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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (71 page)

BOOK: Assur
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—Y puesto que nosotros hemos sido los primeros en pisarlas, nuestro es el derecho de nombrarlas y, al hablar de estas tierras, ¡los escaldos enunciarán los nombres de los tripulantes del Gnod! —exclamó el contramaestre.

—Así es, así es —concedió el patrón dándose un instante para reflexionar—. Y desde hoy estas costas se conocerán como Helluland.

Algunos jalearon, pero era evidente que la mayoría preferían maderos, pieles, ámbar y otras riquezas antes que la gloria de ser cantados en las
eddas
.

A Assur le venía dando igual una cosa que la otra, pero, recordando el aspecto de aquella enorme planicie de rocas achatadas cubiertas de nieve y hielo, pensó que Leif había elegido un buen nombre. En su lengua, Helluland se podía traducir como
tierra de las rocas planas
.

Se dieron cuenta de que iban en andas de una corriente que los ayudaba a navegar hacia el sur, llevándolos como un padre amoroso ayuda a su hijo menor a caminar. Y todos miraban con atención más allá de la proa, buscando, entre las brumas que oscilaban en el horizonte, señales de tierra.

Volvieron a cruzarse con una manada de aquellas extrañas ballenas de largos colmillos; un súbito remolino en la poco profunda corriente les dio un revolcón y lejos, a su popa, vieron bloques de hielo que descendían de las banquisas del norte, pero no tuvieron ninguna incidencia importante, y en solo un día más distinguieron la línea verde de una tierra arbolada que elevó sus ánimos.

Era una costa salvaje y rota que no invitaba al desembarco, y siguieron bojeando hacia el sur aprovechando la corriente que parecía haber barrido y moldeado aquellas tierras.

Con el océano a babor y el contorno difuso de la ribera sobre la regala de estribor, navegaron anhelosos buscando bahías o fiordos que les permitieran echar pie a tierra.

Leif estaba exultante, una borrosa mancha glauca cubría aquel nuevo paraje igual que una piel abandonada en el lecho, con lomas y repliegues en los que distintos tonos de verde entretejían la floresta. Para su regocijo, allí estaban los bosques de los que el roñoso Bjarni les había hablado. Llevaban ya dos días navegando hacia el sur con un punto al este, y aquella exuberancia no hacía sino ganar intensidad y despertar la avaricia de los tripulantes, que estaban ansiosos por llenar sus bodegas de esa madera que tan bien recibida sería en Groenland.

Sin embargo, el patrón no tenía prisa. Después de las escasas noches, cada mañana amanecía más templada y Leif se barruntaba que cuanto más al sur navegasen, más densos y poblados serían aquellos bosques.

—Una vez más —le dijo Tyrkir al patrón con el alba de la cuarta jornada—, una vez más… A todos les parecía una locura, y aquí estamos, contemplando interminables bosques listos para que los talemos… Una vez más nos has traído hasta la gloria.

A Leif no se le escapó la indirecta, tras la decepción de las costas a las que había bautizado como Helluland, los hombres anhelaban tocar aquellos árboles y sentirlos suyos, y el contramaestre tenía aquel especial modo, entre halago y recordatorio, de sugerirle que una parada sería bien recibida por la tripulación.

—La temporada acaba de comenzar, podríamos pasar el invierno en estas tierras y llenar nuestras bodegas al regresar. Por el momento seguiremos explorando con rumbo sur.

Tyrkir, ceñudo, rumió la sutil negativa. Se imaginaba las cuitas de su patrón, era lógico que Leif no quisiera arriesgarse a un nuevo desembarco que resultase poco fructífero. Y lo que parecía prometedor desde la cubierta del Gnod podía no serlo tanto una vez en tierra, por lo que el experimentado marino buscó el modo de darle a su patrón una excusa plausible.

—No nos vendría mal rellenar las cubas de agua dulce…

Leif sonrió ampliamente. El viejo contramaestre no le contradiría jamás, pero tenía otros modos de porfiar.

Después de pensarlo unos instantes y, teniendo muy en cuenta que nadie era más indicado para tomarle el pulso a la tripulación que el veterano Sureño, Leif decidió ceder. Él mismo había oído algún comentario altisonante, en especial del grupo de tripulantes que había reclutado entre los colonos del asentamiento del norte de Groenland. Eran marinos rudos que habían llegado allí desde Iceland unos pocos inviernos antes, y aunque no le habían gustado excesivamente, no había sido fácil encontrar hombres para cubrir las bancadas del Mora y del Gnod a la vez.

—De acuerdo, si vemos una ensenada practicable y prometedora, enviaremos el bote.

El Sureño asintió con gravedad sin permitir que su aquiescencia se viese demasiado efusiva.

En apenas un par de días más, cerrada por cabos perlados de islas con bajíos peligrosos, se abrió ante ellos una gran bahía de aspecto prometedor.

