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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (112 page)

BOOK: Azteca
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Y así, durante esos cinco días, entre el final del año Uno-Conejo y el comienzo de su sucesor Dos-Caña, que suponíamos que podríamos vivir para ver llegar ese año de Dos-Caña, y con el que empezaría una nueva gavilla de años, había tanto temor como obediencia religiosa, que hacía que la gente adoptara una conducta sumisa y silenciosa. La gente casi literalmente caminaba de puntillas. Todos los sonidos eran acallados, todas las conversaciones eran susurradas, toda risa estaba prohibida. Los ladridos de los perros, los gorgoteos de las aves domésticas, los chillidos de los bebés eran silenciados lo más pronto posible. Todos los fuegos y luces de los hogares eran apagados durante los días vacíos, cuando terminaba un año solar ordinario, y todos los
demás
fuegos eran extinguidos también, incluyendo los de los templos, los de los altares y urnas puestas enfrente de las estatuas de los dioses. Incluso el fuego que estaba sobre la Colina de Huixachi, el único fuego que se había conservado siempre ardiendo, durante los últimos cincuenta y dos años, aun ese se apagó. En todas estas tierras no hubo ni un vislumbre de luz durante esas cinco noches.

Cada familia, noble o humilde, rompía todas sus vasijas de barro, las que se usaban para cocinar, las que estaban guardadas y las que estaban en los comedores; enterraban o tiraban al lago todas sus
metlatin
, piedras para moler el maíz, y otros utensilios de piedra, cobre y metales preciosos; quemaban sus cucharas de madera, sus platos, sus batidores para
chocólatl
y otros utensilios parecidos. Durante esos días no se cocinaba y de todas formas se comía muy poco, y se usaban las hojas del maguey como platos y los dedos como cucharas, para comer la comida fría de
camotin
o
atoli
que se había preparado con anticipación. No se viajaba, no se comerciaba ni se llevaba a efecto ninguna clase de negocio, no había reuniones sociales, no se utilizaban joyas o plumas, sólo se usaba el traje sencillo. Nadie, desde el UeyTlatoani hasta el más bajo esclavo, hacía nada más que esperar, y pasar lo más desapercibidamente posible mientras aguardaban.

Como nada pasó durante esos días sombríos, nuestra tensión y aprensión aumentó comprensiblemente cuando Tonatíu fue a su cama la tarde del día número cinco. Solamente podíamos preguntarnos: ¿se levantaría nuevamente y nos traería un nuevo día, un nuevo año, otra gavilla de años? Puedo decir que la gente común sólo podía esperar con sus preguntas ya que era tarea de los sacerdotes utilizar toda su persuasión, toda la que tenían en su poder. Poco después de que el sol se había ido, cuando la noche estaba completamente en tinieblas, una completa procesión de ellos, los sacerdotes principales de cada dios y diosa, mayor y menor, todos con el traje, la máscara y pintados con la semblanza de su dios en particular, caminaban desde Tenochtitlan, a lo largo del camino-puente del sur hacia la Colina de Huixachi. Eran seguidos por el Venerado Orador y sus invitados, todos vestidos con aquellas vestiduras humildes como sacos, con las que no se podrían reconocer como señores de alto cargo, hombres sabios, adivinos, o lo que fueran. Entre ellos estaba yo, llevando de la mano a mi hija Nochipa.

«Sólo tienes ahora diez años —le había dicho—, y podrías tener una buena oportunidad de vivir, para volver a ver el
próximo
Fuego Nuevo, pero es muy posible que no seas invitada a ver de cerca esa ceremonia. Así es que eres muy afortunada de poder observar ésta».

Ella estaba muy entusiasmada con la idea, pues era una de las primeras y mayores celebraciones religiosas, que por primera vez asistía. Si no hubiera sido una ocasión tan solemne, ella habría brincado feliz y alegre a mi lado. En lugar de eso, caminaba despacio, como era lo adecuado, llevando una ropa pardusca y una máscara de hoja de maguey confeccionada por mí. Mientras seguíamos a los demás, en procesión a través de la oscuridad solamente atenuada por el pálido rayo de la luna plateada, yo recordaba que ya hacía mucho tiempo había acompañado muy entusiasmado a mi padre a través de Xaltocan para ver la ceremonia en honor del dios de los cazadores de aves, Atlaua.

