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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (48 page)

BOOK: Assur
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Solo le quedaba una cosa: esperar. Un día cualquiera recibiría la noticia que tanto ansiaba. Por el momento, esa noche pensaba ahogar su nerviosismo con grandes cantidades de
jolaol
, deseaba beberse hasta los restos espumosos del último barril de hidromiel.

Ajenos a las maquinaciones de Hardeknud, los dos hermanos hispanos intentaban pasar desapercibidos, contentos con librarse de las iras del hijo del
jarl
. Esa tarde, mientras el
godi
dormitaba entre ronquidos que se oían desde el exterior de la choza, Assur y Sebastián preparaban leña para el invierno. A espaldas de uno de los rediles, Sebastián iba poniendo leños en un viejo y curtido tocón y Assur los abría a golpe de hacha.

—Entonces, ¿para esta primavera?

Assur descargó un nuevo golpe y el trozo de abedul colocado por su hermano crujió bajo la fuerza del filo antes de partirse en dos grandes pedazos que enseñaban la blanca madera. Antes de contestar descansó un momento apoyándose en la contera del mango, mientras, Sebastián apilaba los cachos recién cortados.

—Sí, ya solo falta calafatearla. —E hizo un gesto con el mentón indicándole a Sebastián que pusiese un nuevo leño en el tocón.

—Pero ¿estás seguro?, ¿en la primavera?

Assur alzó de nuevo el hacha con facilidad, y se preparó.

—Sí, si todo sale bien, estará lista. Aunque también tenemos que terminar los remiendos de la vela. Y está el asunto de las provisiones… —dejó las palabras en el aire lanzando una mirada cargada de intención a su hermano.

Sebastián, que pretendió no darse por enterado de la insinuación, colocó ahora un madero de roble.

—O sea, que podríamos hacernos a la mar en unos dos o tres meses, ¿y crees que podríamos estar de vuelta en casa antes del otoño?

Assur volvió a bajar el hacha descargando un golpe que sonó como un trueno y que obligó a Sebastián a mirar con envidia los anchos brazos de su hermano.

—No creo, no basta con llegar a las islas de los anglos —contestó el hermano menor secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Una vez allí, por lo que tengo entendido, tendremos que viajar al sur, hay que atravesar esas tierras hasta una gran ciudad a orillas de un río. —Assur hubiera jurado que algo cambiaba en la expresión de Sebastián—. Y luego habrá que buscar el modo de hacer algunos cuartos, habrá que conseguir dineros con que pagarse el pasaje.

Sebastián perdió el ritmo de trabajo por un momento, parecía meditar sobre las palabras de su hermano.

—Pero, entonces, ¿cuándo estaremos de vuelta?

Assur se extrañó por la insistencia de su hermano, pero no tuvo tiempo ni de contestarle ni de preguntar al respecto, el
godi
se había despertado y se acercaba renqueando.

—¿Acaso pensáis que toda esa leña se va a cortar sola? —refunfuñó el hechicero meneando su bastón como si amenazase con moler a palos a los hispanos—. Basta de cuchichear como dos viejas troceando coles para el estofado, ¡a trabajar!

Los dos hermanos agacharon la cabeza con sumisión y aceleraron el ritmo de la faena ante la severa mirada del vejestorio; Assur pensó con alivio en el poco tiempo que le quedaba de soportar abusos semejantes y Sebastián recordó con renovada ilusión lo que Toda le había dicho esa mañana, y esperó que Assur no se hubiera dado cuenta de su secreto; durante todo el día se había preocupado por encontrarse con ella a hurtadillas para intercambiar dulces palabras y promesas, pero había intentado, en todas las ocasiones, que Assur no se percatase de la emoción que sentía.

Mientras los hispanos trabajaban y el same se recolocaba una y otra vez su raído gorro de lana roja sobre la calva, el prolongado ocaso del norte se colgó del cielo anunciando el fin del corto día y la larga noche de invierno que se avecinaba. En el gran salón, rodeado de las mujeres y esclavas que ultimaban la cena, Hardeknud vaciaba un cuerno tras otro y agradecía el efecto sedante del alcohol reviviendo una y otra vez sus ensoñaciones de poder y grandeza. Pronto llegarían noticias.

Assur no había podido evitarlo. Los acontecimientos se habían desencadenado hacia un irremisible final, y ahora se había quedado sin posibilidades, todo se había ido al garete. Tendría que huir esa misma noche, Sigurd podía regresar en cualquier momento y toda ventaja sería poca ante las iras desatadas del
jarl
.

Lamentaba no haber sido capaz de mantener la sangre fría debida, estaba seguro de que Gutier hubiera reprobado su comportamiento, además, no había servido de nada, todo había acabado antes de poder evitarlo.

