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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (88 page)

BOOK: Assur
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El viento cesó, como guardando el respeto debido, y la voz de Leif se oyó anunciando el
hólmgang
. La pesada cortina del orvallo también se descorrió, pero las nubes, testarudas, siguieron ocultando el sol.

Incluso Hiodris se dio cuenta del poco afortunado gesto del
jarl
cuando, decidiéndose por uno de los contrincantes, deseó buena suerte al sureño, del que se decía que se había atrevido a cazar morsas la temporada anterior.

Los improvisados escuderos tendieron la primera de las rodelas a cada uno de los hombres, y a Hiodris las fieras expresiones de los contrincantes le parecieron tan temibles que cerró los ojos hasta que el ruido sordo de un potente golpe la obligó a abrirlos de nuevo, y mirar aquello que no deseaba ver.

Los chiquillos que habían estado jugando a ser luchadores gritaban animando a su favorito, el gentío se revolvía inquieto haciendo que los murmullos subiesen y bajasen de tono como olas que rompían en una cala.

Con los pies bien plantados en el centro de la capa tendida sobre la tierra aplanada, aquel del que también se decía que había sido ballenero se mantenía firme, con el escudo preparado y la espada baja. Se limitaba a defenderse de las estocadas que Víkar le lanzaba.

Hiodris había oído que lo apodaban Ulfr Brazofuerte y le bastó ver cómo el ancho hombro amortiguaba los espadazos de Víkar en el tachón de la rodela para comprender el sobrenombre.

Pronto se oyeron algunos abucheos, había entre el gentío individuos crueles que estaban deseando ver sangre derramada. Hiodris comprendió que la pasiva actitud del sureño, que solo parecía dispuesto a defenderse, los disgustaba. El propio Víkar imprecaba al extranjero con palabras que la hicieron sonrojar. Sin embargo, la actitud de Ulfr no mudó.

En breve la primera rodela se rompió con un crujido de madera y Tyrkir, el otro sureño, se apresuró a tender una nueva que, para desgracia de su compatriota, se partió con la primera arremetida de Víkar, que cargaba como un toro furioso.

Ya solo le quedaba un escudo, pero ni la virulencia de los ataques del heredero de Starkard ni los abucheos crecientes parecieron capaces de inmutar a Ulfr, que, sin apenas mover los pies, contenía la furia de su rival.

Las nubes escupieron un nuevo regüeldo. Por unos instantes cayó una mollina blanda de gotas tan pequeñas como para que Hiodris se preguntase si aquello era o no lluvia.

La última de las rodelas de Ulfr se rompió también, y ante la salvaje sonrisa lunática de Víkar el sureño se limitó a parar con hábiles juegos de muñeca las estocadas, manteniendo, siempre que tenía un respiro, la guardia baja.

El cielo clareó y un rayo de sol se coló entre dos nubes iluminando a Tyrkir para que Hiodris pudiera ver cómo el viejo marino negaba moviendo pesadamente la cabeza.

Assur envolvió la empuñadura con sus dedos y agradeció los consejos de Tyrkir. De haber usado su hierro habitual, el largo alcance hubiera penalizado la rápida maniobrabilidad que necesitaba en aquel exiguo campo de batalla.

Ya no le quedaban escudos. Y el hispano movía su muñeca por simples reflejos, trabando el metal de las espadas con chasquidos que, de tanto en tanto, chispeaban con la fuerza de los golpes.

—¡Cobarde! ¡Pelea! ¡Pelea!

Ni los gritos de Víkar ni los abucheos de las gentes que los rodeaban le molestaban. Lo único que le dolía era no encontrar el modo de evitar una muerte más.

Tyrkir miraba preocupado a Ulfr, disgustado porque sabía que el ballenero no deseaba aquel combate, y turbado porque estaba seguro de que Víkar no se sentiría satisfecho con la salida que habían ideado. Sin embargo, pronto lo sabrían, con la rotura de la última de las rodelas había llegado el momento.

Assur era consciente de que no había cumplido con lo que había discurrido junto al contramaestre, pero le habían faltado ánimos para fingir, mantenerse allí había supuesto esfuerzo más que suficiente. Y ahora había que terminar con aquella farsa.

—Tú ganas, Víkar, tuyo es el honor de la victoria —dijo Assur echando un pie atrás.

En solo dos pasos, recibido por las exclamaciones del público, Assur salió de la capa de lana que marcaba el
hólmgangustadr
. Se retiraba como un perdedor, cobarde y humillado, pero su honor era lo que menos le importaba.

Víkar, como la mayoría de los que allí se habían reunido, se quedó estupefacto, con la guardia baja y una expresión bobalicona en el rostro. Para él, un hombre no era digno ni de recibir nombre alguno si huía, y ahora, aquel que le había arrebatado sus sueños se rendía sin que pareciera importarle lo que los escaldos pudieran contar.

Leif, tras la sorpresa inicial, sonreía maldiciendo a su contramaestre, consciente de que, probablemente, todo había sido idea de Tyrkir.