—Es como la entrepierna de una barragana —gritó exaltado el siempre obsceno Tuerto—, ¡abierta, caliente y húmeda!

Y todos los que lo oyeron, a excepción de Assur, rieron.

Allí la costa descendía con suavidad desde los altos del interior, y moría en playas de arena blanca cuya monotonía solo rompían las verdes copas puntiagudas de los árboles. Y Leif, para satisfacción de todos los hombres del Gnod, ordenó que se arriase la chalupa auxiliar y destacó un grupo que se encargaría de inspeccionar el territorio y de rellenar los barriles con el agua fresca de los incontables ríos y lagos que se adivinaban en aquellas fértiles tierras.

Había abedules, y había piceas oscuras, y también otros árboles que no conocían: altas coníferas de cortas agujas y diminutas piñas, cubiertas de corteza que se descascarillaba fácilmente pero cuya madera, que algunos probaron cortando ramas bajas con sus hachas, era firme y blanca, con largos nudos veteados que prometían su valía como material de talla y construcción.

Encontraron muchos arroyos y ríos de aguas limpias que todavía bajaban tumultuosos por el deshielo de la primavera. Había asustadizas truchas de oscuros lomos que cimbreaban en los pozos y nadaban buscando refugio en los taludes de las orillas cuando los hombres se aproximaban.

Assur, que hacía guardia con los gemelos mientras el resto de los hombres que había dejado a su cargo Leif henchían los grandes barriles del Gnod, observaba los alrededores y, embargado por el desánimo que lo acompañaba desde hacía semanas, se sintió preso de la nostalgia.

El sol se colaba entre las yemas y hojas tiernas de las ramas, dibujando bastones dorados que parecían ayudar a los árboles viejos a mantenerse en pie. Cachipollas y moscas de la piedra revoloteaban entre los musgos y líquenes de las rocas de las orillas. En el aire calmo y limpio se mezclaban aromas de tierra húmeda, de vegetales poco maduros, de ranúnculos que empezaban a brotar. Y el hispano no pudo evitar que los recuerdos aflorasen, melancólico y temeroso de que el patrón se decidiese a regresar tan pronto.

Mientras el grupo de Ulfr se entretenía con el reabastecimiento y la aguada, Leif y Bram, tras haber braceado la señal acordada a los que permanecían en el Gnod, paseaban por la brillante arena pulida de la playa.

Aquellos árboles desconocidos se arracimaban apartados de las sombras de las altas piceas negras y parecían ser la especie más abundante y exitosa. Leif, que golpeaba suavemente su palma izquierda con la coda de una rama pelada, caminaba absorto mientras Bram guardaba silencio.

El timonel conocía desde años atrás al patrón y sabía que la decisión que tenía por delante no era fácil.

Leif dudaba. Podía arramblar con toda la madera posible y regresar a Groenland de una tacada, estarían de vuelta en Brattahlid para pasar el invierno cómodamente al calor del hogar. Nadie dudaría del buen fin de su expedición, sin embargo, el hijo de Eiriksson se sabía preso por una tradición de fama y gloria que lo cargaba de cadenas, no podía volver sin más. Tenía tiempo, y las corrientes y el clima prometían vergeles interminables hacia el sur.

—Seguiremos navegando esa corriente —anunció al fin haciendo un gesto vano con la mano en la dirección de la orilla.

Y Bram se sintió complacido, él prefería seguir tentando la suerte. A su entender, debía de haber fortunas y tesoros mejores que la madera en otros parajes, y siempre merecía la pena la intentona.

Cuando Assur regresó con su grupo, remaron hasta el Gnod y las órdenes pasaron de boca en boca gracias a los gritos del contramaestre. No todos se sintieron complacidos, pero la tripulación al completo obedeció.

El robusto
knörr
se aparejó, estibaron el bote entre gruñidos de esfuerzo, el paño cazó el viento y la corriente se los llevó al sur, dejando atrás aquellas tierras de grandes bosques a las que Leif había dado el nombre de Markland.

Las noches se alargaban, los ocasos se hacían más cortos y el clima mejoraba. Continuaban empujados por vientos estables del nordeste y Bram había conseguido acostumbrarse a los remolinos que tanto parecían abundar en la corriente que navegaban.

Amanecía, y muchos despertaban con los rumores del día anterior todavía pegados al paladar, había algunos que opinaban que más valía darse la vuelta, expoliar aquellos interminables bosques que habían dejado atrás y regresar cargados de madera a Groenland para pasar el invierno cada cual en su
boer
.

El aire pesaba con la humedad, y la mañana se anunciaba brumosa. Assur, que apenas había dormido, tallaba las filigranas de la arqueta en la que había estado trabajando. De la gran ave central, que extendía sus alas por toda la vuelta del trozo de colmillo, tenía ya casi todo el trabajo terminado y ahora había empezado a idear cómo intrincar en el enrevesado diseño otros animalillos.

