Azteca (152 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Cortés pudo haber conmemorado otros de sus triunfos, pero él bien sabe que el fin del valiente Cuaupopoca marcó el principio de la conquista de El Único Mundo.

Causó mucha inquietud e incertidumbre entre nuestra gente el que la ejecución hubiera sido decretada y dirigida por los extranjeros blancos, quienes no debían ejercer tal autoridad. Pero el siguiente suceso fue aún más inesperado, increíble y extraño: Motecuzoma anunció públicamente que iba a dejar su propio palacio e ir a vivir durante un tiempo con los hombres blancos.

Los ciudadanos de Tenochtitlan se reunieron en El Corazón del Único Mundo, viendo con expresiones petrificadas el día que su Venerado Orador, caminando plácidamente, atravesó la plaza del brazo de Cortés, bajo ninguna aparente o visible presión, y entró en el palacio de su padre Axayácatl, el palacio que ocupaban los forasteros. Durante los siguientes días, hubo un tráfico constante yendo y viniendo de un lado a otro de la plaza mientras los soldados españoles ayudaban a los cargadores y esclavos de Motecuzoma a cambiar toda la corte de un palacio a otro: a sus esposas, hijos y sirvientes, su guardarropa y los muebles de todas sus habitaciones, el contenido de la sala del trono, su biblioteca y los registros de la tesorería y todo lo necesario para conducir los asuntos de la corte.

Nuestra gente no podía entender
por qué
su Venerado Orador quería ser huésped de sus huéspedes, o de hecho el prisionero de sus propios prisioneros. Pero creo saber el porqué. Hacía mucho tiempo que yo había oído describir a Motecuzoma como «un tambor hueco», y a través de los años escuché a ese tambor hacer ruidos fuertes, y la mayoría de las veces supe que éstos eran producidos por el golpear de las manos de los sucesos, de las circunstancias, sobre las cuales Motecuzoma no tenía ningún control… o cosas que sólo podía pretender controlar… o que aparentemente trataba de controlar. Si hubo alguna vez una esperanza de que algún día llegara a golpear su tambor con sus propias baquetas, por decir así, esa esperanza se desvaneció cuando le cedió a Cortés la resolución del asunto de Cuaupopoca. Porque nuestro jefe guerrero Cuitláhuac, poco después afirmó lo que en efecto había logrado Cuaupopoca —una ventaja que pudo haber puesto a los hombres blancos, así como a sus aliados, a nuestra merced—, y Cuitláhuac no utilizó frases fraternales al contar cómo Motecuzoma de una manera tan apresurada, débil y desgraciada había desperdiciado la mejor oportunidad de salvar El Único Mundo. Esa revelación de su último y peor error, le quitó por completo cualquier fuerza o voluntad o señoría aún inherente en el Venerado Orador. Efectivamente se convirtió en un tambor hueco, demasiado flojo como para hacer algún ruido al ser tocado. Y en tanto que Motecuzoma disminuía para quedar en el letargo y la debilidad más completa, Cortés se erguía cada vez más audaz. Después de todo, él había demostrado que tenía el poder de la vida y de la muerte, aun estando dentro del cerco de los mexica. Había salvado a su puesto en la Vera Cruz y a su aliado Patzinco casi de ser extinguidos, por no mencionar a él mismo y todos los hombres que lo acompañaban. Así es que no vaciló al hacer a Motecuzoma la inaudita exigencia de que voluntariamente se sometiera a su propia captura.

«No soy un prisionero. Ustedes pueden verlo —dijo Motecuzoma la primera vez que mandó llamar a su Consejo de Voceros y a mí, junto con algunos otros señores, para que fuéramos a verlo a su nuevo salón del trono—. Aquí hay suficiente espacio para toda mi corte, cuartos cómodos para todos nosotros y suficientes facilidades que me permiten seguir conduciendo los asuntos de la nación, en los cuales les puedo asegurar que los hombres blancos no tienen ninguna voz. Su propia presencia , en este momento prueba que mis señores consejeros, sacerdotes y mensajeros tienen libre acceso a mí y yo a ellos, y no necesita estar aquí ningún forastero. No van a interferir tampoco en nuestras observancias religiosas, aun en aquellas que requieren algún sacrificio. En pocas palabras, nuestras vidas seguirán exactamente como siempre. Antes de estar de acuerdo en cambiar mi residencia, hice que el Capitán General me diera esas garantías».