El sol encontró algún otro hueco entre el manto de nubes y la humedad de la hierba brilló por un instante. La brisa se revolvió de nuevo.

Muchos se retiraban ya, enfadados, cuchicheando sobre la deshonrosa cobardía de aquel que había forjado su leyenda lanzando arpones desde distancias imposibles y venciendo a los bravos
skraelingar
emplumados de las desconocidas tierras de poniente. Ahora podrían decir que aquellas historias magníficas no eran más que mentiras. Habían esperado un combate en toda regla y ni uno solo de ellos hubiera podido imaginar un final así.

Hiodris no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero parecía que el extranjero seguiría con vida, por lo que ya podía cumplir con el encargo de su prima.

—Esto no acabará hasta que uno de los dos muera —dijo Víkar de repente, alzando poco a poco la voz—. Si no eres capaz de afrontar un duelo como un hombre, entonces recurriremos a las viejas tradiciones —gritó furibundo, enseñando los dientes como una bestia enloquecida—. ¡Volveremos a los combates que no estaban sujetos a ley alguna!…
¡Einvigi!
¡Prepárate a morir, bastardo malnacido!

Tyrkir no había esperado algo así, él y Ulfr habían supuesto que Víkar se conformaría con un combate disimulado y una retirada a tiempo. Y aunque la actuación del arponero había sido pésima, el contramaestre no había imaginado que Víkar quisiera llegar hasta el final, incluso atreviéndose a nombrar las costumbres ya olvidadas. No habían sabido calibrar que, unida al rechazo de Thyre, la falsa victoria, en lugar de servirle de resarcimiento por el despecho, lo enfurecería tan terriblemente.

Assur negó con la cabeza y, aun de espaldas a su rival, aseguró su agarre en el pomo de la espada.

Víkar se lanzó hacia él cegado por la furia y todo acabó en un abrir y cerrar de ojos. Assur había luchado con hombres mejores y, lo más importante, había visto morir a luchadores más serenos y preparados.

Se hizo a un lado con rapidez y aprovechó el cambio de peso para girar sobre el pie derecho y trabar el hombro de Víkar con su espada.

La carne se abrió en un feo tajo y el brazo del nórdico perdió la sensibilidad. De la mano laxa de Víkar cayó el hierro, y un instante después las primeras gotas de sangre se mezclaron con el agua que empapaba la lana del
hólmgangustadr
.

—Yo no conozco vuestras costumbres, pero si no aceptas que me retire, acepta tu derrota. Tu sangre cae y la tradición llama perdedor a aquel cuya vida moja la capa de duelo. Si no te sirve mi retirada, conténtate con mi victoria, yo no iré más allá… Ya ha habido demasiadas muertes.

Leif se dio cuenta de que era un buen momento para intervenir. Después de las palabras de Ulfr nadie se atrevería a decir que había abusado de su posición para proteger a su amigo. Hacía años que los combates a muerte se habían dejado para el olvido, no servían para nada más que para perpetuar venganzas imposibles que pasaban de padres a hijos y de hijos a nietos.

El
jarl
dio algunas órdenes y pronto hombres de confianza rodearon a un iracundo Víkar que gritaba como poseído por los más temibles espíritus.

Hiodris no comprendió todo lo que había sucedido, pero sí estuvo segura de que ya podía cumplir con su cometido. Se alejó buscando a uno de aquellos chiquillos que había visto entre la gente, y rebuscó en sus ropas para hacerse con la pequeña pieza de plata que su prima le había dado. Ahora tenía que elegir a uno en el que poder confiar para enviar el mensaje que Thyre deseaba oír.

En cuanto salió de la
skali
vio el halo que rodeaba la luna anunciando nieve y, aunque todavía no hacía mucho frío, un estremecimiento la obligó a envolverse en sus propios brazos y recolocar su capa.

El chiquillo desgreñado hablaba con un descaro que solo podía compararse a la inmensa cantidad de mugre que le cubría el rostro. Se lo había encontrado durmiendo entre las cabras del rebaño de su padre, buscando el calor de los animales, y cuando ella había salido para atenderlas, como cada mañana, el muchacho se había levantado de golpe provocando un coro de balidos nerviosos.

Él estaba vivo, al menos estaba vivo. Habían llegado noticias, todos en Groenland sabían que aquellas tierras del oeste existían, y que eran algo más que elucubraciones del viejo Bjarni. Y que no solo tenían inagotables bosques de grandes árboles y fértiles extensiones de vides plagadas de dulces uvas, sino que también ocultaban a temibles guerreros de extraño aspecto a los que los chismosos ya habían dado el nombre de
skraelingar
. Muchos habían muerto, pero él estaba vivo.

—¿Y qué pasó después?

El crío se hurgó la nariz concienzudamente hasta que, contemplando satisfecho el enorme moco que le colgaba del dedo, pareció capaz de recordar.