—¡Una isla! —gritó Karlsefni, uno de los exiliados que se habían asentado en la colonia norte de Groenland y que estaba haciendo de vigía en aquel momento.

Todos alzaron el rostro a la nublada amanecida. Unas millas a proa un otero despuntaba en aguas abiertas, al tiempo, la costa abandonaba su babor y se retorcía alejándose de ellos a pesar de que Bram mantenía el rumbo con destreza.

—Parece la boca de una gran bahía —estimó Leif dudando por la neblina, pero sintiendo en sus pies, gracias al escaso viento, la diferencia del embate de las olas que regresaban de tierra según con qué borda topasen.

Bram asintió, se había dado cuenta de que la corriente se revolvía con intensidad por la influencia del reflujo de la marea en aquel estrecho.

Assur, que después de tanto tiempo entre aquellos hombres de mar había aprendido a leer en el agua los mismos signos que los nórdicos, no se sorprendió cuando entre la neblina descubrieron la otra orilla de la bahía, aunque no estuvo seguro de si se trataba de un estrecho entre grandes islas, la ensenada de un río o un gigantesco fiordo. Sin embargo, sí entendió que, tras lo que ya habían dejado atrás y los días que llevaban de navegación, tantas millas de costa solo podían significar que aquellas tierras que el roñoso Bjarni había encontrado por pura suerte tenían que ser algo más que un mero grupo de islas. Aquellas costas parecían más bien terrenos colindantes de un mismo y único territorio, una enorme extensión de tierra firme con árboles autóctonos y características propias. Una nueva y desconocida parte del mundo de la que jamás habían tenido noticia.

Tras sus viajes y aventuras, Assur sabía muy bien que no solo había llegado mucho más al norte de su Galicia natal, también estaba convencido de haber llegado mucho más al oeste del cabo de Finisterrae, aquella lengua de tierra que, colgada sobre el océano tenebroso, era para los hispanos el místico hito que marcaba el fin del mundo. Y el antiguo arponero sonrió al recordar las lecciones de geografía que tantos años atrás recibiera del médico hebreo, el mundo parecía ser mucho mayor de lo que se suponía. Y si el mundo se extendía hacia oriente para llegar a lugares como Miklagard, hasta más allá de la tierra de los rus, o a lugares tan distantes que habían sido solo un rumor para el médico judío mientras estudiaba en Bagdad, quizá sucedía lo mismo hacia poniente. Assur no pudo evitar preguntarse qué descubrirían si seguían aventurándose hacia el oeste.

La niebla se levantaba escurriéndose sobre los montes y bosques como el pañuelo de un prestidigitador. Pronto pudieron ver que, más allá de la isla, había una costa que corría hacia el suroeste, alejándose de la que iban dejando a su espalda. Y como el ángulo entre ambos terrenos parecía abrirse hasta más allá de donde la vista alcanzaba, Assur se imaginó que la extensión de tierra de babor, en la que se adivinaban las montañas más altas, podía ser la principal mientras que la costa que empezaba a definirse ante su proa era la sección septentrional de una gran isla que destacaba tras un islote muchísimo más pequeño, aquel que había llamado el vigía un rato antes.

El Gnod cabeceó revirado por un golpe de mar imprevisto y Leif tomó una decisión que Assur no pudo sino aceptar de buen grado.

—Haremos un alto en ese islote y subiremos a ese monte —dijo señalando el otero que despuntaba—. Hay que echar un buen vistazo a este estrecho antes de navegarlo.

Y como Assur, el resto de los tripulantes estuvo de acuerdo, aquel último empellón del mar había sido advertencia suficiente.

Tyrkir pasó las órdenes del patrón y una nueva partida fue destacada, eran los mismos que habían desembarcado en las verdes costas de un par de días atrás, aquellas que Leif había nombrado como
tierras de los bosques
.

El hispano se aseguró una vez más de que la espada se libraba sin problema de la vaina, se vistió su
brynja
e hizo rotar los brazos para desentumecer los hombros antes de remar.

Surgiendo del mar con acantilados de bordes afilados, el islote se alargaba de norte a sur, elevándose hasta terminar coronado por un picacho pelado con faldas pintadas de verde por arbolillos y matojos. La costa estaba llena de cortantes escollos, y tuvieron que rodear el islote hasta el extremo norte, donde la ribera se volvía más gentil y pudieron encontrar un embarcadero natural que les sirvió para fondear el
skuta
.

Cuando consiguieron abandonar el esquife, la bruma ya se había levantado por completo y la mañana se había vuelto radiante. El sol brillaba enluciendo un cielo azul intenso que robaba el protagonismo del océano. Entre las peñas surgían arbustos que llenaban el aire de aromas primaverales, y unos cuantos animalillos parecidos a topillos corretearon asustados por las pisadas de la partida de hombres. La grama y la hierba estaban cubiertas de perlas de rocío que brillaban devolviendo reflejos iridiscentes a la luz matinal. Pequeñas flores se abrían en plantas rastreras de hojas variegadas.

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