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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (45 page)

BOOK: Assur
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Cuando llegaron los normandos, a Toda la llevaba su padre de las orejas a la iglesia de Santa Olalla, la confesión era urgente porque había sido sorprendida coqueteando con un acomodado aparcero y semejante actitud pecaminosa no solo se merecía los dos bofetones con los que le cruzó la cara su progenitor, sino también una profunda contrición y la absolución del Señor. Sin embargo, no encontraron al párroco, sino a unos gigantes barbados que se emborrachaban con el vino de misa y que no dudaron a la hora de decapitar a su padre burdamente, con repetidos golpes de una espada poco afilada.

Había sido horrible. Aún se despertaba asustada, creyendo oír una vez más aquel espantoso golpear del hierro contra las carnes del cuello de su padre.

Y desde ese terrible momento hasta su llegada a aquel extraño y frío lugar del norte, sin otra ayuda de la que valerse, falta de otras opciones, obligada a sobreponerse, Toda había salido adelante aprovechándose de las únicas armas que conocía y sabía utilizar.

Durante su cautiverio en los rediles y barcos de los nórdicos había usado sus dulces sonrisas para sacarle un mendrugo de pan a algún otro prisionero, o insinuado promesas a uno de los normandos para que le cediese una pieza de ropa más con la que mitigar el frío. Y, buscando protección, había empleado sus más profundos encantos para encelar a algunos de entre sus captores y así, en precario equilibrio, librarse de los abusos que sufrían otras prisioneras que no encontraban la protección de quien las convirtiese en sus favoritas.

Así, logrando no cortarse, Toda recorría de puntillas el aguzado filo de la continua amenaza, valiéndose de uno o dos de los normandos para evitar convertirse en el trofeo de una jauría. Y había sobrevivido saliendo incluso mejor parada que la mayoría de los pobres desgraciados que la rodeaban. Sin embargo, el mismo día en que desembarcó en el norte, poco faltó para que ese atractivo que le había servido para granjearse los favores de uno de sus carceleros le costase ser entregada como un simple animal.

Sin saber muy bien cómo, Toda terminó desnuda frente al resto de los cautivos mientras aquellos malnacidos normandos peleaban entre ellos, rijosos como sementales, y temió que se le hubiese terminado la suerte. Sin embargo, aunque su protector acabó apaleado por los suyos al intentar interponerse, cuando ya pensaba que no podría evitar caer en manos de aquellos demonios del norte, que vertían sobre ella lascivas miradas, tuvo la inesperada fortuna de acabar al servicio de una tal Brunilda, que no parecía dispuesta a que su nueva esclava sirviese de juguete a los hombres del fiordo. La mujerona, que aparentaba hacer las veces de esposa del jefe del lugar, un hombre de aspecto brutal y de nombre impronunciable que sonaba a gargajo, era capaz de intimidar hasta a sus propios hijos, advirtiéndoles continuamente con amenazas que eran evidentes para Toda incluso a pesar de no entender el idioma. Sin embargo, la muchacha temía que la racha se le acabase pronto y alguien llegase demasiado lejos, o que se la llevaran para venderla en Oriente, como habían hecho con los otros hispanos cautivos.

Así que, siendo previsora, y sin confiar en que la protección de Brunilda fuese eterna, Toda, con una maestría que sabía malsana y condenable, pero de la que elegía no arrepentirse, había repartido sus encantos eligiendo bien a los cándidos hombres que la observaban con deseo; y consiguió una vez más ropas calientes, botas abrigadoras, una márfega cómoda en la que dormir y mejores raciones de comida.

Pero había más, la relativa comodidad de la que disfrutaba había hecho brotar de nuevo la semilla de su antigua codicia, y había empezado a coquetear con la idea de labrarse una mejor posición en aquel poblado del norte, y para hacerlo había decidido aprovecharse de la lujuria de alguno de aquellos bárbaros. Sin embargo, para su desánimo, lograba vislumbrar que la pasión desatada de los normandos solo duraba hasta que su pegajosa simiente se derramaba en su interior, una vez se retiraban, flácidos y sudorosos, no parecían dispuestos a considerarla más que lo que era, una esclava. Pero encontró una salida satisfactoria cuando una noche, al calor del fuego de la gran casa, escuchó hablar a los hermanos de la ribera del Ulla. Cuchicheaban tranquilos suponiendo que nadie entendía sus palabras, pero ella lo hizo, hablaban de escaparse.

Por eso, cuando esa tarde vio al menor escabullirse del poblado mientras acarreaba ramillas secas para el fogón de Brunilda, se hizo la despistada hasta que, dejando la brazada en el suelo, se decidió a seguirlo para tener un pícaro momento de intimidad. Estaba segura de que, si el cebo era lo suficientemente pasional, podría convencerlo para que se la llevara con ellos cuando huyesen.

