Azteca (10 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Mi padre se volvió. A la altura de su codo, y no más alto que éste, estaba parado un hombre que parecía una semilla de cacao. Sólo llevaba puesto un
máxtlatl
, taparrabo, andrajoso y sucio y su piel era exactamente del color del cacao, de un pardo oscuro. Su rostro, también como el cacao, estaba surcado de arrugas. Quizás fue más alto en otro tiempo, pero entonces estaba encorvado, encogido y arrugado y nadie hubiera podido precisar su edad. Ahora que lo pienso, se veía más o menos como yo ahora. Extendiendo su mano con la palma hacia arriba como lo haría un chango, volvió a decir: «Sólo dos cacaos, mi señor».

Mi padre negó con la cabeza y cortésmente le dijo: «Para conocer el futuro iría a un
tlachtopaitoani
, un vidente-que-ve-en-la-lejanía».

«¿Has visitado alguna vez a uno de esos videntes-que-ven-en-la-lejanía —preguntó el hombrecillo— y ha podido reconocer en ti, inmediatamente, a un maestro cantero de Xaltocan?».

Mi padre lo miró con sorpresa y farfulló: «Tú
eres
un vidente. Tienes la verdadera visión. Entonces, ¿por qué…?».

«¿Por qué voy lleno de harapos con mi mano extendida? Porque digo la verdad y la gente hace poco aprecio de ésta. Los videntes comen los hongos sagrados y sueñan sueños para ti, porque ellos pueden cobrar más por sueños. Mi señor, el polvo de la cal está incrustado en las coyunturas de tus dedos, pero tus palmas no están encallecidas por el uso del martillo o del cincel del escultor. ¿Ya ves? La verdad es tan barata que hasta la podría regalar».

Yo me reí y mi padre también, y le dijo: «Eres un viejo embaucador y divertido, pero nosotros tenemos muchas cosas que hacer en otra parte…».

«Esperad», dijo insistiendo el hombrecillo. Se agachó para escudriñar mis ojos, aunque no necesitaba encogerse mucho. Yo le miré fijamente.

Estoy seguro de que el viejo pordiosero y embaucador había estado cerca de nosotros cuando mi padre me compró el cono de nieve y, habiendo escuchado la mención de mi significativo séptimo cumpleaños, nos tomó por rústicos campesinos en la gran ciudad, fáciles de ser timados por él. Sin embargo, mucho más tarde, los sucesos me hicieron recordar las palabras exactas que dijo…

Escudriñó mis ojos y murmuró: «Cualquier vidente puede ver muy lejos a través de los caminos y los días. Aun cuando él vea algo que va a pasar verdaderamente, está remoto en distancia y tiempo y nada beneficia o amenaza al vidente mismo. Sin embargo, el
tonáli
de este niño es ver las cosas y hechos de este mundo, verlas cerca y llanamente, así como el significado que encierran».

Se enderezó. «Al principio eso parecerá un impedimento, niño, pero esa clase de corta visión podría hacerte discernir las verdades que los videntes que ven en la lejanía no distinguen. Si pudieras sacar ventaja de ese talento, te harías rico y poderoso».

Mi padre suspiró pacientemente y buscó dentro de su morral.

«No, no —le dijo el hombre—. No he profetizado riquezas o fama a tu hijo. No le he prometido la mano de una bella princesa o la fundación de un linaje distinguido. El niño Mixtli verá la verdad, sí. Desafortunadamente para él,
dirá
también la verdad de lo que vea y esto acarrea más frecuentemente la calumnia que la recompensa. Por una predicción tan ambigua, mi señor, no pido gratificación».

«Toma esto de todas formas, viejo —dijo mi padre, presionando sobre su mano una semilla de cacao—. Solamente para que ya no nos predigas nada más».

En el centro de la ciudad había poco tránsito comercial, pero todos los ciudadanos no ocupados en negocios urgentes habían empezado a congregarse en la gran plaza, para la ceremonia de la que mi padre había oído hablar. Preguntó a un transeúnte de qué se trataba y éste le respondió: «La dedicatoria a la Piedra del Sol, por supuesto, para celebrar la dependencia de Tlaltelolco». La mayoría de la gente congregada allí eran plebeyos como nosotros, pero había también bastantes
pipiltin
como para haber poblado una gran ciudad sólo con nobles puros. De todas formas, mi padre y yo habíamos llegado a propósito temprano. Aunque había tanta gente en la plaza como pelos tiene un conejo, no llegaban a llenar totalmente esa área tan amplia. Teníamos suficiente espacio en el cual movernos y mirar hacia varios puntos.