Había oído los gritos al salir en busca de aire fresco, huyendo del cargado ambiente del gran salón, atestado de hombres que bebían, comían y gritaban sitiados por fuentes de comida que las mujeres cargaban entre las volutas de humo de los hachones y el fuego; por algún motivo los secuaces de Hardeknud parecían más exaltados de lo normal, igual que lobos oliendo la enfermedad que debilita su presa, y el opresivo ambiente había sido demasiado para Assur. Antes de llegar hasta la gran piedra labrada los había oído a los tres. Había reconocido la voz atiplada de Toda, entreverada por las farfullas en nórdico de Sebastián; y, por encima de ambos, las imprecaciones de la voz ronca de Hardeknud, tomada por los regüeldos del
jolaol
.

Había rodeado el gran salón a toda prisa intuyendo problemas; al llegar no le costó imaginar lo sucedido hasta entonces. Toda tenía la ropa hecha jirones y reculaba gritando en castellano que la dejasen en paz, a cada paso sus pechos se insinuaban entre las rasgaduras, echando lascivas sombras que reptaban sobre su vientre hasta el triángulo de oscuro vello rizado, la piel pálida estaba tensa, reflejando la escasa luz con destellos blancos. Sebastián, a medio camino entre la muchacha y Hardeknud, echaba su brazo izquierdo hacia atrás en un gesto fútil, como queriendo proteger a Toda, y en la mano derecha esgrimía el ridículo cuchillo para hierbajos del
godi
. Hardeknud, borracho como una cuba, le gritaba que se apartase, amenazándolo con arrancarle la cabeza y violar su cuello sangrante antes de hacerse igualmente con la esclava.

Por el momento estaban solo ellos cuatro, y Assur creía que la escandalera no alertaría a los del interior de la
skali
, sin embargo, sabía que si se demoraba lo suficiente el viejo same vendría a buscarlo refunfuñando, amoscado por la tardanza, aunque tenía motivos más que fundados para suponer que el hechicero no intervendría en su favor o el de su hermano, lo más seguro es que incluso admitiese de buena gana que el hijo del
jarl
abusase de la esclava.

Assur estaba seguro de que no sería la primera vez que Hardeknud se beneficiaba a Toda, aun a pesar de la tontuna que impedía a Sebastián reconocer los escarceos coquetos de la muchacha, sin embargo, no era el momento de razonar con su hermano, que, aun inflamado de amor, sería incapaz de defenderse ante la acometida de un hombre que pesaba al menos cuatro arrobas más y era un experto combatiente; Sebastián ni siquiera sujetaba el cuchillo como debía, lo agarraba con dedos apretados, con el mismo gesto de un niño a punto de lanzarle un palo a su cachorro.

Falto de otras opciones, Assur se decidió.

—¡Déjalos! —le gritó al nórdico al tiempo que echaba a andar hacia ellos pensando en qué decir—. Puedes disponer de cualquier otra muchacha del pueblo…

Pero Hardeknud no pareció escucharlo, y Assur temió que la embriaguez del nórdico alienase cualquier discurso conciliador en el que pudiera pensar.

Toda ya no tenía adónde ir, pegaba su espalda a la montonera de turba que hacía de paredón entre los troncos que servían de contrafuerte a la
skali
. Hardeknud pisoteaba sin atención la capa con capucha que había vestido la joven y ella intentaba cubrirse recogiendo con las manos los escasos trozos de las ropas que le quedaban, apretándolos contra su vientre. Sebastián se había detenido unos pasos por delante de ella, y se había encarado al nórdico como si no fuese más que una de las peleas de los chiquillos del pueblo en la era, a cada poco echaba la cabeza atrás con gesto preocupado, mirando, con los ojos desorbitados de un conejo al que están despellejando, a la mujer a quien había aprendido a amar.

Hardeknud inclinaba el rostro a un lado y a otro, intentando atisbar a la mujer tras el hispano con ojos encendidos por la lujuria y el alcohol.

Assur sabía que se le agotaba el tiempo, si el nórdico se abalanzaba hacia su hermano, él no podría llegar hasta ellos antes de que se enzarzase con Sebastián. Temiendo por su hermano, echó a correr.

—¡Espera! —le gritó en castellano—, ¡ya voy!

Sebastián sí escuchó, y Assur vio en la cara de su hermano un gesto compungido que no entendió, había miedo, mucho miedo. Miraba hacia Toda una y otra vez con el rabillo del ojo, y luego a su hermano, como queriendo decir algo que no podía expresar. Y la angustia se reflejaba en su rostro mostrando preocupaciones mucho mayores que su propia integridad. Había algo extraño en el modo en que Sebastián miraba, escondiendo palabras que, obviamente, deseaba pronunciar.

Assur vio a su hermano retroceder manteniendo el cuchillo torpemente ante sí. Con el brazo retrasado apoyó la mano en las de Toda, cruzadas en su regazo, revueltas en los harapos sobre su barriga. Con ese gesto Assur tuvo un terrible presentimiento.

Aun tan ebrio como para costarle caminar por una vara, Hardeknud se dio cuenta de que el esclavo había dejado de prestarle atención.

Sebastián miró una vez más a Toda y luego a su hermano, pretendía decirle algo, pero no tuvo tiempo, Hardeknud lanzó un rugido de oso y se echó hacia adelante cogiendo la muñeca de Sebastián con la izquierda y soltando un puñetazo con la mano libre que el hispano recibió de lleno. El joven trastabilló con un ahogado sonido ronco trabado en la garganta.