Nochipa llevaba una máscara que escondía totalmente su rostro, porque en esa noche en especial, la más insegura de todas las noches, los niños debían ir así. La creencia —o la esperanza— era que si los dioses decidían borrar a la raza humana de la faz de la tierra, se podían equivocar y pensar que los jóvenes disfrazados eran otra clase de criaturas y dejarlos sobrevivir, y así, por lo menos, ellos volverían a perpetuar nuestra raza. Los adultos no tratábamos de utilizar esa débil simulación, pero tampoco nos dormiríamos resignadamente ante lo inevitable. En todas partes de esas tierras sumidas en las tinieblas, nuestras gentes pasarían esa noche en los tejados y en las azoteas, pellizcándose y moviéndose unos a otros para mantenerse despiertos, con sus miradas fijas hacia donde estaba la Colina de Huixachi, rezando para que se levantara otra vez la llama del Fuego Nuevo, que les diría que los dioses también esta vez habían diferido el último desastre.

La colina que en nuestro lenguaje llamábamos Huixachtlan estaba situada en un promontorio entre los lagos de Texcoco y Xochimilco al sur del pueblo de Ixtapalapan. Su nombre le venía de los frondosos arbustos
huixachi
que crecían allí, y que en esa estación del año empezaban a abrir sus florecitas amarillas cuya gran fragancia dulce era desproporcionada a su tamaño. Esa colina no se distinguía mucho, ya que era un simple grano comparada con las grandes montañas que se elevaban atrás. Sin embargo, se elevaba abruptamente del terreno plano que circundaba los lagos, y era lo suficientemente alta y estaba lo suficientemente cerca de todas las comunidades del lago, como para que todos sus habitantes —desde Texcoco al este hasta Xaltocan al norte— pudieran verla, y ésa había sido la razón por la que se había seleccionado, hacía ya bastante tiempo en nuestra historia, para que tuviera lugar la ceremonia del Fuego Nuevo.

Mientras subíamos por el sendero que ascendía suavemente en espiral hasta la cumbre, estando cerca de Motecuzoma escuché que él murmuraba preocupado a uno de sus consejeros: «Las
chiquacéntetl aparecerán
esta noche, ¿no es así?».

El sabio, un anciano, pero con muy buenos ojos todavía para ser un astrónomo, se encogió de hombros y dijo: «Siempre lo han hecho, mi señor. Nada de lo que indican mis estudios puede probar que no lo hagan siempre así».

Chiquacéntetl
significa grupo de seis. Motecuzoma se estaba refiriendo a ese grupo cerrado de seis imperceptibles estrellas, cuya ascensión en el cielo habíamos ido a ver, o teníamos la esperanza de ver. La voz del astrónomo, cuya función era calcular y predecir todo lo referente a los movimientos de las estrellas, sonó con tal confianza que disipó los temores de todos nosotros. Por otro lado, ese viejo sabio era notoriamente irreligioso y de opiniones muy atrevidas. Había enfurecido, más de una vez, a muchos sacerdotes al decir con gran llaneza, como lo dijo entonces: «Ningún dios, ni todos los dioses que nosotros conocemos, jamás han demostrado ningún poder para interrumpir el curso ordenado de los cuerpos celestiales».

«Si los dioses los pusieron ahí, viejo incrédulo —le dijo un adivino—, los dioses pueden quitarlos. Ellos simplemente no lo han hecho en todo el tiempo de nuestra vida en que hemos estado observando el cielo. Sin embargo, la cuestión no es si las
chiquacéntetl
ascenderán en el cielo, sino si este grupo de seis estrellas estarán en el lugar exacto en el cielo, exactamente a la medianoche».

