bueno, tengo la intención de localizar a este banquero y matarlo. Tengo una idea bastante aproximada de quién es, pero necesito averiguar dónde vive. Ese senador podría llevarme hasta él.

—El banquero está muy seguro. Como lo estarías tú en su lugar.

—¿Crees que yo no lo estoy?

—Como si me importara.

—Escucha, Claudia, si soy duro contigo es porque me tienes preocupado.

—Ahórratelo.

—Lo estás haciendo bien...

—Gracias, amable señor...

—Pero necesito que organices algo grande para mí. En cuanto tenga neutralizado a este banquero, necesito que tus chicas lleven su dinero a un lugar seguro.

—Avísame cuando lo hayas conseguido, si es que tienes éxito.

—Tan sólo estate alerta.

Con un humor sombrío, Ezio se dirigió a la Colina Capitolina, el centro administrativo de Roma, donde le recibió una escena de mucho movimiento. Había varios senadores tratando sus asuntos en una amplia plaza alrededor de la que estaban dispuestos los edificios del gobierno, acompañados por secretarios y ayudantes, que llevaban papeles en carpetas de cuero e iban de aquí para allá, detrás de sus señores, mientras se movían de un edificio a otro, todos ellos tratando de parecer lo más ocupados e importantes posible. En la medida de lo posible, Ezio se mezcló con el tumulto, atento a cualquier hombre que respondiera a la descripción que Claudia le había dado. Mientras se movía entre la muchedumbre, aguzó el oído para ver si captaba alguna pista sobre su presa. Estaba claro que no había ni rastro de Egidio entre los senadores allí presentes, aunque parecía estar ofreciéndoles a sus colegas un animado tema de conversación.

—Egidio ha estado pidiendo dinero otra vez —dijo uno.

—¿Cuándo? ¿Para qué era esta vez?

—Oh, una propuesta para reducir el número de ejecuciones en público.

—¡Ridículo!

Ezio se colocó junto a otro grupo de senadores y allí recogió más información. No estaba seguro de lo que había oído, si Egidio era un reformista liberal militante (y por lo tanto estúpido), o más bien un estafador torpe.

—Egidio está pidiendo que pongan fin a la tortura de testigos en los tribunales penales —estaba diciendo el miembro destacado del siguiente grupo.

—¡No tiene ninguna posibilidad! —dijo el hombre de aspecto agobiado con el que estaba hablando—. De todos modos, es una fachada. Lo único que quiere es el dinero para pagar sus deudas.

—Y quiere librarse de los permisos de exención.

—¡Por favor, como si algo así fuera a pasar! Deberían permitir a todos los ciudadanos que se sienten maltratados por nuestras leyes que pagaran por una exención. Es nuestro deber. Al fin y al cabo, es nuestro propio Santo Padre quien introdujo los permisos de exención y está siguiendo el ejemplo de Cristo. ¡Benditos sean los Misericordiosos!

«Otro chanchullo de los Borgia para hacer dinero», pensó Ezio, mientras el otro senador replicaba:

—¿Por qué le damos dinero a Egidio? Todo el mundo sabe qué hace con él.

Los dos hombres se rieron y siguieron ocupándose de sus asuntos.

Entonces atrajo la atención de Ezio un pequeño grupo de guardias Borgia, con el emblema personal de Cesare, dos toros rojos con flores de lis, cosido en sus jubones. Como aquello siempre significaba problemas, se dirigió a ellos y vio, al acercarse, que habían rodeado a uno de los senadores. Los demás continuaron como si no pasara nada fuera de lo normal, pero Ezio advirtió que habían dejado bastante espacio entre los guardias y ellos.

El senador desafortunado respondía perfectamente a la descripción de Claudia.

—No más discusiones —estaba diciendo el sargento de los guardias.

—Tienes que hacer efectivo el pago —añadió su cabo—. Y una deuda es una deuda.

Egidio había abandonado toda pretensión de dignidad y estaba suplicando.

—Haced una excepción por un anciano —dijo con voz trémula—. Os lo ruego.

—No —gruñó el sargento e hizo una seña con la cabeza a dos de sus hombres para que cogieran a Egidio y lo tiraran al suelo—. El banquero nos ha enviado a cobrar y ya sabes qué significa eso.

—Mira, dadme hasta mañana, ¡hasta esta noche! Tendré para entonces el dinero.