Así que aprovechó el momento y fue tras él. Mantuvo una distancia prudencial y la caminata no duró mucho. Toda vio como el fornido muchacho rubio se detenía en una pequeña playa de grava, supuso que quizá buscaba un momento de soledad para lloriquear, como le había visto hacer al otro hermano, y temió que no fuese un hombre lo suficientemente maduro como para usar sus encantos con él.

Valoraba sus posibilidades cuando el joven la sorprendió quitándose las ajadas botas que calzaba. Ella esperó intrigada. Y Assur, ajeno al interés que alimentaba, se despojó también de la camisa, tirando de ella por encima de su cabeza, y Toda vio los surcos de la musculatura de su espalda.

Tenía unos miembros bien proporcionados que usaba con gestos elegantes y fluidos que despertaron en ella un deseo sincero. La piel del muchacho brillaba de un modo singular en la media luz de la anochecida, las líneas de su torso abultado se definían delatando las alargadas sombras que sus músculos bien desarrollados arrojaban.

Pensaba ya en acercarse cuando, para su asombro, el muchacho se metió en el agua.

Lo esperó hasta que se le hizo demasiado tarde como para que las excusas fueran creíbles e, imaginando el cuerpo mojado de él surgiendo del mar, se fue a terminar con sus tareas antes de acostarse con los ojos azules del muchacho clavados en sus recuerdos.

Era evidente que aquella iba a ser una velada muy especial para los normandos. Y a los hermanos les disgustaba trabajar para una causa semejante, pero estaban contentos de abandonar la desagradable tarea de los últimos días, en los que habían tenido que pasarse horas hirviendo agua de mar para obtener la sal con la que el
godi
pensaba conservar sus tan preciados arenques para disponer de ellos durante todo el invierno. Esa mañana, después de cargar con ámbar, esteatita y paños de
vathmal
las naves que iban a salir de expedición, los chicos estaban ayudando con el despiece de los animales que servirían para el festín; eran los finales de unos preparativos que habían durado dos semanas enteras, desde que Gorm, el hijo menor del
jarl
, había llegado a lo que Assur, recordando las enseñanzas de Weland, entendió como una celebración de la mayoría de edad del adolescente nórdico. Y aunque todas aquellas disposiciones habían supuesto mucho trabajo desagradable, también habían incluido una febril actividad en la carpintería, para deleite de Assur, que había intentado aprovecharse de ello a fin de proveerse de materiales y herramientas que escamotear para llevar a cabo sus planes de huida.

Era como un día feriado, mientras los esclavos atendían a los trabajos pesados, los normandos se entretenían haciendo carreras y competiciones de tiro con arco, un grupo jugaba con una pelota de cuero a algo que llamaban
knartlik
, y los más jóvenes luchaban entre ellos poniendo a prueba sus habilidades en combate. Las mujeres de más edad,
husfreyas
, señoras de la casa y la hacienda, recogían coles, desgranaban guisantes y aprovechaban las hortalizas que el calor había madurado; los cazadores traían patos y liebres cogidas con lazo o arco, y los
einherjar
de Sigurd habían conseguido algunas torcaces con los fuertes y rápidos halcones de su
jarl
. Además, dos de los robustos bueyes de largos cuernos curvos que solían retozar en los corrales habían sido sacrificados; y los hermanos hispanos seguían las indicaciones del
godi
para descuartizar las rodillas de las reses, el aviejado same les había dicho que deseaba aquellos pequeños huesos de las articulaciones para sus rituales. Ambos estaban concentrados en su tarea, con las manos tintas de sangre y las narices envueltas por el olor picante del buey recién muerto.

Assur intentaba compartir con su hermano algunas noticias, la noche anterior había conseguido robar de la carpintería un buen puñado de remaches, sin embargo, Sebastián parecía absorto.

—Es bonita, ¿verdad?

Assur no supo muy bien cómo reaccionar. Le alegró ver que su hermano era capaz de abstraerse de sus continuas quejas, pero estaba impaciente por seguir hablando de la restauración del esquife.

—Sí, lo es —contestó sin demasiado entusiasmo.

Se había dado cuenta de que la muchacha se había pasado el día echándoles miradas furtivas, algo que venía haciendo en los últimos tiempos con mucha frecuencia, pero sus días estaban siendo demasiado cortos como para dedicarle tiempo a pensamientos banales sobre mujeres. Sabía muy bien que Sebastián todavía desconocía muchos de los secretos femeninos que la azarosa vida que había llevado antes de ser capturado le había descubierto a él mismo e, imaginando lo que hubiera pensado Gutier, se le escapó una sonrisa condescendiente en la que, aun sin malicia, Sebastián vio algo que lo hizo sentirse celoso.