Toda gritó y el nórdico se tambaleó mientras intentaba asentar los pies para lanzar un nuevo golpe. Sebastián, con los labios partidos y el pecho salpicado de sangre, forcejeó inútilmente, incapaz de librarse de la presa de Hardeknud.

—¡Suéltame! ¡Hijo de Satanás!… ¡Déjala en paz!

Le faltaban apenas una docena de pasos cuando Hardeknud calló los gritos de Sebastián echándole ambas manos al cuello y Assur vio cómo su hermano intentaba usar el cuchillo cortando los antebrazos del nórdico, sin alcance suficiente como para clavárselo en el pecho o conseguir herirlo de gravedad. Disgustado, vio cómo Toda echaba a correr alejándose de la pelea, libre de cualquier preocupación aparente por Sebastián.

Ya podía oler el tufo a alcohol que Hardeknud rezumaba.

El nórdico pareció impacientarse al ver escapar a la esclava y, sin darle tiempo a Assur para poder evitarlo, removió sus manazas por el gorjal de Sebastián, sujetándole el pescuezo con una y aferrándole el mentón con la otra, y Assur vio con horror como los músculos de los hombros de Hardeknud se tensaban abultando la camisa y consiguiendo que los pies de Sebastián arrastrasen las puntas de los dedos por el suelo.

Su hermano, alzado como un pelele, pataleaba infructuosamente al tiempo que intentaba clavarle el cuchillo a su oponente.

El primer golpe, un codazo a los riñones en el que Assur descargó todo su peso en carrera, llegó justo después del ronco crujido. Sebastián cayó desmadejado como un muñeco de trapo y, antes de que Assur pudiese asimilar lo sucedido, inquieto por la extraña postura de la cabeza de su hermano, Hardeknud se dio la vuelta y le encaró.

—Debí haberte matado en cuanto te desembarcamos —le espetó el normando mirándolo con desprecio.

Assur miraba el cuerpo de Sebastián cuando recibió el primer puñetazo de Hardeknud, la carne del pómulo se le abrió con una dolorosa brecha y el hispano tuvo que hacer un esfuerzo por abandonar las ideas que se le agolpaban y concentrarse en la batalla que tenía por delante. El siguiente envite lo esquivó con soltura al tiempo que recordaba las enseñanzas de Gutier y Weland, consiguió que un halo de vieja frialdad le sirviese de bálsamo.

Como si fuese una burla del desparejo enfrentamiento anterior, en esta ocasión, los oponentes, ambos desde sus más de seis pies de altura, podían mirarse directamente al rostro, viendo cada uno en el otro el odio encendido que se profesaban. Giraban midiéndose y Assur pudo percibir, para su disgusto, que a pesar de las venillas palpitantes de las mejillas y de los enrojecidos ojos, Hardeknud tenía sobriedad suficiente como para suponer un formidable rival y, tal como le habían enseñado las luchas al borde de la fogata del campamento con Nuño el Mula, decidió aprovecharse de la corpulencia de su oponente en lugar de sacar ventaja de la suya propia.

El hispano se mantenía en movimiento, apoyando solo los dedos de los pies y con las rodillas dobladas, listo para reaccionar ágilmente.

La noche cerrada traía los rumores del jolgorio de la
skali
. El aire olía a la humedad fría del norte, y la picazón salada del cercano mar se colaba por sus narices.

Hardeknud se dejó llevar por la ira. Se abalanzó sobre Assur cuando se dio cuenta de que cambiaba el sentido de giro, esperando derribarlo; pero el hispano estuvo rápido, había sido un simple amago, y pudo recibirlo preparado para apartarse al tiempo que se agachaba lo suficiente como para agarrarlo por la rodilla retrasada y, de un fuerte empellón, hacerle perder pie.

Assur se encogió lo justo para que el brazo del normando le pasase por encima de la cabeza, haciendo al nórdico errar el golpe. Aprovechó el impulso, y ahora el nórdico se desplomaba como un corrimiento de tierra. Hardeknud cayó de bruces sobre el suelo helado y el fuerte chasquido de sus mandíbulas al cerrarse resonó como un latigazo. Antes de que pudiera levantarse, Assur se le echó encima, se sentó a horcajadas en la espalda del nórdico y le rodeó el cuello con un brazo al tiempo que aseguraba la presa aferrándose la muñeca con la mano libre. Con el primer apretón solo consiguió un resoplido sibilante que salió con un gorjeo de la garganta del normando, capas de músculo y grasa amortiguaban los esfuerzos de Assur, que ceñía el brazo con toda su voluntad, intentando asfixiar al díscolo hijo del
jarl
.

Hardeknud gruñía con desespero y, braceando desde su incómoda posición, intentaba echar las manos atrás para coger a Assur, que arqueaba la espalda apartando el rostro de aquellos fuertes dedos de uñas sucias y perdía así fuerza en su llave, cediéndole espacio al nórdico para maniobrar.

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