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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (33 page)

BOOK: Assur
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—Quiero irme, quiero mi pago —logró decir Weland con la firmeza justa para solamente rozar la impertinencia.

A su alrededor la actividad era frenética y todos parecían tener tareas pendientes. La atención del
jarl
era solo marginal y a Weland no se le escapó el gesto de desprecio que torció las cicatrices de Gunrød.

—Termina de ajustar las jimelgas de los mástiles de los
skutas
. Y asegúrate de renovar las cintas de los timones —le ordenó secamente el
jarl
al carpintero con el que había estado hablando antes de que el Errante se atreviera a interrumpir.

Estaban en un playón del río donde los menestrales revisaban las embarcaciones mientras Gunrød supervisaba con gesto severo a sus hombres y miraba con ojo crítico sus adorados navíos.

Solo después de que el artesano se hubiera marchado el
jarl
se dignó a mirar a Weland.

—No. Todavía te necesito. Quiero que los cristianos te vean en uno de los barcos cuando entremos en el estuario.

Weland quiso protestar, pero dos de los
berserker
que solían rodear al
jarl
hicieron amago de avanzar al intuir su reacción. No le quedó otro remedio que contenerse si no deseaba acabar descuartizado allí mismo.

—Podrás irte cuando hayamos acabado —sentenció Gunrød.

Los romanos ya habían luchado a sangre y fuego por aquel pedazo de costa, enfrentándose a bárbaros desgreñados que parecían no conocer el miedo, después lo hicieron los suevos, que supieron ver inmediatamente el valor estratégico del enorme puerto natural y, justamente allí, en el refugio que formaban las rías del golfo de Ártabros, donde los moriscos nunca se atrevieron a llevar sus barcos por no atravesar los mares embravecidos que lo rodeaban, habían probado suerte los normandos en más de una ocasión. Ahora, cuando faltaban cinco días para que se cumpliera el plazo puesto por los cristianos, unas nuevas huestes nórdicas, ansiosas como animales rabiosos, volverían a sembrar su violencia.

Manteniendo una ordenada formación, la gran flota normanda bojeaba hacia el norte desde la desembocadura del Ulla, ayudando a las grandes velas de lana con bogadas que seguían el ritmo de las canciones que los remeros dedicaban a Odín. Y su
jarl
, acodado en la borda de uno de los
drekar
que guiaban la partida, observaba la costa y el avance orgulloso de los suyos, de sus lobos, una manada que montaba dragones que surcaban las hijas de Ran. Estaban dispuestos para el combate. Gunrød, apoyado en el extremo libre de rodelas de la traca de arrufo, descansaba el hombro contra las escamas del madero tallado que formaba la proa del navío, el labrado cuello de un mítico monstruo de expresión amenazante hendía las aguas oscuras lanzando espumillones de agua. Sus ojos azules miraban hacia tierra llenos de concentración.

Costeaban farallones que le recordaban a los
fjords
y
víks
de sus tierras, algo más pequeños, imbricados, llenos de rocas desiguales y de calas escasas en las que no había opción a fondear porque los bajíos amenazaban con peñascos afilados. Todo eran roquedales abruptos coronados por bosques verdes entre los que se escurrían cursos de agua que se esforzaban entre pizarras y granitos por llegar al océano. Incluso pudieron ver la caída rabiosa de un riachuelo que se precipitaba directamente al mar desde un roquedo a más de cincuenta pasos de altura, creando una aguzada cascada de suelta agua blanca.

Unos arroaces se cruzaron ante los navíos, jugando a las carreras con los barcos de los nórdicos mientras con sus saltos rompían el oscuro océano que, aun con el tiempo bonancible, usaba sus azules profundos para amenazar con tragarse las ágiles naves. Viendo lo que veía, Gunrød entendía la premura de los romanos, que habían buscado con desesperación puertos seguros más al norte y que, una vez encontrados, fundaran allí sus ciudades y se preocuparan de señalizarlo con una torre desde la que un fanal ardiente guiase al hogar a los marineros entre las aguas traicioneras.

El nombre había ido cambiando con el paso de los años, despegándose de una pátina de su latín original, y ahora las gentes conocían a la ciudad como Crunia, aunque, si las cosas no cambiaban, era probable que no quedase mucho por recordar con el paso de los años. La población, arrimada a las abruptas y pedregosas playas del cabo que abría el golfo de Ártabros por el sur, se había ido vaciando a medida que los miedos de las gentes se habían ido hinchiendo. En las últimas décadas los normandos les habían traído a la memoria horrores que creían olvidados desde que los suevos arrebataran de manos de los centuriones del imperio el dominio de aquellas tierras. Cansados de los eventuales saqueos y hartos de la salvaje piratería de los demonios del norte, los lugareños habían buscado refugio en la siguiente ría del magno puerto, acomodándose en Brigantium, más abrigada y protegida que Crunia. Sin embargo, tras ellos y su abandono quedaba el faro que los romanos habían construido para guardar las vidas de los marinos y salvar los sueños de hijos que, gracias a la torre, no serían huérfanos.

