Assur (99 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

BOOK: Assur
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Echando un vistazo distraído a la concurrida calle, lo vio alejarse dejando tras de sí un olor a albañal reseco y Dvalin se apuró a cerrar el negocio. Mientras daba vueltas a la llave buscó a un chiquillo harapiento al que darle uno de los nuevos mancusos acuñados por el rey Ethelred a cambio de llevar recado a casa de Francesca: esa noche se retrasaría.

Había ido tras él, sorteando a otros transeúntes y manteniendo una distancia prudencial. En su camino ambos se fueron cruzando con los carpinteros de ribera y los oficiales de los astilleros, que habían terminado su jornada, con los tenderos que, como Dvalin, habían echado ya el pestillo, con niños roñosos que jugaban a la piedra o luchaban, con los carboneros del puerto, cubiertos por el negro polvo que les dejaba el trajín diario, con yegüerizos y mozos de cuadras, con cordeleros, herreros y una legión de menestrales, capataces, oficiales y aprendices; la ciudad se recogía y, como si hubieran recibido una señal, también pasaron junto a las fulanas que empezaban a surgir de los callejones, como gusanos de una manzana al fuego.

Tras unas cuantas vueltas por callejuelas cada vez más estrechas, Dvalin vio girar a su presa bajo el letrero desportillado del Bald Swan y, sabiendo que llamaría demasiado la atención si se metía en la taberna, se dispuso a esperar. Compró una empanada de carne en un puesto callejero que inundaba los alrededores con el olor del sebo cocinado y buscó una esquina oscura en la que acechar sin ser visto.

Aún no había terminado de chupetearse los dedos grasientos cuando aquel esmirriado con más ojos que cara salió de la taberna con una amplia sonrisa que le retorcía el mentón. Entonces, Dvalin tuvo que tomar una decisión y optó por aguardar. Si lo había despachado con tanta premura, probablemente se debía a que Víkar querría más detalles, así que el enano se imaginó que, antes o después, sorprendería a aquel tipejo rondando su negocio en busca de Ulfr o Thyre, o quizá para seguirlo a él mismo.

El nórdico tardó un buen rato en salir del Bald Swan y, cuando lo hizo, se tambaleaba ebrio de un lado a otro. Era obvio que había aprovechado su tiempo en la taberna, pero aun borracho como estaba resultó evidente para Dvalin que aquel era un tipo peligroso.

Parecía un poco más bajo que Ulfr, pero más grueso, con el vientre hinchado por la cerveza y los excesos de carne, aunque el enano se hubiera apostado el valor de dos hornadas a que se mantenía firme, sin restarle agilidad a su dueño. Sus brazos eran fornidos y de muñecas gruesas, acostumbrados a alzar las armas que portaba a la cintura. Tenía el cabello y la barba oscuros y sus ojos eran claros, aunque Dvalin, por la distancia, no pudo distinguir el color. Era todo lo que el enano hubiera querido ser y parecer, y Dvalin no pudo evitar sentir un resquemor bilioso que le sirvió de acicate.

Lo siguió ayudado por la oscuridad y las sombras de la noche que se cernía en la ciudad, llenándolo todo con una brisa fresca que revolvía los hedores y las miasmas de los miles de almas que llenaban la ribera del Thames. Las ratas del puerto campaban pegándose a los frisos de las fachadas, camino a los muladares y, mientras los vagabundos las cazaban para evitar morir de hambre, los noctámbulos buscaban entretenimiento.

Cuando llegaron a los embarcaderos el nórdico se detuvo junto al río. Dvalin, que no lo perdía de vista, se agazapó entre cajas vacías, en un tramo de adoquines que brillaba por las escamas sueltas del pescado que se había trajinado en el cercano mercado de Billingsgate. Víkar, pese a su ebriedad, se subió con equilibrio envidiable en uno de los pilotes y orinó ruidosamente haciendo su aportación alcohólica al maltratado Thames, que a esa altura ya recibía las aguas de las sangraduras, achiques y desagües de gran parte de la populosa ciudad.

Luego lo vio rondar con familiaridad hacia el oeste, remontando el río hasta el salón de la cofradía de boteros para, después de titubear en un par de bocacalles, internarse en los callejones transversales a la vía del Thames. Después de un centenar de pasos se acercó a un corrillo de mujeres que, por los apretados corpiños y los llamativos colores con los que se habían pintarrajeado, anunciaban su oficio eficientemente.

Víkar eligió a la más alta, una mujerona corpulenta de amplias curvas con cierto aire a potranca desgarbada. Entre risas y palabras incoherentes que solo necesitaron la traducción que aportaron las monedas que le entregó, se echaron a andar.

Torcieron varias veces, regresando hacia el este. Y Dvalin la vio a ella hacerle arrumacos cariñosos al nórdico. Acabaron en una posada de mala muerte en el primer piso de un caserón ajado oculto en uno de los callejones que daban a la calle del puente.

Viéndolos subir por la escalera que corría por el lateral de la vivienda para dar acceso a los hospedados, Dvalin se dio por contento. Ya sabía lo que necesitaba. Ahora solo le faltaba esperar a que el otro volviese a rondar alguna vez la panadería.

