Azteca (113 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Como si estuviera leyendo mis pensamientos, mi hija me dijo suavemente: «Oh, tengo la esperanza de vivir hasta que sea una vieja. Me gustaría tanto volver a ver esta maravilla la próxima vez, padre».

Cuando Nochipa y yo volvimos a donde se encontraba la gran hoguera, cuatro hombres estaban agachados cerca de ella, en ansiosa consulta: el Venerado Orador Motecuzoma, el sacerdote principal de Huitzilopochtli, el astrónomo y el adivino de los que ya he hablado antes. Todos ellos estaban discutiendo qué palabras debería decir el Uey-Tlatoani en su discurso, el siguiente día, para proclamar lo que el Fuego Nuevo había prometido en los años por venir. El adivino, inclinado sobre algunos diagramas que había dibujado en la tierra con un palito, evidentemente acababa de decir una profecía, que el astrónomo consideraba como excepcional, pues le estaba diciendo burlonamente:

«No más sequías, no más miserias, una larga y fructífera gavilla de años. Muy consolador, amigo adivino. ¿Pero usted no ve un presagio inminente que aparece en el cielo?».

El adivino le dijo: «Los cielos son sus asuntos. Usted hace los mapas y yo me encargaré de leer lo que hay en ellos».

El astrónomo gruñó: «Puede ser que usted encontrara más inspiración si de vez en cuando usted mirara las estrellas y en lugar de esos tontos círculos y ángulos que usted dibuja. —Y apuntó los garabatos hechos en la tierra—. ¿Entonces, usted no lee ningún amenazante
yqualoca
?».

La palabra significa eclipse. El adivino, el sacerdote y el Uey-Tlatoani, todos ellos repitieron al mismo tiempo y con inquietud: «¿Eclipse?».

«De sol —dijo el astrónomo—. Hasta este, viejo fraudulento podía preverlo, si alguna vez leyera el pasado de la historia, en lugar de pretender conocer el futuro».

El adivino tragó saliva y se quedó sin palabras. Motecuzoma se le quedó mirando. El astrónomo continuó:

«Está registrado. Señor Orador, que los maya del sur vieron un
yqualoca
dándole un hambriento mordisco a Tonatíu el sol, en el año Diez-Casa. El próximo mes, en el día Siete Lagarto, se cumplirán exactamente dieciocho años solares y once días desde que eso ocurrió. De acuerdo a los registros llevados por mí y por mis predecesores, de las tierras del norte y del sur, esos oscurecimientos solares regularmente pasan en alguna parte de El Único Mundo, en intervalos de esa duración. Confiadamente puedo predecir que Tonatíu se volverá a eclipsar por una sombra en el día Siete-Lagarto. Desafortunadamente, como no soy adivino, no puedo decir qué severo será ese
yqualoca
ni en qué tierra será visible. Pero todos aquellos que lo vean, lo tomarán como el presagio más maléfico, inmediatamente después de haber pasado el Fuego Nuevo. Sugeriría, mi señor, que todos los pueblos deben ser informados y prevenidos, para que no se asusten tanto».

«Tiene razón —dijo Motecuzoma—. Enviaré mensajeros-veloces a todas las tierras. Aún a aquellas que son nuestras enemigas, para que no crean que ese presagio significa el debilitamiento de nuestro poder. Gracias, señor astrónomo. En cuanto a usted… —Se volvió fríamente hacia el tembloroso adivino—. El más experto y sabio adivino puede estar propenso a cometer un error, y eso se puede perdonar, pero un total inepto es un verdadero peligro para la nación y eso no lo puedo tolerar. Cuando regresemos a la ciudad, se presentará a la guardia de palacio para que lo ejecuten».

En la mañana del siguiente día, Dos-Caña, primer día del año nuevo Dos-Caña, el gran mercado de Tlaltelolco, como todos los mercados en El Único Mundo, estaba lleno de gente que compraba todos los utensilios para sus casas, para reemplazar los viejos que habían destruido. A pesar de que la gente casi no había dormido después del alumbramiento del Fuego Nuevo, todos estaban alegres y charlatanes, y mucho se debía a que estrenaban ropas nuevas y joyas, y por el hecho de que los dioses estuvieran dispuestos a dejarlos seguir viviendo.