«¿Pero por qué estuvo usted de acuerdo con todo lo que ellos exigieron? —preguntó el Mujer Serpiente, con voz angustiada—. Eso no está bien, mi señor. No era necesario».

«Tal vez no era necesario, pero sí prudente —dijo Motecuzoma—. Desde que los hombres blancos entraron en mis dominios, mi propia gente o aliados, en dos ocasiones, han atentado en contra de sus vidas y propiedades, primero en Chololan y últimamente en la costa. Cortés no me echa la culpa, ya que esos intentos se hicieron como desafío o en la ignorancia de mi promesa de una tregua. Pero esas cosas podrían suceder otra vez. Yo personalmente le he advertido a Cortés que mucha de nuestra gente resiente la presencia de los hombres blancos. Cualquier cosa que haga que ese resentimiento se agrave podría hacer que nuestro pueblo olvidara su obediencia hacia mí, y se levantarían otra vez, causando un gran desorden».

«Si Cortés está preocupado por el resentimiento que le guarda nuestra gente —dijo un consejero anciano—, con facilidad podría remediarlo. Que se vaya por donde vino».

Motecuzoma contestó: «Exactamente le dije eso, pero por supuesto es imposible. No tiene modo de hacerlo hasta que, como espera, su Rey Don Carlos le envíe más barcos. Mientras tanto, si él y yo residimos en el mismo palacio, eso demuestra dos cosas: que confío en que Cortés no me haga daño y que confío en que mi pueblo no lo provoque para que él, a su vez, no haga daño a nadie, así estas gentes se verán menos inclinadas a causar más altercados. Y es por estas razones que Cortés me pidió que fuera su huésped aquí».

«Su prisionero», dijo Cuitláhuac, casi despectivamente.

«
No
soy un prisionero —insistió Motecuzoma nuevamente—. Todavía soy el Uey-Tlatoani, el gobernante de esta nación y el principal aliado de la Triple Alianza. He concedido esta pequeña gracia para asegurar el mantenimiento de la paz entre nosotros y los hombres blancos, hasta que éstos se vayan».

Yo dije: «Discúlpeme, Venerado Orador. Usted parece estar muy seguro de que se irán. ¿Cómo lo sabe usted? ¿Cuándo será eso?».

Me miró como deseando que no hubiera preguntado eso. «Se irán cuando lleguen los barcos por ellos. Y sé que se irán, porque les he prometido que se pueden llevar lo que vinieron a buscar».

Hubo un pequeño silencio; luego alguien dijo: «Oro».

«Sí, mucho oro. Cuando los soldados blancos ayudaron en la mudanza de mi residencia, registraron mi palacio de arriba a abajo y descubrieron los cuartos de la Tesorería, aunque había tomado la precaución de mandar tapiar las puertas, y…».

Fue interrumpido por exclamaciones de disgusto de la mayor parte de los hombres allí presentes, y Cuitláhuac le preguntó: «¿Les darás el tesoro de la nación?».

«Sólo el oro —dijo Motecuzoma a la defensiva—. Y las joyas más valiosas. Es todo lo que les interesa. No les importan las plumas, los tintes y las piedras de jade y las raras semillas de flores y demás. Eso seguirá atesorado y esas riquezas sostendrán a la nación el tiempo suficiente para que nosotros podamos trabajar, pelear e incrementar nuestras demandas tributarias hasta recuperar todo nuestro tesoro».

«¡Pero por qué dárselo!», gritó alguien. «Sepan esto —continuó Motecuzoma—, los hombres blancos podrían exigir eso, además de la riqueza de cada noble como precio de su partida. Podrían hacer una guerra a causa de esto y llamar a sus aliados que están en tierra firme y pedirles ayuda para que se nos despoje de todo. Prefiero evitar tal situación, ofreciéndole el oro y las joyas en un aparente gesto de generosidad».

