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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (75 page)

BOOK: Assur
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—La pequeña Matoaka tenía razón —concedió apresuradamente el mayor de los jóvenes cuando recibió el permiso del
sagamo
para explicarse—. Hay hombres allí, grandes, muy grandes… Sus caras no tienen color, son pálidas, y para disimular las cubren con largas barbas —afirmó convencido—, visten ropajes extraños que los cubren por completo, como si tuvieran frío, pero que no son de gamuza… Parecen
chenooes
—terminó Tamo sin saber qué otra cosa decir para describirlos.

Panounias asentía con sus ojos muy abiertos, todavía respirando con fuerza y sintiendo cómo el punto que le había estado acribillando el costado desde la carrera remitía.

—Han construido unas
wigwam
muy extrañas —continuó Tamo apresuradamente, intentando soltar de golpe cuanto había visto—, y han estado cazando, tenían pieles extendidas al sol. Han talado muchos árboles, muchos. Y han estado pescando. Parece que han venido para quedarse…

Varios de los ancianos se revolvieron incómodos en sus asientos. Uno de ellos tosió tras atragantarse con una bocanada del humo de la pipa y otro encontró algo interesante que ajustar entre los abalorios de sus zahones.

—¿Creéis que serán hostiles? —preguntó Kitpu sin poder evitar adelantarse al dictamen del consejo.

—Sí, tienen armas, muchas, tan pulidas que brillan —aseguró el joven sin saber nada sobre el hierro—, y algunos las llevan encima todo el rato —dijo Tamo al tiempo que Panounias afirmaba contundentemente moviendo la cabeza arriba y abajo.

Kitpu sopesó las palabras del joven guerrero con cuidado, que aquellos extraños hombres tuvieran armas no significaba necesariamente que fuesen hostiles, de hecho, los dos muchachos habían llevado sus propios arcos. Pero era evidente que la situación llamaba a la prudencia.

El anciano Obwandiyag, tras aceptar la pipa que le pasaban, habló con la calma que solo la edad proporciona.

—Están demasiado cerca, ellos —dijo señalando a los dos muchachos—, apurando la marcha, han ido y vuelto en el día. Debemos mudarnos a otro de los campamentos de verano, quizá incluso más al sur, a uno de los de invierno…

El
sagamo
se dio cuenta de que, como siempre, el anciano tenía razón, esa debía ser su primera preocupación, ya habría después tiempo de saber si aquellos recién llegados eran o no hostiles, o si sus ropas eran de tal o cual modo. Lo más apremiante, por ahora, era poner a su gente a salvo.

—Cuando estemos al menos a dos o tres días de marcha, sobrará tiempo para decidir —continuó Obwandiyag—. Si fuera necesario, podríamos avisar a las otras tribus de la isla, incluso podríamos enviar mensajeros a la gran tierra del oeste.

Kitpu sabía que era verdad, el anciano había resuelto rápidamente la situación y, aunque el consejo seguiría discutiendo pormenores a la luz del fuego hasta bien entrada la noche, era evidente que todos se daban cuenta de que al amanecer tendrían que ponerse en marcha.

Sin embargo, como
sagamo
, Kitpu también tomó una decisión al margen. A la mañana siguiente su pueblo se movería hacia el sur, pero él y unos cuantos se quedarían guardándoles las espaldas a los ancianos, las mujeres y los niños. No podía permitir que los cogieran desprevenidos, además, tenía que ver con sus propios ojos que aquello que había oído era cierto.

Los había muy grandes, era fácil capturar algunos de más de tres piedras de peso. Y Karlsefni estaba encantado de ser el responsable de la idea, porque gracias al arte que había aprendido de niño en las bahías de Viken, ahora podía ganarse el respeto de su patrón capturando aquellos grandes peces planos de curioso aspecto.

Cada vez que la marea se retiraba, unos cuantos quedaban encerrados en las zanjas sesgadas que se habían cavado según sus instrucciones. Los grandes peces daban coletazos furiosos intentando ganar fútilmente aguas abiertas, pero siempre había marineros dispuestos a capturarlos con ramas ahorquilladas endurecidas al fuego. Ahora que el verano comenzaba a languidecer y los salmones se terminarían por esa temporada una vez hubieran frezado, la curiosa técnica les permitiría seguir contando con un suministro de pescado fresco.

El propio Leif Eiriksson se había sentado cerca de él la noche anterior y un asombrado Karlsefni había recibido complacido las felicitaciones del patrón por su ocurrencia, contento de que el avituallamiento de la numerosa tripulación no se convirtiese en un problema añadido gracias a aquella especie de gordas platijas.