Montado en su propia lengua de tierra, tras la punta que las gentes llamaban Penaboa, quedaba el faro erigido en nombre de Hércules, solitario y vendido al destino, azotado por vientos y tempestades, pero siempre cumplidor con su tarea de mantenerse en pie aunque su luz ya no guiase a los marinos.

Gunrød lo miró todo con ojos críticos y le gustó lo que le rodeaba. Era el lugar perfecto para lo que pretendía; el estuario se enredaba plegándose sobre sí para esconderse en un valle con colinas que lo salvarían de miradas indiscretas.

No le costó dar la orden, los
knerrir
fondearon y los
drekar
se adentraron en la bahía. Algunos hombres se echaron al agua con cabos para, apoyándose en las orillas del Mero, guiar las maniobras de remonte al marcar los virajes apropiados gracias a la tensión de las cuerdas que llegaban hasta los navíos.

Cuando la noche ya amenazaba por el este, los barcos más rápidos y ágiles de la flota estaban escondidos en el río, aguas arriba de los remansos salobres, e incluso aquellos que, por falta de espacio, habían tenido que fondearse en la misma desembocadura estaban ocultos para los cargueros que permanecían en la cola del estuario.

En las orillas del río algunos de los normandos que habían echado pie a tierra se preparaban para la noche. En las hogueras se rustían las piezas que las partidas de caza habían conseguido antes del ocaso, y muchos bebían sin mesura entre eructos y fanfarronadas llenándose las narices de los aromas de la carne asada. Otros afilaban sus hachas y espadas, algunos apretaban los aretes metálicos de sus
brynjas
, muchos se lanzaban pullas cuestionándose mutuamente la virilidad, el valor o la habilidad con las armas, y las altivas respuestas siempre incluían brutales juramentos en los que los nombres de sus dioses se mezclaban con amenazas. Era evidente que se sentían a gusto, olían su presa como sabuesos frenéticos tras el rastro. Se preparaban para la guerra.

Y, mientras los hombres solo echaban en falta a algunas barraganas que sustituyeran a las usadas y famélicas esclavas, su
jarl
ultimaba los detalles de la trampa que tendía; rodeado por la élite de sus hombres y sentado al lado del mayor de los fuegos, hablaba por encima del crepitar de las llamas con el Errante.

—Cuando llegue el momento tendrás tu pago… Por ahora, hay algo que deberás hacer… —le dijo Gunrød con un suspense que parecía divertirle—. Debes convencerlos de que el resto de las naves ya han partido hacia el norte.

Y Weland empezó a comprender que su codicia lo había llevado hasta rincones que hubiera deseado no conocer.

Para Gutier fue un alivio saber que el obispo no pensaba llegarse hasta Adóbrica, pero aún lo fue más ponerse al fin en marcha y dirigirse al norte, aun teniendo que cargar con la ruda pareja de frailes que Rosendo había elegido para guardar en su nombre los barriles con el tributo, y que parecían dispuestos a dejarse despellejar en vida antes que separarse de la carreta.

Preocupado por todos los preparativos, el infanzón deseaba ponerse al cargo de sus hombres en las mesnadas cuanto antes, dudaba de la capacidad como estratega del conde Gonzalo y esperaba poder intervenir para evitar que el planteamiento del noble fuese inapropiado, especialmente después de lo que había visto desde la colina a la que había subido con Assur.

Por su parte, procurando no demostrar la inquietud que sentía, el muchacho intentaba mantener la compostura que sabía que su tutor esperaba de él.

El resto de los hombres afrontaban, cada cual a su modo, lo que se avecinaba, aunque todos compartían un cierto desagrado por haber dejado atrás la sencilla misión de escolta. A excepción de Nuño, eran gente curtida en la batalla y sabían que, se presentase como se presentase, lo que estaba por llegar no tendría nada bueno para ellos, al menos nada más allá de la supervivencia, ya que, en esa ocasión, ni siquiera tendrían tesoros sarracenos que saquear.

Ariolfo, que además del vicio del juego tenía la virtud de la transparencia, no dejaba de mirar los barriles.

—Olvídalo —le dijo Lope por lo bajo—, si no te mata ninguno de esos dos frailes, lo hará Gutier…

Velasco, que se había percatado de la escena, sabía bien que Lope sembraba en barbecho su cizaña, conocía a Ariolfo, y aunque no dudaba de que las tentaciones estarían royendo las tripas del maragato, estaba seguro de que jamás traicionaría a Gutier. Al Boca Podrida sí, pero no a Gutier. De hecho, no podía imaginarse que alguien pudiese traicionar a Gutier.