Thyre se sentía muy pesada y torpe, casi incapaz de hacer hasta las tareas más pequeñas. Y aunque no estaba segura, por sus cuentas todavía faltaba, al menos, una luna para el parto. Sin embargo, le daba la impresión de que la vida en su interior luchaba ya por abrirse paso, el bebé parecía ser inquieto y se movía a menudo. A veces le dolía la cabeza y se sentía mareada, con fiebres ligeras que le cuarteaban los labios, y sus manos y pies estaban siempre tan hinchados que a ella le resultaban grotescos por mucho que su esposo le dijese una y otra vez que seguía siendo bella y hermosa. Y, pese a que obedecía a la viuda como una chiquilla complaciente, empezaba a hartarse de la cantidad de ajo que Francesca la obligaba a comer para, según decía, ayudarla a sobrellevar los males de la gravidez.

Assur se esforzaba por recordar lo poco que Jesse le había contado sobre el milagro de la preñez de las mujeres, pero entre los años pasados y el poco tiempo que el médico hebreo había dedicado a aquel misterio en sus lecciones, poco más podía hacer que intentar convencer a su esposa de que todo saldría bien.

—Los escotos, cuando las ovejas están preñadas, las llevan a los peores pastos de los terrenos altos. Una madre debe pasar hambre —dijo Dvalin con vehemencia.

Francesca negó enérgicamente. Y, como siempre, mezcló el dialecto de su tierra natal, el idioma de los anglos y el nórdico que había aprendido del enano para chapurrear su desacuerdo.

—No, no… Tiene que comer por ella y por el bebé…

Thyre los miró a ambos divertida, ahogando un gemido de dolor porque el bebé parecía un poco más revoltoso de lo normal. Assur se dio cuenta y la miró con preocupación hasta que ella negó suavemente con la cabeza.

Estaban todos en la casa de la viuda, disfrutando tranquilamente de la charla de sobremesa tras la cena y, aunque Assur quería preguntarle al enano por su curioso comportamiento de esos días, la conversación, como tantas veces en los últimos tiempos, la acaparaban las mujeres con los detalles del embarazo.

—¿Y tú qué sabrás de embarazos y partos? —preguntó Francesca con retranca mal disimulada—. ¿Te piensas que como apenas has crecido lo recuerdas mejor? —terminó la viuda entre risas.

Dvalin, que no le hubiera consentido una chanza así ni al mismísimo rey Ethelred, contuvo la risa y fingió enfado. Estuvo a punto de decir una grosería, mentando lo poco que parecía importarle su estatura a la lombarda cuando en el asunto estaba la cama de por medio, pero calló por deferencia a Thyre, que sonreía con mesura.

Assur, pensando que la charla podía desembocar en palabras menos agradables si se empezaba a hablar del tamaño de los críos, pensó en aprovechar para preguntarle a Dvalin por las escapadas tempranas de las últimas noches, pero Thyre se le adelantó.

—Nunca me has hablado de tus partos… —insinuó Thyre con curiosidad, pero sin atreverse a preguntar de modo directo.

Una sombra cruzó la expresión de la viuda y Dvalin la miró consternado, haciendo que Thyre se sintiera mal al instante, sabedora de que, por algún motivo que desconocía, había metido la pata.

Francesca, recuperando su habitual aire de jovialidad, mudó pronto el gesto, pero sin llegar a decir nada.

—Esa es una historia triste y larga que no merece la pena ser contada —intervino el enano mirando a su amante con preocupación.

La viuda siguió en silencio, intentando componer su rostro con un aire de indiferencia y Thyre, haciendo un esfuerzo notable, se levantó para ponerse tras ella y apoyarle las manos en los hombros.

Assur miró a su esposa intentando decirle que no se preocupara, pero veía en sus ojos la consternación que sentía.

—Pues no te quejas de mi estatura cuando me bajo los pantalones. Para eso, parece que he crecido lo suficiente… —los sorprendió a todos Dvalin soltando de golpe la grosería que se había guardado para sí poco antes.

Francesca rio con franqueza, y negó una vez más con la cabeza limpiándose una lágrima furtiva que se le escurría por la mejilla derecha.

El embarazo de Thyre volvió pronto a centrar la conversación y no fue hasta algo más tarde, cuando ya pensaban en acostarse y las mujeres se entretenían charlando la una con la otra, que Assur pudo hablar con el enano.

Sin muchos detalles, Dvalin le explicó la triste historia de la viuda, que antes de perder a su esposo había dado a luz a casi media docena de niños que nacieron muertos y a dos que solo vivieron un par de días, algo de lo que Francesca no había podido recuperarse jamás y, según el enano, la causa segura de que la lombarda hubiera tomado tanto cariño a Thyre.

Después de escuchar a su amigo, Assur le preguntó finalmente por aquellos escarceos de los últimos días. Pero Dvalin respondió con mentiras y el hispano, que empezaba a conocerlo bien, se temió lo peor.