Así que Karlsefni se sentía afortunado. Era uno de esos hombres poco destacables, sin nada particular, ni por su físico ni por sus logros, con el anodino aspecto del que no solo lo es, sino del que también desea pasar desapercibido; sin embargo, en los últimos tiempos Karlsefni estaba ansioso por cambiar su estrella. Había conseguido enrolarse en un buen barco con un patrón competente que los había guiado hasta unas tierras que prometían riquezas para todos, y ahora el patrón parecía dispuesto a tenerlo en cuenta. Quizá incluso, si encontraba el modo de destacar un poco más sin arriesgarse, Leif estaría de acuerdo en asignarle un pequeño monto adicional cuando llegase el momento del reparto de las ganancias de la expedición, cambiando así, por fin, la mala sombra que parecía haber estado persiguiéndolo.

En los últimos años las
nornas
habían tejido para él una urdimbre muy poco apetecible, y permitirse albergar tan halagüeñas esperanzas era mucho más de lo que hubiera podido pensar.

Karlsefni, que, echando la vista atrás, no pensaba poder considerarse un hombre favorecido por la voluntad de los dioses del Asgard, no había sido ambicioso antes. Se había convertido en lo que era por necesidad, no por deseo, dejándose llevar por la corriente. Y el peso de los errores del pasado se cobraba sus querencias. Su vida había transcurrido a las órdenes de uno u otro patrón, como marinero, o como mercenario, y no tenía nada; por lo que desde hacía unas temporadas su único objetivo era asegurarse una vejez tranquila y cómoda. No es que Karlsefni tuviera deseos de morir en batalla cubierto de gloria mientras su espada goteaba sangre enemiga; más bien al contrario, se sentía complacido y a gusto con la idea de morir feliz, gordo, y bien harto de hidromiel tumbado en la paja de su lecho, por mucho que sus compatriotas vieran en ello una desgracia.

El problema era que los inviernos pasados, y muy especialmente la maldita humedad del mar, que se le había metido en los huesos, empezaban a hacerse presentes con cada cambio de tiempo, recordándole su edad. Necesitaba darse prisa si quería conseguir fondos que le permitieran dedicarse a envejecer sin más preocupaciones que elegir una buena esposa y estar seguro de que la despensa estuviese llena. Y no pensaba desaprovechar esta oportunidad que Leif le había dado, sabedor de que podía ser la última tras tantos fracasos.

Aunque tampoco se podía decir que en su juventud hubiera disfrutado de las bondades de la vida, la verdadera mala racha había comenzado años atrás. Se había dejado obnubilar por las grandilocuentes palabras de los hombres de un señor de la guerra que estaban reclutando mesnaderos para una inmensa expedición al sur, hablaban de medio centenar de
drekar
y casi una treintena de
knerrir
. Una inmensa fuerza de combate para un viaje de saqueo al reino de los cobardes adoradores del Cristo Blanco. A un lugar del que se hablaba con reverencia y brillante codicia en las tierras del norte, regido por un inmenso templo en el que reunían riquezas incontables, ofrendas que constituían verdaderos tesoros. Oro, plata, piedras preciosas y quién sabía qué más. Y la fama de Gunrød el Berserker, y más aún su pasado, eran cuestionables. Karlsefni había oído crueles historias sobre duelos indiscriminados gracias a los que el Berserker había hecho fortuna, retando a combate a cualquier
bondi
con una hacienda o una mujer apetecible, pero aquellas habladurías no habían bastado para que se echase atrás; aquel destino era una promesa abierta, la rica tierra de Jacobsland.

Y todo había comenzado con una imparable sucesión de éxitos halagüeños, llegaron y no encontraron oposición. Gunrød tenía hombres allá que habían pasado un mensaje clarificador: los reyes cristianos peleaban entre ellos sin preocuparse de atender las amenazas externas.

Él procuró mantenerse al margen de las acciones principales, pero disfrutó de los logros de los hombres del Berserker. Agostaron los campos, quemaron las granjas, capturaron esclavos y todo eran celebraciones y peas con el vino que robaban de los templos cristianos. Sin embargo, cuando iban a asestar el gran ataque que sería definitivo y les dejaría el camino al centro de Jacobsland expedito, las cosas se torcieron y su mala suerte lo había encontrado. No por el hecho de haber sido derrotados, pues a Karlsefni las mieles de la victoria le daban igual, sino porque habían tenido que huir con poco más para repartir que hambre y sed; pues los pocos esclavos y el escaso botín se los adjudicaron los lugartenientes que habían salvado el pellejo. Con el exiguo monto que le correspondió Karlsefni apenas consiguió regresar hasta las bahías en las que se había criado.

Y bastante tuvo para conformarse, pues había podido huir porque, esperando no tener que entrar en batalla, Karlsefni había sido el primero en ofrecerse voluntario para quedarse con los
knerrir
que Gunrød había dejado en retaguardia, en custodia de los esclavos y el botín que habían conseguido hasta aquel día. Aunque aquello no había sido para Karlsefni buena fortuna, sino buen juicio. Además, poca fortuna era esa si, aunque habían escapado de la muerte segura que les hubieran dado los cristianos, no tenían otra cosa que apurar el trapo y forzar los remos para regresar antes de que los mares del norte los devorasen con sus temporales de invierno.

