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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (32 page)

BOOK: Assur
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Se movían cerca de la costa para evitar el terreno más accidentado del interior y les faltaban solo unas millas para llegar al valle del Eume; luego, una vez cruzado el río, les bastaría subir por la orilla derecha hasta los grandes bosques que encañonaban las rápidas aguas y llegarían a su destino.

En su avance, Gutier distinguió una loma hacia el este, tierra adentro. Una colina que le brindaba la oportunidad que había estado esperando, dejó que Zabazoque aminorase el paso y esperó a ponerse a la altura de Velasco.

Assur, que tras varios fracasos ya había abandonado la intención de amigarse con los rudos frailes, seguía su rutina de las últimas jornadas: caminaba junto a Nuño y los pollinos que tiraban del carretón, siempre guardado por los poco amistosos hombres del obispo, a los que, confirmando las sospechas del infanzón, ya habían visto practicar con los hierros que escondían con maestría entre los pliegues de sus hábitos.

El muchacho observó a Gutier retrasarse desde la vanguardia del grupo y conversar con Velasco unos instantes, para después refrenar el caballo hasta quedar a su altura y descabalgar al lado de la carreta.

—Ven, tenemos algo que hacer —le dijo el infanzón caminando al paso de los borricos y reservándose las palabras por si los hombres de Rosendo escuchaban algo más que el continuo tintinear de los barriles.

Había acordado con Velasco reencontrarse con el grupo en la desembocadura del Eume, donde, según recordaba, un par de tabernas y casuchas de pescadores les servirían para buscar quien les proporcionase una embarcación con la que cruzar el cauce del río, y le había dado unas monedas al otro infanzón con el encargo de tener resuelto ese asunto antes de su regreso.

Se separaron y, mientras la mayoría continuó hacia el norte, Assur y Gutier, seguidos por Furco, se desviaron hacia el este, ascendiendo el abrupto terreno que precedía a la colina en la que se había fijado el infanzón. Como buen estratega, Gutier tenía en mente algo más que la simple escolta del tributo hasta Caaveiro.

No les llevó mucho alcanzar la cima, y el muchacho, sabedor de que su tutor no llevaba bien los excesos de curiosidad, permaneció callado.

Furco, que encontró algún olor interesante detrás de un tocón rodeado de matas de fresas silvestres, se entretuvo dando vueltas en busca del origen.

Aunque ya le había sorprendido cuando unos días antes habían llegado a la costa por primera vez, Assur quedó mudo al ver el océano desde la atalaya natural que formaba el otero. La fastuosidad del mar, y su azul profundo de aguas batidas con olas que se aborregaban incluso al socaire del viento, le produjeron al muchacho una fuerte sensación de insignificancia. Incluso concibió un cierto respeto por los nórdicos, capaces de reunir el valor suficiente como para cruzar aquellas aguas insondables sin más ayuda que las tablas colocadas por un carpintero y su ingenio.

Mientras Assur se llenaba de asombro, Gutier analizaba cada rincón de la costa que se abría ante ellos.

Tras unos instantes tupidos por sus propios silencios, Assur, siguiendo la mirada del infanzón, no supo guardar por más tiempo su curiosidad y terminó por preguntar:

—Es allí, ¿verdad? —dijo el muchacho señalando con el mentón los cabos superpuestos que formaban la ría del Iuvia.

Desde donde estaban, la lengua de tierra de más al norte quedaba cubierta a medias por la del sur, y se mostraba a trozos por sobre las ondulaciones del terreno a lo largo de la media docena de millas en que las aguas dulces del río se enamoraban de la sal del mar. Las pequeñas penínsulas se proyectaban hacia el gran océano cerrándose sobre sí mismas, como dos grandes malecones hechos de rocas bastas y pedazos de monte bravo.

—Sí, es allí —contestó al fin Gutier, y volviéndose hacia el chico, decidió compartir con él sus cuitas—. Son las puntas de Coitelada y Prioriño —dijo indicando con la mano abierta y haciéndola saltar para corresponder cada nombre con su cabo—. No estamos tan arriba como para verlo bien, pero se acercan lo suficiente como para que la boca de la ría resulte fácil de vigilar y cubrir.

—¿Y el puerto? —preguntó Assur.

—En el lado norte, en mitad de la ría.

El muchacho observó lo que su maestro había mirado con tanta atención y terminó por atreverse a emitir un juicio.

—Parece un buen lugar para una emboscada…

Gutier asintió sin demasiada convicción antes de corregir a su pupilo.

—Ese es el problema, solo lo parece —dijo enigmático—. Lo sería si los sorprendiésemos sin más, pero esto será un encuentro pactado, y me temo que ellos desconfiarán. No me gusta, si permanecen en mar abierto, no podremos hacer nada. Es necesario que Weland cumpla con su cometido y consiga que confíen en él.

Assur miró al infanzón sin comprender y Gutier se explicó.