—No puede ser —respondió el sargento y le dio una patada al senador en el estómago.

Se retiró y el cabo y los otros dos guardias se pusieron a apalear al anciano postrado.

—Eso no os hará conseguir vuestro dinero —dijo Ezio al dar un paso adelante.

—¿Quién eres tú? ¿Un amigo suyo? —Soy un transeúnte preocupado.

—Bueno, ¡pues llévate tu puta preocupación y ocúpate de tus propios asuntos!

El sargento, tal y como Ezio había esperado, se colocó demasiado cerca y con la facilidad de un experto Ezio corrió el pestillo de su hoja oculta, levantó el brazo y lo pasó por el cuello al descubierto del guardia, justo encima de la gorguera que llevaba. Los otros guardias observaban petrificados, llenos de asombro, mientras su líder caía de rodillas, con sus manos tapando en vano la herida, intentando contener la fuente de sangre. Antes de que pudieran reaccionar, Ezio estaba encima de ellos, y unos segundos más tarde, los tres se habían reunido con su sargento en el Otro Lado, todos degollados. La misión de Ezio no dejaba tiempo para el uso de la espada, tan sólo mataría de forma rápida y eficiente.

Durante la refriega, la plaza se había vaciado como por arte de magia. Ezio ayudó a levantarse al senador. Había sangre en la ropa del hombre y parecía, de hecho lo estaba, en un estado de shock mezclado con alivio.

—Será mejor que salgamos de aquí —le dijo Ezio.

—Conozco un sitio. Sígueme —respondió Egidio y salió a una velocidad extraordinaria hacia un callejón entre dos de los edificios gubernamentales más grandes. Corrieron por él, giraron a la izquierda y luego bajaron algunas escaleras hacia una zona subterránea que contenía una puerta. El senador la abrió enseguida y condujo a Ezio a una estancia pequeña y oscura, pero de aspecto acogedor.

—Es mi refugio —dijo Egidio—. Es útil cuando tienes tantos acreedores como yo.

—Y sobre todo cuando uno de ellos es muy grande.

—Mi error fue consolidar todas mis deudas con el banquero. No me di cuenta de sus contactos exactos en aquel momento. Debería haberme quedado con Chigi. Al menos él es honesto. ¡Hasta donde puede serlo un banquero! —Egidio hizo una pausa—. ¿Y tú quién eres? ¿Un buen samaritano de Roma? Creía que eran una especie en extinción.

Ezio ignoró aquel comentario.

—¿Eres el
senatore
Egidio Troche?

Egidio parecía asustado.

—¡No me digas que también te debo dinero!

—No, pero puedes ayudarme. Estoy buscando al banquero de Cesare.

El senador sonrió con frialdad.

—¿Al banquero de Cesare Borgia? ¡Ja! ¿Y tú eres?

—Digamos que soy un amigo de la familia.

—Cesare tiene ahora muchos amigos. Por desgracia, yo no soy uno de ellos. Así que si me disculpas, tengo que empaquetar unas cosas.

—Puedo pagarte.

Egidio dejó de parecer nervioso.

— ¡Ah! ¿Puedes pagarme? Ma che meraviglia! ¡Lucha por mí y me ofrece dinero! Dime, ¿dónde has estado toda mi vida?

—Bueno, no he caído del cielo. Si me ayudas, yo te ayudo. Es tan sencillo como eso.

Egidio se lo planteó.

—Iremos a casa de mi hermano. Con él no tienen discrepancias. Aquí no podemos quedarnos, es demasiado deprimente y está demasiado cerca de mis enemigos. ¿O debería decir «nuestros»?

—Pues vamos.

—Pero tendrás que protegerme. Ahí fuera habrá más guardias de Cesare detrás de mí y no serán especialmente simpáticos, ya sabes a lo que me refiero..., sobre todo después del espectáculo que has montado en la plaza.

—Vamos.