Había sido un viaje que lo había llevado muy lejos de casa. Una agotadora travesía recibiendo órdenes de un déspota con ínfulas que respondía al nombre de Hardeknud Sigurdsson y al que Karlsefni recordaba con inquina, pues lo había hecho azotar en una ocasión en la que descubrió que se escaqueaba de su turno a los remos. Hardeknud los había guiado hasta el fiordo que dominaba su padre, un
jarl
que había pertenecido a la guardia varega y al que todos conocían como Barba de Hierro.

Le había costado llegar a su hogar en las bahías del sur. Y al hacerlo descubrió que su esposa, una mala pécora de bigotillo rastrojero con más codicia que encantos, se había fugado con otro, un mercader viudo, llevándose los arcones de su casa, al parecer con la excusa de haber recibido la noticia de que las huestes del Berserker habían sido masacradas en Jacobsland. Aunque a Karlsefni le constaba que la muy bellaca llevaba tiempo esperando una excusa como aquella.

Con todo perdido, Karlsefni no supo hacer otra cosa que meterse en líos. Al principio no le fue mal jugándose sus pocos ahorros en las apuestas de los puertos, pero pronto se arruinó. Finalmente, un mal lance terminó con las tripas de un boyero calvo de Balagard esparcidas por el suelo de la taberna y el futuro de Karlsefni encerrado en un diminuto tarro de especias.

El
thing
había decretado su exilio. Y a Karlsefni no le quedó otra que agachar la cabeza una vez más y poner tierra de por medio. No tenía demasiadas opciones y decidió acudir a la única parte del mundo conocido en que, al menos por el momento, no hacían preguntas: Groenland.

Pero en las
tierras verdes
su mala racha había continuado, en el asentamiento principal todo el pescado se había vendido antes de su llegada. Las mejores tierras eran feudo de las familias relevantes y el Rojo no le había dado la opción de instalarse en el Eiriksfjord, donde el
jarl
quería mantener solo a la flor y nata de la colonia. Resignado, se trasladó al asentamiento norte, la más pequeña de las colonias de Groenland, y allí llevó una vida mediocre.

En esa apatía de la humildad obligada, sin más animales que un gato demasiado vago para cazar ratones y una vieja gallina reseca que solo ponía un par de veces cada luna, Karlsefni conoció la ambición. Sin embargo, el poco apetecible riesgo de navegar a Dikso en el verano para conseguir marfil de morsa le había parecido excesivo, por lo que había esperado repartiendo patadas de rabia entre el gato de largo pelo y la gallina de escaso plumaje. Hasta que recibió las noticias de que Leif Eiriksson, el hijo del Rojo, que había conseguido navegar de un tirón hasta Nidaros, emprendía una nueva aventura hacia unas fabulosas tierras desconocidas de poniente. Allí vio su oportunidad.

Y ahora, gracias a su habilidad para la pesca aprovechando las mareas, había conseguido llamar la atención del patrón sin tener que arriesgar el pellejo; y pensaba mantenerse en esa posición. Por eso, cuando Tyrkir se acercó esa mañana, ya sabía que no se negaría, aunque fuese una misión peliaguda. Diría que sí con complacencia antes incluso de que el contramaestre preguntase.

—Hoy te toca de nuevo, Karlsefni —anunció el Sureño—. Ayer la partida encontró un rastro interesante, parece que también hay zorros en este lugar. Veremos si podemos hacernos con unas cuantas pieles.

Habían encontrado el rastro, y las huellas parecían, efectivamente, de zorro. Pero no habían sido capaces de dar con los animales. Por lo que, con la caída de la tarde, se volvían con las manos vacías, cansados tras el fallido rececho y deseando encontrar algo de comida caliente esperándolos antes de echarse a dormir y desprenderse del agotamiento.

—Acortaremos por allí —dijo Tyrkir frotándose sus viejas muñecas de huesos doloridos para procurarles algo de calor.

Se oyeron algunas quejas pusilánimes cuando los más comodones vieron la dureza del terreno que señalaba el Sureño.

Durante la infructuosa cacería habían seguido el errático ir y venir de las huellas del raposo en sus rondas nocturnas, en las que zigzagueaba a conveniencia en busca de animalillos y restos con los que procurarse sustento; por lo que, en línea recta, no habían llegado a alejarse mucho de su campamento. Y ahora, esperando ahorrar algo de tiempo, el contramaestre, haciendo gala de su buena orientación, proponía atravesar un espeso bosque de suelo irregular, cubierto de tupidos matorrales que sobresalían entre afloramientos rocosos.

Karlsefni afirmó complaciente con enérgicas sacudidas, pensando en algo ocurrente que decir para halagar la decisión del Sureño y destacar ante las quejas chismosas de los demás por la dureza de la marcha. Pero el contramaestre caminaba hacia algo que había llamado su atención, justo en el borde del bosque, sin prestar atención a los hombres. Y cuando Karlsefni, sonriente, se acercó para hablar por fin, Tyrkir ya se había dado la vuelta.

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