Al mediodía, desde lo alto de la Gran Pirámide, el Uey-Tlatoani Motecuzoma hizo el tradicional discurso a su pueblo. En parte, él dijo lo que el finado adivino habla predicho —buen clima, buenas cosechas, y todo eso—, pero prudentemente diluyó en mieles los presagios, diciendo que los dioses continuarían dándonos sus beneficios, mientras ellos estuvieran satisfechos con nosotros los mexica. Por lo tanto, dijo Motecuzoma, todos los hombres deberían trabajar duro, todas las mujeres deberían ser ahorrativas, todas las guerras deberían pelearse con vigor, todas las ofrendas apropiadas y sacrificios deberían hacerse en ocasiones ceremoniales. En esencia, se le dijo al pueblo que la vida continuaría como siempre había sido. No hubo ninguna revelación o algo nuevo en el discurso de Motecuzoma, a excepción de su anuncio —como si fuera una casualidad que había arreglado para un entretenimiento público— del próximo eclipse solar.

Mientras él oraba en lo alto de la pirámide, sus mensajeros veloces ya habían partido desde Tenochtitlan hacia todos los puntos del horizonte. Ellos llevaban la noticia del inminente eclipse a todos los gobernantes, gobernadores, caciques de todas partes e hicieron énfasis en el hecho de que los dioses habían dado a nuestros astrónomos la primera noticia de ese suceso, por lo tanto no causaría nada, ni bueno ni malo, y no debería ser causa de preocupación. Pero una cosa es decirle a la gente que no preste atención a un fenómeno del que hay que temer, y otra, que la gente no quede expuesta a él.

Incluso yo, que fui el primero en oír acerca de ese
yqualoca
amenazante, cuando éste tuvo lugar no lo pude mirar bostezando con calma, sino que tuve que pretender que lo veía con calma e interés científico, por Nochipa, Beu Ribé y los criados que estaban conmigo en el jardín-azotea el día de Siete-Lagarto y tuve que darles un ejemplo de serenidad. No sé cómo se vio en otros lugares de El Único Mundo, pero aquí en Tenochtitlan pareció como si Tonatíu hubiera sido totalmente tragado. Y probablemente fue sólo por un breve momento, pero para nosotros pareció una eternidad. Ese día estaba bastante nublado, así es que el sol era solamente un disco pálido como la luna sin brillantez y podíamos mirarlo directamente. Se pudo observar el primer mordisco que le dieron en su orilla, como si hubiera sido una tortilla, y luego vimos cómo se iban comiendo su cara poco a poco. El día se oscureció, el calor de la primavera desapareció y un viento helado sopló por todo el mundo. Los pájaros volaban sobre nuestra azotea en confusión y podíamos oír aullar a los perros de nuestros vecinos.

El mordisco que estaba recibiendo Tonatíu, se fue haciendo más y más grande, hasta que al final toda su cara fue tragada y se puso tan oscura como la cara pardusca de un nativo de Chiapa. Por un instante, el sol estuvo más oscuro que las nubes que le rodeaban, como si viéramos a través de un pequeño hoyo del día hacia la noche. Cuando las nubes, el cielo y todo el mundo se oscureció con la misma oscuridad de la noche, Tonatíu quedó totalmente fuera de nuestra vista.