«Que no es mucho decir de los dioses —dijo secamente el astrónomo—, y en cuanto llegue el tiempo de que el sacerdote sople su trompeta porque es medianoche, puedo apostar que ya para entonces estará borracho. Y a todo esto, amigo adivino, si todavía sigue usted basando sus profecías sobre ese grupo de seis estrellas, no me sorprendería mucho que sus cálculos estuvieran equivocados. Nosotros los astrónomos, hace mucho tiempo que lo reconocemos por
chicóntetl
, el grupo de siete estrellas».

«¿Se atreve usted a refutar los libros de adivinación? —farfulló el adivino—. Todos ellos dicen y siempre han dicho
chiquücéntetl
».

«Así es como la mayoría de la gente lo conoce, por el grupo de las seis. Se necesita un cielo claro y buenos ojos para verlas a todas, en verdad que son siete estrellas pálidas, las que forman este grupo».

«¿Nunca cesará en sus calumnias irreverentes? —gruñó el otro—. Usted simplemente trata de confundirme, de poner en duda mis predicciones y ¡de difamar mi venerable profesión!».

«Sólo con hechos, venerable adivino —dijo el astrónomo—. Sólo con hechos».

Motecuzoma se rió entre dientes ante esa discusión, sin preocuparse más por lo que la noche nos traería y entonces los tres hombres se adelantaron, quedando fuera del alcance de mi oído, en el momento en que llegamos a la cumbre de la Colina de Huixachi. Un buen número de sacerdotes jóvenes nos habían precedido y ya lo tenían todo listo. Había preparada una pila de antorchas sin encender y una pequeña pirámide de ocotes y leños que servirían para encender el fuego. También había allí otros combustibles: yesca, unos palitos secos, papel de corteza finamente picado, ocotes y madejas de algodón empapadas en aceite. El
xochimique
escogido para esa noche era un joven guerrero de pecho amplio, que recientemente había sido capturado en Texcala, y quien yacía desnudo sobre la piedra de sacrificio. Ya que era esencial que él estuviera sin moverse durante toda la ceremonia, le habían dado a beber alguna droga sacerdotal. Así es que yacía completamente relajado, sus ojos cerrados, sus miembros colgando y respirando apenas perceptiblemente. Las únicas luces venían de las estrellas y de la luna que se levantaba sobre nuestras cabezas y el reflejo de los rayos de la luna hacía brillar el lago abajo de nosotros. Para entonces, nuestros ojos ya se habían habituado a la oscuridad y podíamos ver los surcos y contornos de la tierra que rodeaba la colina; las ciudades y los pueblos parecían muertos y desiertos, pero en realidad estaban esperando bien despiertos y casi se podían percibir sus latidos de aprensión. Había un grupo de nubes en el horizonte del este, y pronto llegaría el tiempo de que las tan esperadas estrellas, por las que todo mundo rezaba, se hicieran visibles en el cielo. Y al fin llegaron: el grupo de seis estrellas pálidas, y después de ellas, una brillante y roja que siempre las seguía. Esperamos mientras ellas recorrían, muy lentamente, su viaje por el cielo, y esperamos conteniendo el aliento, pero ninguna se desvaneció o se separó del resto, ni cambiaron su curso acostumbrado. Al fin, ante un suspiro colectivo de alivio, quedaron exactamente arriba de la colina atestada, cuando el sacerdote que llevaba la cuenta arrancó un sonido a su concha-trompeta, para señalar que era la medianoche. Varias gentes dijeron: «Llegaron exactamente al lugar, en el preciso momento», y el principal sacerdote de todos los sacerdotes presentes, el gran sacerdote de Huit-zilopochtli, rugió ordenando:

«¡Encendamos el Fuego Nuevo!».