En aquellos días, la plaza central de Tenochtitlan —In Cem-Anáhuac Yoyotli, El Corazón del Único Mundo— no tenía ni la mitad del bellísimo esplendor que llegaría a ver en mis visitas posteriores. El Muro de la Serpiente no había sido construido todavía para circundar esa área. El Venerado Orador Axayácatl todavía vivía en el palacio que había sido de su difunto padre Motecuzoma, mientras uno nuevo sería construido para él, diagonalmente, al otro lado de la plaza. La Gran Pirámide nueva, empezada por el primer Motecuzoma estaba todavía sin terminar. Sus maros de piedra inclinados y las escaleras con pasamanos de serpientes, terminaban bastante por encima de nuestras cabezas y más arriba aún se podía atisbar la pequeña pirámide primitiva, que más tarde sería totalmente cubierta y agrandada. Sin embargo, la plaza era lo suficientemente maravillosa para un niño campesino como yo. Mi padre me dijo que una vez él la había cruzado en línea recta, la había medido pie sobre pie y que medía casi seiscientos pies de hombre desde el norte hacia el sur y desde el este hacia el oeste. Tenía el piso de mármol, una piedra más blanca que la piedra caliza de Xaltocan y estaba tan pulida y brillante como un
téxcaíl
, espejo. Mucha de la gente que estaba allí ese día, tuvo que quitarse las sandalias y andar descalza, porque éstas eran de una clase de piel muy fina y resbaladiza.

Las tres amplias avenidas, que eran lo suficientemente anchas como para que caminaran veinte hombres, hombro con hombro, partían de allí, de la plaza, y se perdían a lo lejos hacia el norte, el oeste y el sur, para convertirse en los tres caminos-puentes, igualmente anchos, que se dirigían hacia la tierra firme. La plaza, en aquel entonces, no estaba tan llena de templos, altares y monumentos como lo estaría años más tarde, pero ya había modestos
teócaltin
conteniendo estatuas de los dioses principales. También estaban allí las cremalleras en donde se mostraban las calaveras de los más distinguidos
xochimique
que habían sido sacrificados a uno o a otro de esos dioses. En aquel lugar estaba la plazoleta privada del Venerado Orador, en donde se jugaba a los juegos rituales de
tlachtli
. Ya estaba también la Casa de Canto, que contenía habitaciones confortables y cuartos para prácticas musicales para los más distinguidos músicos, cantantes y danzantes que durante los festivales religiosos representaban en la plaza. La Casa de Canto no fue totalmente destruida como otros de los edificios de la plaza y del resto de la ciudad. Fue restaurada y es ahora, por lo menos hasta que su iglesia catedral de San Francisco sea terminada, la residencia de su Obispo y su principal centro diocesano. En donde estamos sentados en este momento, mis señores escribanos, era una de las habitaciones de La Casa de Canto. Mi padre supuso muy correctamente que a la edad de siete años no estaría extasiado con las reliquias religiosas o arquitectónicas, así es que me llevó al edificio despatarrado que estaba en la esquina sudeste de la plaza. Éste daba morada a la colección de animales y pájaros salvajes del Uey-Tlatoani, aunque todavía no contaba con una colección tan extensa como la tuvo en años posteriores. Había sido empezada por el difunto Motecuzoma, quien tenía intención de exhibir públicamente un espécimen de cada uno de los animales de tierra y aire que se pudieran encontrar en todas estas tierras. El edificio fue dividido en incontables habitaciones; unas eran meros cubículos y otras, grandes cámaras. Una gamella mantenía una continua corriente de agua para vaciar los excrementos fuera de las habitaciones. Cada habitación se abría sobre un pasillo, para los visitantes, pero había una separación hecha por una red o en algunos casos tenían fuertes barras de madera como medida de protección. Había una habitación individual para cada criatura o para aquellas especies que, aunque distintas, podían convivir amigablemente.

«¿Acostumbran a hacer tanto ruido?», le pregunté a mi padre, gritando entre los rugidos, chillidos y gritos.

«No lo sé —me dijo—, pero en este momento algunos de ellos están muy hambrientos, porque deliberadamente no se les ha dado de comer por algún tiempo. Va haber sacrificios en la ceremonia y los despojos serán enviados aquí, como comida para los felinos, los
cóyotin
y los
tzopílotin
».

En esos momentos estaba viendo al animal más grande de nuestras tierras: el tapir, feo, voluminoso y perezoso, que meneaba su hocico prensible hacia mí, cuando una voz familiar dijo: «Maestro cantero, ¿por qué no le enseña al niño la parte de los
téquantin
?».

Era el hombrecillo pardusco y encorvado con el que nos habíamos encontrado antes en la calle. Mi padre le echó una mirada exasperada y le preguntó: «¿Nos viene siguiendo, viejo molón?».

Se encogió de hombros. «Solamente arrastré mis ancianos huesos hasta aquí, para ver la dedicación de la Piedra del Sol». Entonces, gesticulando hacia una puerta cerrada que estaba al final del pasillo, me dijo: «Ahí, mi niño, hay un verdadero espectáculo. Animales humanos, mucho más interesantes que estos meros brutos. Una mujer
tlacaztali
, por ejemplo. ¿Sabes qué es una
tlacaztali
? Es una persona completamente blanca, piel, pelo y todo, a excepción de sus ojos que son rojizos. Y también hay ahí un enano que tiene solamente media cabeza, que come…».

«¡Chist! —dijo mi padre severamente—. Éste es un día de regocijo para el niño. No quiero que se ponga enfermo viendo a esos desgraciados monstruos».