—Weland tiene que convencerlos para que entren en la ría con todos los barcos posibles, los suficientes para que si los hundimos les hagamos un verdadero daño. Si no es así, no obtendremos mucho… Y habremos abierto la caja de los truenos, no nos perdonarán que los ataquemos a traición.

El muchacho no entendía el alcance de las palabras de su mentor y se atrevió a aventurar su opinión.

—Pero… y si les entregamos el tributo, se irán, ¿no? —Assur lo dijo guardándose la emoción que le producía la confrontación y sabiendo, con cierta vergüenza, que no debía anteponer sus ansias de venganza a la idea de una batalla en la que muchos podrían perder la vida.

Gutier miró al chico con un gesto cándido.

—No es tan sencillo. Por desgracia, no lo es… El conde quiere quedarse con el pago, o al menos presentarse ante el obispo como el destructor de la flota normanda y el héroe que evitó la entrega del tributo…

Assur, que, como cualquier otro que hubiera pasado una temporada en el castillo de Sarracín, sabía de la mezquindad del noble berciano, no dijo nada.

—Además, aunque la intención sea, en el fondo, rastrera, la idea no es mala, si pagamos hoy tendremos que volver a pagar mañana… Aunque lo lamento, es necesario que les plantemos cara…

Y después de guardar silencio un instante Gutier añadió algo que Assur recibió con inquietud.

—Y si los normandos se huelen la engañifa, no tendremos elección, se echaran sobre nosotros como lobos hambrientos… Con suficientes navíos fuera de la ría podrían atacarnos por la espalda; ese cabo es un excelente lugar para lanzar un ataque, y por eso mismo es también un pésimo lugar para defenderse…

Assur digirió lo que le decían sin saber cómo tomárselo. Lo que él deseaba era recuperar a sus hermanos, y no lograba poner en orden sus sentimientos, especialmente porque la excitación de la adolescencia parecía gritarle que la batalla sería algo memorable.

Furco, cansado de perseguir al topillo que se había escondido en la mata de fresas, se acercó a los humanos y, como tantas otras veces, reclamó la atención de Assur golpeándole la mano con el hocico. El muchacho respondió rascando al animal tras las orejas mientras pensaba en las lecciones sobre grandes batallas que Jesse había compartido con él.

Los tres permanecieron en el alto de la colina hasta que, mirando al sol, Gutier juzgó que era hora de ponerse en marcha para llegar a las orillas del Eume antes de anochecer.

El Eume, revoltoso y lleno de aguas blanqueadas por sus vertiginosos rápidos, más que fluir, se aceleraba llevado por las pendientes de su cauce y chocaba con las grandes rocas erosionadas del valle con fuerza suficiente como para pulirlas con eficiencia. Encerrado entre lomas y cubierto de árboles que se apretaban en los resquicios de tierra fértil que se acumulaba allá donde el viento la dejaba caer, al socaire de grandes tolmos graníticos, el río parecía un animal enjaulado. Toda su vega era un lugar de selvas profundas salpicadas de berruecos que despuntaban entre las curvas del río, forzándolo, en ocasiones, a tomarse un descanso y arremolinarse en impacientes pozos profundos de aguas azules y limpias por las que remontaban reos que subían desde su estuario.

El mar templaba el clima, y la protección de la ría y del golfo de Ártabros dotaban a la vega de benignos veranos y suaves inviernos de pesadas lluvias en los que la nieve era extraña, la pesca era buena y las tierras eran generosas con sus frutos; gentes y tribus de nombres olvidados se habían beneficiado de ella desde tiempos anteriores a la historia que Jesse podía enseñarle a Assur.

Con los principios del siglo múltiples anacoretas habían buscado la protección de aquellos bosques para ponerse a bien con Dios, rodeados de un paraje que podría haber sido visto como un edén y en el que la providencia del Señor ponía de manifiesto su grandiosidad. Y cuando aquellos ermitaños se sintieron demasiado apretujados en sus soledades, se unieron para fundar un monasterio que pusiera orden a sus rezos y convivencias terrenales sin perder nunca de vista la grandeza del Todopoderoso.

La pobre construcción se colgaba de las rocas del valle como el nido de un águila, desmochada y a medio terminar, con sillares inacabados que se esparcían por el exiguo repecho en la pendiente donde el buen Dios había llamado a aquellos hombres a instalarse; solo era accesible a través de una penosa e interminable ascensión a lo largo de anchos peldaños labrados en las piedras que hacían parecer a las cabalgaduras cabras en equilibrio y que ponía los pelos de punta a todo aquel que se atreviese a mirar al fondo del valle mientras subía. Las copas de árboles viejos le servían de bóveda, y en las tardes de verano los juegos de luces que los rayos de sol colaban entre las verdes hojas hacían las veces de modernas vidrieras.