—No lo sé —confesó limpiándose el dedo en uno de los pliegues de su camisa, que de tan sucia parecía capaz de mantenerse derecha por sí misma—, los hombres de Leif apresaron a Víkar y el otro se marchó. Fue lo último que vi… Pero la hija de Bjarni me dijo que me darías otro trozo de plata si venía hasta aquí —afirmó el muchacho con el tono bien marcado y un par de gallos que se le escaparon a su voz de adolescente—, ¡y yo he venido! Incluso a pesar de la tunda que me dará mi padre por haberme ausentado varios días —concluyó dándose un aire de ufana importancia que hubiera sido más propio de un
jarl
vestido con capa de armiño.

El chiquillo se quedó callado y, cuando su mano indecisa no supo qué hacer con los dedos de uñas ennegrecidas, la dejó caer a un costado para tabalearlos sobre su muslo derecho con aire vacilante y, de paso, limpiarse los restos pegajosos del moco en la sucia tela. Sus ojos se revolvieron en las cuencas para mirar al cielo y abrió la boca de nuevo para añadir algo más, pero se arrepintió enseguida y optó por extender su mano sucia al frente, mostrando una palma llena de roña parduzca.

A Thyre se le escapó una sonrisa que tenía un poco de tierna y mucho de cínica y, reprendiendo al crío por su desfachatez con una severa mirada, le tendió su recompensa. El sucio muchacho miró el trozo de metal brillante y, acto seguido, salió corriendo sin siquiera despedirse; con lo que consiguió que varios de los cabritos del año salieran trotando ante la parsimonia de sus mayores.

La joven se volvió para cruzar los muros de la modesta
boer
de su padre, olvidándose de sus tareas con el rebaño, y pensó en las noticias que había recibido, agradecida por el buen hacer de su prima Hiodris.

Todo había sido complicado, como caminar por una pendiente embarrada. Ella sabía bien que, de no ser por la muerte de Olav y la enfermedad de Eirik, las cosas serían ahora muy distintas. Lo que desconocía era la clase de urdimbre que las
nornas
tejían para su destino.

Quizá el
hólmgang
reavivaría de nuevo la polémica. Y estaba segura de que era mejor que su padre no se enterara; ahora que los ánimos parecían haberse calmado, no resultaba conveniente darle motivos para recordar que su hija había rechazado un matrimonio ventajoso provocando el escándalo y el deshonor de la familia. Thyre todavía sentía escalofríos mordaces al recordar los gritos de su padre cuando había regresado con la cabeza gacha, justo a tiempo para adelantar a las vergonzosas habladurías que la siguieron y que sirvieron para enfurecerlo aún más. Pero al menos él había vuelto sano y salvo.

Todavía lo amaba, incluso a pesar de la traición y el abandono, todavía lo amaba. Y, aunque se decía a sí misma que jamás lo perdonaría, una parte de ella se contradecía cuando recordaba la sensación de sentirse arropada en aquellos fuertes brazos, envuelta en aquel aroma intenso y penetrante que él desprendía, resguardada por aquel amplio tórax en el que le gustaba recostarse para dibujar filigranas entre las líneas que marcaban los músculos de aquel abdomen. Sin embargo, se repetía una y otra vez que no lo perdonaría.

Día tras día, con machacona insistencia, su orgullo le recordaba que no aceptaría excusas, las deudas contraídas eran demasiado altas. Pero también sabía que, si no podía tenerlo a él, no tendría a ningún otro, porque todavía lo amaba, aún lo necesitaba. Tanto como para que sus mañanas fueran oscuras y sus noches eternas, porque no solo no lo tenía, sino porque también sabía que nunca volvería a ser suya, porque aunque él regresase pidiendo perdón, ella lo rechazaría. Lo que quería era poder odiarlo, repudiarlo, pero cuando lo intentaba, algún dulce recuerdo se lo impedía. La herida todavía sangraba y la sola evocación de sus besos le encogía el pecho. Él la había abandonado, rompiendo una delicada vasija llena de ilusiones que nunca jamás podría recomponerse. Pero al menos estaba vivo.

—No creo que se haya acabado —dijo Leif zarandeando el cuerno lleno de espesa cerveza de arrayán—. El
godi
ha dicho que parecía un perro rabioso cuando le cosía el corte —añadió antes de echar un trago—. Ahora la fiebre ha prendido en su herida y, por lo que me ha dicho —aclaró limpiándose la espuma del bigote con el dorso de la mano—, en sus delirios se acuerda de tu familia hasta la décima generación…

Assur bebió a su vez y asintió sin más. El que se animó a hablar fue Tyrkir.

—De todos modos, no creo que se atreva a contradecir tu dictado —dijo moviendo el mentón hacia Leif.

—Ya, pero este —contestó el nuevo
jarl
de Groenland señalando a Assur con una inclinación de su cuerno ya medio vacío— pisó fuera del
hólmgangustadr
antes de asestar el golpe que sirvió para declararlo vencedor, si Víkar eleva una queja ante el
thing,
tendrá derecho a ser escuchado…

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