—Creo que ella…

Sebastián no terminó la frase, pero Assur comprendió igualmente. A veces una mujer podía hacer que un hombre pensase muy poco en sus propias desgracias, ofuscado por sus ansias de amor. Assur lo había visto, había escuchado las historias picantes de la soldadesca y era consciente de que su hermano, ante tantas privaciones, bien podía aferrarse a aquella ilusión; desde unos días atrás mencionaba a menudo a la muchacha y parecía encantado de suponer que era el centro de su atención.

—Puede que tardemos más de lo que había pensado —dijo Assur, que quería cambiar de tema y dejar de lado a la joven—. Tenemos que conseguir más remaches…

El muchacho tuvo que abandonar sus palabras en el aire, el
godi
se acercaba de nuevo hasta ellos, y aunque era evidente que no podía entenderles, Assur tenía la sospecha de que el viejo same podría intuir lo que estaban planeando, por lo que intentaba no airear sus intenciones de fuga si aquel pellejo relleno de arrugas andaba cerca.

—¡Vosotros dos! Inútiles sacos de boñiga reseca, ¿acaso pensáis holgazanear todo el día?

Sebastián entendió el tono perfectamente y adoptó una postura sumisa encogiendo los hombros. Assur, llevándole la contra, miró al anciano con el porte justo para resultar indolente, pero no tanto como para ganarse una golpiza por la bravata. Estaban trabajando tan duro como podían, y eran tareas que conocían muy bien, en casa habían ayudado desde siempre en los días de matanza, y el muchacho no pensaba permitirle al vejestorio un trato injusto.

El
godi
, con aire impaciente y un destello de ira en sus ojos nublados, golpeaba en su palma el recazo del cuchillo curvo que usaba para recoger las hierbas, era evidente que estaba tentado con cruzarle la cara al indolente esclavo.

—Hay mucho que hacer —dijo negando con la cabeza. No deseaba perder más tiempo—, tenemos que preparar la ceremonia de despedida, esos jóvenes no pueden irse de
vík
sin ser honrados como se debe.

Assur sabía que el vejestorio estaba inquieto, ese verano el hijo menor del propio Sigurd saldría por primera vez de expedición, y aunque el desapego de aquellos hombres por los suyos era evidente, el muchacho sabía que el
godi
deseaba que todo saliera a la perfección, pues la ira de Barba de Hierro era legendaria por lo temible. Era obvio que el hechicero no deseaba incomodar a su
jarl
con augurios que no fuesen propicios o con una ceremonia inapropiada. Y Assur, siendo consciente de que el hechicero tenía muchas otras preocupaciones que apretaban su calendario, se permitía algunos actos de sencilla rebeldía como aquel, era el único modo que tenía de mostrar su disgusto porque una nueva horda de aquellos demonios del norte partiera hacia el expolio y el saqueo.

—Cuando tengáis las rótulas, llevad las piezas de carne a la
skali
—concluyó el viejuco antes de darse la vuelta con prisa para terminar de preparar sus cachivaches.

Al llegar el ocaso grandes espetones sostenían sobre el fuego las piernas y costillares de los bueyes, que se rustían al calor de las brasas mientras las mujeres los untaban con especias y los salpicaban con hojas de rábano troceadas. También había aves mechadas con tiras de tocino, sostenidas sobre las llamas bajas en horquillas de madera, y grandes calderos de hierro que pendían de las vigas del techo con cadenas, en ellos hervían guisos de repollo y gachas de avena con piñones y corteza de pino. Incluso tenían al fuego lomos de esos extraños ciervos de los que Assur no conocía el nombre; y, fritos en grasa, truchas y salmones frescos aromatizados con comino. Lo más ligero de entre todas las viandas eran los calderos de humilde sopa de cebolla con huevos de gaviota batidos y las grandes hogazas de pan de cebada, crujientes y olorosas, pero que no lograban ahuyentar el añorado regusto a centeno y trigo que guardaban los hispanos. El alcohol, en ingentes cantidades, corría sin medida, y los hombres armaban barullo gritando y riendo, bebiendo de sus cuernos y copas incansablemente, con las bocas llenas de grandes pedazos de carnes grasientas.

Con pequeños pasos tímidos el escaldo Snorri se movía por el salón para procurar el entretenimiento de los presentes narrando las aventuras de su señor en el Oriente con un lenguaje enrevesado que Assur apenas comprendía.

—… En el enorme prado de las gaviotas el lobo de los cordajes aullaba preñando las velas, tensando las hebras de lana y amenazando con romper las escotas. Los
drekar
sufrían el ataque del mar y los potros de las olas de Sigurd Barba de Hierro gruñían protestando por la tortura. Llevaban días a la deriva hasta que en la costa vieron el lugar que buscaban, los peñascos derramaban su sangre…

El
jarl
, sentado en su gran sillón de madera labrada, dominaba el salón, sonreía complacido por las alabanzas del meloso bardo y, con el brazo alrededor de los hombros del menor de sus hijos, rugía órdenes de vez en cuando, exigiendo que se sirviera más comida y bebida, y todos lo jaleaban.

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