La humilde comunidad sobrevivía gracias a la caridad y a la buena disposición de algunos patronazgos eventuales de los nobles, y todos los monjes aceptaban gustosos los períodos de escasez y el ayuno forzado, viendo pruebas divinas y sentido de la devoción donde otros veían locura. Sin embargo, su suerte cambió unos años después cuando, llamado por la bondad de aquellos hombres y lo hermoso del lugar, el obispo Rosendo se había dejado influir por las historias que del modesto cenobio se contaban, y había decidido premiar a la comunidad con importantes donaciones que engrandecieron el patrimonio del monasterio, y a las que, además de reliquias, cruces y un bello altar, añadió regalos más mundanos que ayudasen a luchar contra el hambre. Rosendo cedió al cenobio unas buenas fanegas cultivables en su misma orilla del Eume y otorgó a los frailes jurisdicción sobre villas y feligresías de los alrededores, eximiéndolos incluso de su propia autoridad en el obispado de Compostela. Tanto fue así que, con el paso del tiempo, la iglesia que naciera por el amor de unos ermitaños obtuvo la categoría de Real Colegiata, con seis orgullosos canónigos que no olvidaban agradecer a Dios todos los días las preces recibidas bajo el auspicio del obispo.

El lugar era casi una fortaleza encerrada entre montañas, protegida por las laderas y deudora de su magnanimidad, por eso, el obispo Rosendo, mucho menos belicoso y con menos ínfulas que su predecesor Sisnando, había elegido refugiarse en Caaveiro en tan difícil trance. Y aunque había sido la mismísima regente Elvira la que, a través de carta llegada desde León, le había pedido que se encargase del pago del tributo personalmente, el obispo prefirió obedecer solo en parte.

Rosendo dudaba de que su presencia física frente a los terribles paganos del norte fuera necesaria, prefiriendo dejar el asunto en manos del mezquino Gonzalo Sánchez, más de la catadura de aquellos temibles descreídos. Y aun con reservas respecto a la bondad de toda la idea del pago de un tributo, por no hablar de que temía una traición del conde berciano, no estaba dispuesto a terminar con una flecha en la espalda, como terminara Sisnando en la batalla de Fornelos al intentar defender Compostela del ataque de los nórdicos. Había oído que al díscolo obispo le habían arrancado los pulmones por la espalda después de darle muerte, en una suerte de sádico ritual que, de solo imaginarlo, conseguía que su hombría buscase un bolsillo nuevo en la túnica. Así que, sin pretender desobedecer las órdenes recibidas desde la casa real, Caaveiro era el lugar más cercano a los normandos en el que pensaba estar, pues, según razonaba, Dios lo había llamado a este mundo para más excelsas tareas que engrandecieran su obra y palabra, y si para que aquellos demonios heréticos tuvieran que irse había que pagar, por él bien estaba siempre y cuando los caudales los aportase la misma regente a través de préstamo gravado del obispado compostelano.

Y bien a gusto que se sintió Rosendo con su decisión cuando, tras haber enviado a uno de aquellos desagradables hombres de armas a dar recado, fue recibido al pie de la escalinata que subía al monasterio con toda la pompa y boato que aquellos monjes de Caaveiro podían ofrecer.

Aunque el obispo parecía complacido con toda aquella algarabía de respetuosos saludos e interminables fórmulas de cortesía, Gutier estaba deseando seguir camino hacia el norte y llegar hasta el campamento que los hombres de Sarracín ya debían haber instalado en la desembocadura del Iuvia. Sin embargo, tuvo que aparentar humilde obediencia durante un buen rato, y cuando por fin entendió que todo aquel recibimiento había terminado, se dio cuenta de que se había hecho demasiado tarde como para continuar, y de que tendrían que hacer noche en el monasterio de Caaveiro.

Weland vivía el frenesí de los preparativos en el acantonamiento normando con un humor melancólico y dubitativo. Había intentado en varias ocasiones hablar con Gunrød, deseaba reclamar su pago y marcharse al norte cuanto antes, ansioso por disfrutar de su nueva condición de hombre rico y de la fama que acarrearía su hazaña: años infiltrado en tierras cristianas para abrir las puertas de Jacobsland. Sin embargo, el
jarl
lo había evitado en todas las ocasiones, frustrando los intentos de Weland por dejar de convertirse en el Errante.

Los
knerrir
de la costa habían recibido aviso y a pesar de su condición de cargueros todos estaban siendo aprovisionados de armas y escudos, las grandes bodegas que los barcos tenían a proa y popa estaban siendo aliviadas para dar cabida a los guerreros, sus enormes velas cuadradas se remendaban, los nudos de las cajetas se rehacían y nuevas escotas se trenzaban. Todos seguían las instrucciones de su señor; el
jarl
tenía un plan, había ideado una argucia que les aseguraría un asiento en los banquetes sagrados. Se respiraba la ansiedad. Las huestes se agrupaban y las espadas se afilaban mientras los hombres limaban su impaciencia con comentarios acuciosos. Todos hablaban de las riquezas que obtendrían, de las glorias que ganarían para el recuerdo y de cómo los escaldos narrarían sus hazañas, y Gunrød, orgulloso de todos sus lobos, los animaba con verborrea engrandecida mientras repasaba los preparativos: barrerían a los cristianos, arrasarían Jacobsland y no dejarían tras de sí nada más que huesos calcinados.

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