«Ah, bueno —dijo el viejo—. Hay quienes disfrutan viendo a los deformados y mutilados. —Sus ojos brillaron al mirarme—. Pero los
téquantin
estarán todavía aquí, joven Mixtli, para cuando tú hayas madurado y seas lo suficientemente superior como para mofarte de ellos y embromarlos. Y me atrevería a decir que habrá más curiosidades para entonces en la parte de los
tequani
, sin duda mucho más entretenidos y divertidos para ti».

«¿Quiere callarse?», rugió mi padre.

«Perdona, mi señor —dijo el viejo encorvado, encogiéndose todavía más—. Déjame enmendar mi impertinencia. Es casi mediodía y la ceremonia empezará muy pronto. Si vamos ahora y encontramos buenos lugares, quizá pueda explicaros a ti y al niño algunas cosas que de otra manera probablemente no entenderíais».

La plaza estaba desbordantemente llena y las gentes se rozaban hombro con hombro. Nunca hubiéramos llegado tan cerca de la Piedra del Sol, si no hubiera sido porque cada vez y en último momento llegaban más y más nobles altivos, en sillas de manos de dorada tapicería, cargadas por sus esclavos. La muchedumbre de clase media y baja se dividía, sin ningún murmullo, para dejarles pasar, y el viejo, audazmente, se pegaba como una anguila a ellos siguiéndolos, con nosotros detrás, hasta que estuvimos casi al frente de la hilera de notables palaciegos. No habría podido ver nada, si mi padre no me hubiese levantado y acomodado en uno de sus hombros. Él miró abajo, hacia nuestro guía y le dijo: «También a usted lo puedo alzar, viejo».

«Gracias por tu consideración, mi señor —dijo, medio sonriendo—, pero soy más pesado de lo que parezco».

La Piedra del Sol, era el centro de atención de todas las miradas, y se asentaba para esa ocasión en la terraza, en medio de las dos amplias escaleras, de la inacabada Gran Pirámide. Estaba cubierta a nuestra vista por un manto de algodón de deslumbrante blancura. Así es que me dediqué a admirar a los nobles que llegaban, sus sillas de mano y sus trajes eran algo digno de verse. Hombres y mujeres, por igual, llevaban mantos completamente entretejidos de plumas, algunos eran multicolores y otros solamente de un resplandeciente color. El cabello de las mujeres estaba teñido de púrpura, como era la costumbre en un día como ése y sostenían sus manos en alto para lucir los brazaletes y los anillos que festonaban sus dedos. Aún así, los hombres llevaban más adornos que las mujeres. Todos llevaban diademas o borlas de oro y ricas plumas sobre sus cabezas. Algunos llevaban medallones de oro colgados al cuello con eslabones y brazaletes de oro en los brazos y en las pantorrillas. Otros llevaban tapones de oro de ornato y joyas que atravesaban los lóbulos de sus orejas, o de sus narices, o el labio inferior o todos a la vez.

«Aquí llega el Gran Tesorero —dijo nuestro guía—. Ciuacóatl, Mujer Serpiente, quien es el segundo en mando después del Venerado Orador».

Me giré, ansioso por ver la Mujer Serpiente, a quien supuse una curiosidad como esos «animales humanos» que no me habían dejado ver, pero no era más que otro
pili
, un hombre que sólo se distinguía por estar ataviado mucho más vistosamente que los demás nobles. El pendiente que atravesaba su labio inferior era tan pesado que tiraba de éste hacia abajo, dándole una expresión a su rostro como si estuviera haciendo pucheros. Era un pendiente taimado: una miniatura de una serpiente en oro, hecha de tal manera que meneaba y sacaba su pequeña lengua cada vez que el Señor Tesorero se sacudía en su silla. Nuestro guía se rió de mí; él había notado mi desilusión. «Mujer Serpiente es solamente un título, niño, no una descripción —me dijo—. Cada Gran Tesorero siempre ha sido llamado Ciuacóatl, aunque probablemente ninguno de ellos podría decirte el porqué. Mi teoría es que ambas, serpientes y mujeres, se enroscan apretadamente a cualquier tesoro que puedan retener».

Entonces el gentío congregado en la plaza que hasta entonces había estado murmurando, dejó de hacerlo; el Uey-Tlatoani en persona acababa de aparecer. De alguna manera había llegado sin ser visto o había estado escondido de antemano en algún lugar, porque de repente apareció parado a un lado de la velada Piedra del Sol. El rostro de Axayácatl estaba oscurecido por los adornos; tapones en los lóbulos de las orejas, tapón en la nariz y ensombrecido por el gran penacho de plumas rojo fuego de guacamaya, que ceñía totalmente su cabeza y que le caía de hombro a hombro. Tampoco era muy visible el resto de su cuerpo. Su manto de plumas verde-oro de papagayo le caía totalmente hasta los pies. En su pecho llevaba un medallón grande y laboriosamente intrincado, su
máxtlatl
era de rica piel roja, en sus pies llevaba sandalias aparentemente de oro puro, atadas hasta la altura de las rodillas con lazos dorados.

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