Assur no encontró medios para evitar la decepción que sintió; influido por las historias de Jesse y las referencias a las temibles legiones romanas o a los sanguinarios hoplitas espartanos, lo que vio a su alrededor no era, en absoluto, como había esperado.

El grupo llegaba al Iuvia desde el sur, y descubría que el Boca Podrida, en lugar de optar por uno de los dos brazos de tierra que formaban la ría, había decidido asentarse en un otero que dominaba la misma desembocadura.

Sin más orden que el azar se dispersaban las tiendas, camastros improvisados, fogatas e incluso hombres de las fuerzas que había reunido el conde Gonzalo Sánchez. Unos perros famélicos se escurrieron entre los huecos libres y, quizá atraídos por el chirrido de las ruedas de la carreta, se acercaron hasta ellos, aunque salieron pronto corriendo con el rabo gacho en cuanto olieron a Furco. Había incluso un buhonero que, atraído por las mesnadas, se había unido al grupo y vendía a voz en grito toda clase de fruslerías.

Cierto era que también había algunos hombres entrenándose con la espada, unos cuantos se delataban como infanzones o caballeros por sus ropajes, y otros que, finiquitando el trabajo de los herreros tras fijar las afiladas puntas a los astiles, emplumaban flechas que juntaban en haces. Sin embargo, Assur había esperado mucho más de aquellos en los que confiaba para recuperar a sus hermanos.

Gutier, que supo ver la desilusión del muchacho, dejó las riendas de Zabazoque en manos de Velasco y se acercó hasta Assur.

—En las afueras del campamento siempre se queda la chusma. Hay hombres que merecen la pena…

Assur no dijo nada, aunque pensó que la estampa que le había ofrecido el campamento de los normandos era bien distinta.

—Anda, busca a Jesse. Yo me reuniré con vosotros en cuanto el conde se haga cargo de la maldita carreta.

Y así lo hizo el infanzón, aunque no regresó de buen humor.

El hebreo se había instalado, con algunos de sus tarros y cachivaches, en una tienda improvisada en el extremo opuesto del campamento, apenas unos palos que tensaban una malla de sombreo, aunque al menos se alejaba lo suficiente de la muchedumbre como para poder obviar el olor a humanidad y excrementos, además de servir como improvisada consulta.

Jesse había recibido al muchacho con alegría todavía descompuesta por el dolor del luto, pero alegría al fin y al cabo, y se había mostrado encantado con la charla distraída que le brindaba su pupilo mientras Furco sesteaba a los pies de Assur, ajeno al barullo de las mesnadas. De cuando en cuando, interrumpiendo la pobre conversación, algún paciente venía a pedir consejo sobre una herida menor, a que le ligasen una torcedura propia de los lances de entrenamiento, o a cambiar el vendaje de las ampollas que arrastraba desde hacía días. Sin embargo, con la aparición del infanzón, el hebreo buscó de inmediato una excusa para alejar al chico y poder hablar a solas con su amigo, deseaba tener noticias frescas sobre el futuro de la contienda, deseaba albergar la esperanza de volver a Monforte con su esposa en un par de días. Y, aunque había esperado ansioso el reencuentro con Gutier, la comprensión de su amigo no le evitó el disgusto que se le atravesó en el gaznate al conocer el pesimismo del infanzón por lo que se avecinaba.

Había llegado el día, pronto amanecería, y con el sol llegarían también los normandos.

Una niebla pesada brotaba de la ría como el aliento de un titán, alzándose perezosa y rodeando los bosques y peñascos de las orillas. La bruma abrazaba a los hombres con una humedad que se agarraba a sus prendas y los hacía sentir incómodos, como si su rocío fuese un dogal de funestos augurios, todos sabían que era el anuncio del caluroso y radiante día que se avecinaba, y todos sabían que el enemigo arribaría pronto.

Las desoídas quejas de Gutier no habían servido de mucho; el conde había dispuesto a sus hombres confiando solo en su criterio y esperando que la sorpresa fuese suficiente para garantizarle una victoria. El noble, convencido de que la ausencia del obispo le pondría en bandeja los dineros del tributo, no parecía dispuesto a prestar la atención merecida a la planificación de la batalla, como si razonase que bastaba con decirles a los nórdicos que no pensaba entregarles el pago para que se marchasen sin más.

Junto con Jesse, los impedidos, menestrales y herreros, y todos los que no estaban llamados a luchar, se habían quedado en el alto donde se había establecido el campamento. Los demás, los útiles para la guerra, se habían repartido.

Una pequeña fuerza, de apenas cien hombres, acompañó al noble hasta Adóbrica, moviéndose por el cabo más septentrional y con la intención de presentarse como embajada de buena voluntad ante los normandos. Y Gutier hubiera preferido estar allí, pero el cómite había querido que él se encargase del resto de las tropas, que debían distribuirse en el lado sur del estuario para emboscar a los nórdicos. Y el leonés había obedecido.

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