El Mujer Serpiente dijo entre dientes: «Aun como el Alto Tesorero de la Nación, como aparente guardián del tesoro que mi señor está regalando, debo reconocer que sería un precio pequeño que pagar con tal de expulsar a esos extranjeros. Pero le quisiera recordar a mi señor que en otras ocasiones cuando se les ha dado oro, sólo se les ha estimulado a querer más».

«No tengo más para darles y créanme de que los he convencido de que es la verdad. A excepción del oro que está circulando como moneda o que está guardado por ciudadanos individuales, ya
no
hay más oro en las tierras mexica. Nuestro tesoro en oro representa el acumulo de gavillas y gavillas de años. Es el ahorro hecho por todos los Venerados Oradores en el pasado. Se llevaría generaciones y más generaciones para poder rasguñar y extraer de nuestras tierras una fracción más de él. También he hecho de esto un obsequio condicional. No lo tocarán hasta que se vayan de aquí y se lo deben llevar directamente a su Rey Don Carlos como un regalo personal, de mí para él, el regalo
de todo el tesoro que tenemos
. Cortés está de acuerdo, y yo también, como también lo estará su Rey Don Carlos. Cuando los hombres blancos se vayan, ya no regresarán más».

Nadie dijo nada para contradecirle; una vez que nos hubo despedido y que habíamos pasado por la puerta del palacio hacia el Muro de la Serpiente, fue cuando comentamos mientras cruzábamos la plaza.

Alguien dijo: «Esto es intolerable. El Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani está siendo detenido como prisionero por esos salvajes sucios y apestosos».

Alguien más dijo: «No, Motecuzoma tiene razón.
Él
no es ningún prisionero. Los prisioneros somos el resto de nosotros. Mientras él humildemente se entrega como rehén, ningún mexícatl se atreverá ni siquiera a escupir al hombre blanco».

Otra persona dijo: «Motecuzoma ha rendido su persona y la independencia orgullosa de los mexica, además de la mayor parte de nuestro tesoro. Si los barcos de los hombres blancos tardan en llegar, ¿quién nos puede decir qué más les podrá entregar la siguiente vez?».

Y luego alguien dijo lo que todos estábamos pensando: «En el transcurso de toda la historia de los mexica, ningún Uey-Tlatoani jamás ha sido despojado de su rango mientras viviera. Ni siquiera Auítzotl, cuando ya no fue capaz de seguir gobernando».

«Pero se nombró a un regente para que gobernara en su nombre, y funcionó bastante bien, al mismo tiempo que unía la sucesión».

«Cortés podría tener la ocurrencia de matar a Motecuzoma en cualquier momento. ¿Quién conoce los caprichos del hombre blanco? O Motecuzoma podría morir del propio asco que representa. Parece listo para ello».

«Sí, el trono podría estar vacío de un momento a otro. Si tomamos la debida precaución ante esa posibilidad, podríamos tener un gobernante provisional listo… en caso de que el comportamiento de Motecuzoma fuera tal que
debiéramos
despojarlo de su título por órdenes del Consejo de Voceros».

«Se debe decidir y arreglar en secreto. Evitémosle a Motecuzoma esa humillación, hasta que no quede otra alternativa. También, Cortés no debe tener la menor sospecha de que su rehén de un momento a otro, podría serle inútil».

El Mujer Serpiente se dirigió a Cuitláhuac, quien hasta entonces no había comentado nada y le dijo, usando su título de nobleza: «Cuitláhuatzin, como hermano del Orador, normalmente serías el primer candidato que se podría considerar como sucesor suyo a su muerte. ¿Aceptarías el título y la responsabilidad de regente, si en un cónclave formal acordáramos llegar a eso?».