Las únicas luces reconfortantes que podíamos ver desde nuestras azoteas, eran los pocos fuegos parpadeantes que ardían fuera de los templos y el humo rojizo que salía del interior del Popocatépetl y que se sostenía encima de él. Los pájaros dejaron de volar y uno de ellos, un pájaro muscícapa de cabeza roja, revoloteó entre Beu y yo y fue a pararse en uno de los arbustos de nuestro jardín, poniendo su cabeza dentro de su ala y echándose a dormir aparentemente. En esos largos momentos en que el día era noche, casi deseé poder esconder mi propia cabeza. De las otras casas y de las calles, podía oír gritos, gemidos y oraciones, pero Beu y Nochipa se mantuvieron en silencio y Estrella Cantadora y Turquesa sólo gimoteaban suavemente, así es que supuse que mi actitud de serenidad tuvo los efectos deseados. Luego una rayita delgada de luz volvió a aparecer en el cielo y muy despacio se fue ensanchando y brillando. El arco del tragador
yqualoca
se deslizaba reluctante, dejando que Tonatíu saliera de sus labios. El medio sol creció, el mordisco disminuyó hasta que Tonatíu fue un disco otra vez, entero, el mundo se volvió a iluminar con su luz. El pájaro que estaba en la rama, a un lado de mí, levantó su cabeza y se nos quedó mirando con una perplejidad casi cómica y echó a volar. Mis familiares y los sirvientes volvieron sus rostros pálidos hacia mí y me sonrieron trémulamente.

«Eso es todo —dije con autoridad—. Se ha acabado». Y todos bajamos las escaleras para volver a nuestras actividades respectivas.

Con razón o erróneamente, mucha gente dijo después que el Venerado Orador había dicho una mentira deliberadamente, cuando él había asegurado que el eclipse no sería un mal presagio, porque sólo unos cuantos días después, todo el distrito del lago se vio sacudido por un temblor de tierra. Era un simple temblor comparado con el
zyuüù
que Zyanya y yo habíamos vivido una vez, y, aunque mi casa se estremeció como las demás, quedó en pie tan firmemente como lo hizo en el tiempo de la gran inundación. Pero, por muy simple que yo lo cuente, el temblor fue uno de los peores que habían sacudido esas tierras, y muchos edificios se cayeron en Tenochtitlan, en Tlácopan, en Texcoco y en otras pequeñas comunidades y cuando esos edificios se cayeron mataron a muchos de sus ocupantes. Creo que murieron unas dos mil personas y los que les sobrevivieron levantaron un gran clamor en contra de Motecuzoma, así es que a éste no le quedó más remedio que prestar atención a él. No quiero decir que él pagara algún daño o que hiciera alguna reparación, sino que lo que hizo fue invitar a toda la gente al Corazón del Único Mundo, para que vieran morir por garrote, públicamente, al astrónomo que había predicho el eclipse.