Dvalin no había vuelto a ver a aquel enclenque de ojos saltones, al que uno de los estibadores del puerto, que había recibido las monedas de Víkar, identificó como Henry gracias a un nuevo soborno del enano. Aunque el tahonero supuso que el hecho de no haberlo pillado espiándolo no significaba demasiado y, por eso, cada día se aseguraba muy mucho de no seguir la misma ruta para llegar hasta casa de Francesca, haciendo siempre paradas incoherentes en cualquier taberna e intentando despistar a cualquier posible perseguidor con alguna carrera entre bocacalle y bocacalle después de haber tomado una intersección. De hecho, en un par de ocasiones hasta se había quedado a dormir en el negocio, acomodado entre los sacos de harina, aunque le supusiera levantarse con los cuadriles doloridos y el cuello castigado.

Sin embargo, aprovechando esas noches en la panadería y otras excusas varias que se inventó al vuelo ante la severa mirada de Francesca, había buscado el modo de tener sus buenos ratos libres en los últimos días, porque además del tal Henry, también pretendía ocuparse de Víkar.

Pasando irónicamente de un papel al opuesto, Dvalin dedicaba todas sus escapadas a seguir con disimulo al nórdico, para intentar averiguar lo que podía sobre el que ya consideraba su enemigo. Y después de haberle pisado los talones a Víkar durante todos aquellos ratos robados, el enano empezaba a sentirse razonablemente seguro de los hábitos que su enemigo había adoptado en el ajetreo de la ciudad.

Por lo que averiguó el tahonero, su rival llevaba una vida bastante disoluta, buscando jarana y mujeres de escasa reputación en las noches y sobrellevando las resacas durante el día sin más preocupación que elegir la taberna en la que comería. Víkar solo parecía fiel a dos citas en cada una de sus jornadas: invariablemente y sin que importase la cantidad de alcohol que hubiese ventilado en la víspera, cada mañana, con aire resacoso, retiraba a su montura de los establos que había contratado y cabalgaba hasta cruzar el puente sobre el Thames y alejarse hacia los primeros bosques fuera de la ciudad; allí, como descubrió Dvalin escondido entre arbustos, el nórdico se dedicaba a la práctica con las armas hasta bien entrada la mañana, incluso se había hecho varios peleles con atados de heno y, tras vestirse con cota de malla, los usaba para probar su espada al tiempo que mantenía la guardia con una rodela; y, por las noches, acudía siempre al Bald Swan, donde, por lo que supuso el enano, aguardaba bebiendo por si aparecía su soplón a darle nuevas.

Después de casi una semana siguiendo al nórdico y sin noticias de Henry, Dvalin sopesó largamente sus opciones al calor sofocante del horno, entre paletada y paletada de bollos y panes. Pronto entendió que había una mejor que las demás: lo primero debía ser eliminar a aquel andrajoso con pinta de sapo. Así, después de acabar con el informador, el patrocinador estaría ciego y sordo, falto de las confidencias de aquella sabandija. De ese modo, razonó Dvalin, tendría tiempo de encontrar la manera de acabar para siempre con Víkar.

Dvalin no tuvo que esperar mucho para que la oportunidad surgiese. A los pocos días de haber tomado su determinación, cerca de la festividad que los anglos dedicaban al santo Timothy, mientras el bochornoso verano de la ciudad del río avanzaba hacia su final, sorprendió al tal Henry Smithson rondando la panadería a la hora en la que el enano tenía por costumbre echar el cierre. Dvalin se hizo una rápida composición de lugar y supuso que aquella sabandija lo esperaba para que lo guiase hasta Thyre y Ulfr; y razonó que, probablemente, aquel soplón se había vuelto más atrevido porque, gracias a sus esfuerzos de los últimos tiempos, había conseguido despistarlo en más de una ocasión.

Y allí estaba, medio escondido por el umbral de un portal vecino, rumiando algo que parecía carne seca y mirando a todos lados con aquellos ojos abultados. Con la pinta impaciente de un sabueso babeando ante una liebre recién desollada.

Unos críos, en alguno de sus juegos llenos de imaginaciones alimentadas por viejas leyendas, pasaron persiguiéndose con rostros cubiertos de mugre. Y un carnicero, anunciado por su mandilón pegoteado y la carga de menudos de su carro, les gritó enfurecido cuando pasaron ante los caballos del tiro y los encabritaron. Las risas de los chiquillos se fueron apagando a medida que avanzaban en su carrera y un botero de gorro calado a pesar de los calores del día le dio la razón al del carro quejándose de la alocada juventud de la ciudad, que parecía haber perdido el respeto por sus mayores.

Henry volvía a sentirse apremiado por la necesidad de resultados, había logrado seguir los rumores hasta la panadería del enano, basándose en las palabras de las lenguas que había soltado el dinero de Víkar, pero desde entonces no había avanzado. Sus esfuerzos habían resultado inútiles, por más veces que había pasado delante de la panadería o que había intentado seguir al tal Dvalin, no había conseguido nada digno de mención para su patrón. Ni el hombre ni su mujer se habían pasado por el negocio, y callejear tras el tahonero para llegar hasta ellos solo había servido para perderlo entre las esquinas de la ciudad.

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