Cuitláhuac caminó unos pasos más adelante, frunciendo el ceño en meditación. Por fin dijo: «Me dolería usurpar el poder de mi propio hermano mientras él siga viviendo, pero en verdad es, mis señores, que me temo que sólo está viviendo a medias ahora, y ya ha abdicado de casi todo su poder. Si el Consejo de Voceros decide que la supervivencia de nuestra nación depende de ello y elige el momento oportuno, yo gobernaré en la capacidad que se me pida».

Pero en la manera que todo fue sucediendo, no hubo necesidad inmediata de que Motecuzoma fuera usurpado, o que se tomara ninguna acción drástica. Es más, durante considerable tiempo pareció ser que Motecuzoma había estado en lo cierto al aconsejar que todos debíamos calmarnos y esperar. Porque los españoles permanecieron en Tenochtitlan durante aquel invierno, y si no hubiera sido porque eran tan blancos, casi no nos hubiéramos fijado en su presencia. Pudieron haber sido gente campesina de su propia raza, venidos a la gran ciudad a una fiesta, para ver sus atractivos y divertirse apaciblemente. Hasta se comportaron irreprochablemente durante nuestras ceremonias religiosas. Algunas de ellas, las que llevaban solamente música, baile y canto, eran vistas por los españoles con interés y algunas veces hasta con diversión. Cuando los ritos llevaban el sacrificio del
xochimique
, los españoles discretamente permanecían en su palacio. Nosotros, los ciudadanos, por nuestra parte, tolerábamos a los hombres blancos, tratándolos con cortesía, pero manteniéndonos a cierta distancia. Así que durante todo ese invierno no hubo fricciones entre nosotros y ellos, ningún incidente premeditado, ni siquiera se dejaron ver más augurios. Motecuzoma, sus cortesanos y consejeros parecieron adaptarse con facilidad a su cambio de domicilio, y el gobierno de los asuntos de la nación no pareció ser afectado por el cambio del centro de gobierno. Como lo habían hecho siempre todos los demás Uey-Tlatoani, se veía con frecuencia con su Consejo de Voceros: recibía emisarios de las lejanas provincias mexica, de las otras naciones de la Triple Alianza y de naciones extranjeras, concedía audiencias a suplicantes individuales que llevaban peticiones, así como demandantes con quejas. Uno de sus visitantes más frecuentes era su sobrino Cacama, sin duda nervioso y con razón acerca de lo inseguro que estaba en su trono en Texcoco. Pero tal vez Cortés también le estaba pidiendo a sus aliados y subordinados que «tuvieran calma y esperaran». De todos modos, ninguno de ellos, ni el Príncipe Flor Oscura, impaciente por apoderarse del trono de los acolhua, hicieron algo drástico o indebido. Durante ese invierno, la vida de nuestro mundo pareció seguir, como lo había prometido Motecuzoma, exactamente como siempre.

Digo que «parecía», porque en lo personal tuve menos y menos que ver con los asuntos del estado. Rara vez se solicitaba mi presencia en la corte, excepto cuando alguna cuestión se suscitaba, sobre la cual Motecuzoma deseaba la opinión de todos sus señores residentes en la ciudad. Mi ocupación, menos señorial, de servir como intérprete también fue siendo menos necesaria y por último ya no fue necesaria, pues Motecuzoma aparentemente había decidido que, si iba a confiar en el hombre Cortés, podría confiar también en la mujer Malintzin. Se les podía ver a los tres paseando mucho tiempo juntos. Eso era difícil de evitar, ya que todos compartían el mismo techo, a pesar de lo grande del palacio. Pero el hecho fue que Cortés y Motecuzoma llegaron a disfrutar de su mutua compañía. Con frecuencia conversaban sobre la historia y el estado actual de sus diferentes países y religiones, y de sus diferentes modos de vivir. Como diversión menos solemne, Motecuzoma le enseñó a Cortés cómo jugar el juego de los frijoles, llamado
patoli
; por lo menos yo, aunque creo que era el único, tenía la esperanza de que el Venerado Orador estuviera jugando con apuestas grandes y que ganara, para que pudiera quedarse por lo menos con parte del tesoro que les había prometido a los hombres blancos.

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