Egidio salió delante con cuidado, asegurándose de que no había moros en la costa antes de comenzar la ruta laberíntica de callejones y caminos de mala muerte para después cruzar la pequeña
piazze
y bordear el mercado. Se encontraron dos veces con una pareja de guardias y las dos veces Ezio tuvo que luchar con ellos, esta vez usando la espada para un efecto completo. Parecía que la ciudad entera estaba en alerta en busca de los dos hombres y ambos, volando, demostraron ser demasiado buenos para los secuaces de Borgia. El tiempo no estaba de parte de Ezio, así que cuando apareció la siguiente pareja de guardias al otro lado de la pequeña plaza, se limitaron a salir corriendo, y Ezio, incapaz de subirse a los tejados con el senador a la zaga, tuvo que depender del aparentemente exhaustivo conocimiento de Egidio de las calles secundarias de Roma. Por fin llegaron a la parte trasera de una nueva y espléndida villa, construida en su propio patio amurallado, a unas manzanas de San Pedro. Egidio le condujo hacia el patio y sacó una llave para cruzar una pequeña puerta de hierro que había en una de las paredes.

Una vez dentro, ambos respiraron con más facilidad.

—Alguien tiene muchas ganas de verte muerto.

—Aún no. Antes quieren que pague.

—¿Por qué no les das de una vez su dinero? Por lo que he oído eres como una vaca lechera para ellos.

—No es tan simple. La cuestión es que he sido un tonto. No soy amigo de los Borgia, aunque me hayan prestado el dinero, pero hace poco me enteré de una información y eso me dio la oportunidad de estafarles un poco.

—¿Y de qué te enteraste?

—Hace unos meses, mi hermano Francesco, que es el chambelán de Cesare (lo sé, lo sé, no empecemos), me contó gran parte de los planes que tenía Cesare para la Romaña. Tiene pensado crear un mini reino allí, desde el que tiene la intención de conquistar el resto del país y hacer que entre en vereda. Como la Romaña hace frontera con los territorios venecianos, Venecia está descontenta con los avances que está haciendo allí Cesare.

—¿Y qué hiciste?

Egidio extendió las manos.

—Escribí al embajador veneciano y le di toda la información que Francesco me había facilitado. Le avisé. Pero debieron de interceptar una de mis cartas.

—¿No implicó eso a tu hermano?

—Hasta ahora se las ha arreglado para mantenerse fuera de peligro.

—Pero ¿qué te indujo a hacer tal cosa?

—Tenía que hacer algo. El Senado no tiene nada que hacer en la actualidad, en serio, salvo dar el visto bueno a todos los decretos de los Borgia. Si no lo hiciera, dejaría de existir. No hay independencia. ¿Sabes lo que es no tener un cazzo que hacer? —Egidio negó con la cabeza—. Te cambia. He de admitir que incluso he empezado a jugar y a beber...

—Y a ir de putas.

El senador le miró.

—Oh, eres bueno. Eres muy bueno. ¿Qué me ha delatado? ¿El aroma a perfume en mi manga?

Ezio sonrió.

—Algo así.

—Hmm. Bueno, como iba diciendo, los senadores antes hacían lo que se supone que hacen los senadores: hacer peticiones reales, como, por ejemplo (¡oh, no sé por dónde empezar!), la crueldad ilegal, los niños abandonados, el crimen en las calles, los tipos de interés o tener un poco de control sobre Chigi y los otros banqueros. Ahora la única legislación que nos permiten redactar independientemente tiene que ver con cosas semejantes al ancho apropiado de las mangas en los vestidos de las mujeres.

—Pero no en tu caso. Has intentado recaudar dinero para causas falsas porque lo necesitabas para pagar tus deudas con el juego.

—No son causas falsas, chico. En cuanto volvamos a tener un gobierno como es debido, y en cuanto yo vuelva a tener estabilidad económica, tengo la intención de luchar por ellas enérgicamente.

—¿Y cuándo crees que será eso?

—Debemos tener paciencia. La tiranía es insoportable, pero no dura para siempre. Es demasiado frágil.

—Ojalá pudiera creerlo.

—Por supuesto, hay que alzarse contra ella, pase lo que pase. Sin duda hay que hacerlo. —Hizo una pausa—. Lo más seguro es que tenga, ¿qué?, diez o quince años más que tú. Tengo que aprovechar al máximo el tiempo. ¿O es que nunca has mirado una tumba y has pensado: esto es lo más importante que habré hecho en toda mi vida, morir?

Ezio se quedó callado.

—No —continuó Egidio—, supongo que no. —Se encerró en sí mismo—. ¡
Maledette
cartas! No debería habérselas mandado nunca al embajador. Ahora Cesare me matará en cuanto tenga oportunidad, haya deudas o no, a menos que gracias a algún milagro decida desatar su ira sobre otra persona. Sabe Dios que es un caprichoso.

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