Un sacerdote colocó sobre el pecho del postrado
xochimique
, un madero hueco con yesca, luego cuidadosamente acomodó los pedacitos de ocote. Otro sacerdote, que estaba al otro lado de la piedra de sacrificios, se acercó e inclinó con un palito seco y empezó a darle un movimiento giratorio con las palmas de sus manos. Todos nosotros, los espectadores, esperábamos ansiosos; los dioses todavía nos podían negar esa chispa de vida. Pero entonces surgió un destello de llama humeante. El sacerdote detuvo con una mano el madero y con la otra alimentó y animó la llamita luminosa, con madejas de algodón con aceite, pedacitos de papel seco, que produjeron una pequeña, parpadeante pero definitiva llama. Pareció que eso despertó bastante al
xochimique
, quien abrió sus ojos lo suficiente como para ver el despertar del Fuego Nuevo en su pecho, pero no lo vio por mucho tiempo.

Uno de los sacerdotes movió cauteloso hacia un lado el madero que sostenía el fuego. Otro sacó un cuchillo y apuñaló al joven tan diestramente, que éste apenas sí se movió. Cuando el pecho estuvo bien abierto, otro sacerdote se aproximó y extrajo el corazón que había dejado de palpitar y lo levantó, mientras otro acomodaba el madero con el fuego en la herida abierta, luego rápidamente, pero con destreza, acomodó más ocote, papeles y algodón. Cuando ya la llama se levantaba lo suficiente del pecho de la víctima, que todavía se movía débilmente, otro sacerdote depositó con cuidado el corazón en medio del fuego. Las llamas cesaron por un momento mojadas por el corazón sangrante, pero se volvieron a levantar otra vez con nuevo vigor y el corazón hacía un ruido audible al asarse.

Un grito salió de todos los presentes: «
¡El Fuego Nuevo se ha encendido!
», y la multitud inmóvil hasta ese momento, empezó a moverse de un lado a otro. Uno tras otro, por orden de rango, los sacerdotes tomaron sus antorchas de la pila y tocaron con ellas el pecho del
xochimique
, que se achicharraba rápidamente, para encenderlas con el Fuego Nuevo y luego corrían con ellas. El primero utilizó su antorcha para encender la pila de leña que estaba en la colina, para que todos al mirar la Colina de Huixachi vieran esa gran hoguera y supieran que todo peligro había pasado, que todo sería igual en El Único Mundo. Me imaginé que podía oír los gritos de alegría, las risas y los sollozos de felicidad, de todas las gentes que miraban desde sus azoteas alrededor de los lagos. Después los sacerdotes corrieron por el sendero de la colina, mientras sus antorchas ondulaban detrás de ellos inflamando el aire. En la base de la colina otros sacerdotes estaban esperando, que venían de todas las comunidades, cercanas y lejanas. Tomaron las antorchas y corrieron para llevar ese precioso fragmento del Fuego Nuevo, a los templos de las diferentes ciudades, pueblos y aldeas.

«Puedes quitarte tu máscara, Nochipa —le dije a mi hija—. Ya estamos a salvo, quítatela para que puedas ver mejor».

Ella y yo estuvimos parados al lado norte de la colina, mirando cómo esas lucecitas brillaban alejándose de nosotros y se desparramaban en todas direcciones. Luego hubo unos estallidos silenciosos. Ixtapalapan, el pueblo más cercano, fue el primero en encender la urna de su templo principal, el siguiente pueblo fue Mexicaltzinco. En cada templo había esperando un sinnúmero de habitantes, portando sus propias antorchas para encenderlas en los fuegos de los templos y llevarlas corriendo a casa para encender los fuegos de sus hogares y los de sus vecinos. Así es que cada antorcha que se alejaba de la Colina de Huixachi, primero brillaba como un punto en la distancia, luego brillaba en la urna de un templo y luego se desparramaba por las calles, dejando tras de sí destellos centelleantes en movimiento. La secuencia se repitió una y otra vez en Coyohuacan, en la gran Tenochtitlan, en las comunidades, las lejanas y las más apartadas, hasta que toda esa vasta cuenca, de lagos y tierras, rápidamente se llenó de luz y de vida. Había alegría, entusiasmo y regocijo a simple vista, y yo traté con todas mis fuerzas de imprimirlo entre mis recuerdos felices, porque no tenía esperanzas de volver a ver eso.

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