Pero eso no hizo que se acabaran los presagios, porque eran presagios. Y algunos de ellos, pienso que francamente no lo eran. Como por ejemplo, en ese simple año de Dos-Caña, se vieron caer del cielo nocturno más estrellas de las que jamás se habían visto caer antes, más que todas las estrellas juntas que se habían registrado durante
todos
los años, por nuestros astrónomos. Durante esos dieciocho meses, cada vez que caía una estrella, cualquier persona que la veía podía ir a palacio o mandar un mensaje. Motecuzoma no vio personalmente esa obviamente errónea aritmética que se estaba llevando a efecto, y ya que su orgullo no le permitía volver a correr el riesgo de otra acusación de engañar a su pueblo, hizo anuncios públicos de ese diluvio de estrellas, ya que las sumas eran alarmantes. Para mí y para otros, la razón de ese total sin precedentes de estrellas muriendo era evidente; después del eclipse más gente empezó a mirar al cielo más aprensivamente, y cada uno de ellos estaba ansioso por anunciar cualquier hecho sobrenatural que viera. En cualquier noche de cualquier año, un hombre parado en la puerta de su casa mirando al cielo, en el tiempo que le llevaría fumar un
poquíetl
, vería a dos o tres de las más pálidas estrellas, perder su débil sostén en el cielo y caer seguida de una cola-mortaja de chispas. Sin embargo, si un gran número de personas lo ve y aunque sólo dos o tres de ellas den aviso de haberlo visto, los datos recogidos parecerán como si cada noche hubiera una continua y amenazadora lluvia de estrellas. Y eso es lo que más recuerda nuestra gente de ese año Dos-Caña. Si eso hubiera sido cierto, el cielo se habría quedado totalmente vacío de estrellas para siempre. Ese juego ocioso de coleccionar estrellas caídas hubiera seguido adelante, excepto que el siguiente año, Tres-Cuchillo, la atención de la gente se vio desviada hacia otro presagio, uno que involucraba más directamente a Motecuzoma. Su hermana soltera Pápantzin, la Señora Pájaro Tempranero, escogió ese tiempo para morir. No hubo nada extraordinario en su muerte, sólo que era muy joven y se supuso que murió de una típica enfermedad femenina que nadie hizo mención. Lo siniestro fue que, dos o tres días después de su entierro, numerosos ciudadanos de Tenochtitlan afirmaron haber visto a la señora caminando por la noche, retorciéndose las manos y lanzando un lamento. De acuerdo con lo que dijeron esos que la encontraron —y que se multiplicaron en una noche— la Señora Papan había dejado su tumba para traer un mensaje, y éste era que desde el mundo del más allá, ella había visto un gran ejército conquistador que avanzaba hacia Tenochtitlan, por el sur. Yo particularmente llegué a la conclusión de que los que decían eso, lo único que habían visto era el familiar y bastante cansado viejo espíritu de La Llorona, que por
siempre
se lamentaba y estrujaba sus manos, y también ellos habían equivocado tercamente y mal interpretado su cansado lamento. Pero Motecuzoma no podría negar con facilidad el supuesto fantasma de su hermana. La única forma de poder apaciguar a ese fantasma que salía de su tumba, era ordenando que el sepulcro de Papan fuera abierto en la noche, para poder probar que ella yacía tranquilamente allí y no andaba vagando en la noche por toda la ciudad. Yo no estaba con aquellos que hicieron esa excursión en la noche, pero la lúgubre historia de lo que pasó fue conocida en todas estas tierras. Motecuzoma fue en compañía de algunos sacerdotes, cortesanos y testigos. Los sacerdotes cavaron la tierra de la tumba y la abrieron, luego quitaron la espléndida mortaja que cubría el cadáver, mientras Motecuzoma estaba parado a un lado, agitado y nervioso. Los sacerdotes descubrieron la cabeza de la mujer muerta para su positiva identificación, y la encontraron no muy corrompida, así es que ella era la Señora Pájaro Tempranero y ciertamente que estaba muerta. Se dice que entonces Motecuzoma dio un alarido terrible, tan terrible que hasta los más impasibles sacerdotes se asustaron, cuando de las cuencas de los ojos de la señora brilló una luz verde-blanquecina sobrenatural. De acuerdo con esa historia, ella fijó esa mirada directamente en su hermano, y él, en el colmo del horror le dirigió un largo, aunque incoherente discurso. Unos dijeron que se estaba disculpando por haber abierto su tumba perturbando sus restos; otros dijeron que fue una confesión de culpabilidad y esos mismos luego afirmaron que la enfermedad de la hermana soltera de Motecuzoma, fue supuesta, pues en realidad había muerto de un mal parto.

Poniendo a un lado al fantasma, los testigos que estaban presentes dijeron que el Venerado Orador, finalmente se dio la vuelta y huyó lejos de la tumba abierta. Huyó demasiado pronto como para ver que los ojos blanqui-verdes brillantes del cuerpo se empezaron a mover, y luego se extendieron y se escurrieron por la arrugada mejilla. No era nada sobrenatural, era solamente un
petlazolcoatl
, un ciempiés feo y que como las luciérnagas son peculiarmente luminosos y brillantes en la oscuridad. Dos de esas criaturas, evidentemente, se habían introducido en el cadáver, por las puertas más fáciles de comer y se habían enroscado en cada una de las cuencas de los ojos, para vivir cómodamente y comer a su placer la cabeza de la señora. Esa noche, molestos por toda esa conmoción, lenta y ciegamente se arrastraron fuera de donde estaban y retorciéndose entre los labios del cadáver, desaparecieron otra vez.

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