Azteca (153 page)

Read Azteca Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
13.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

A su vez, Cortés enseñó a Motecuzoma diferentes cosas. Mandó a la costa por una cantidad de sus marineros, los artesanos que ustedes llaman carpinteros de ribera, y trajeron consigo sus aperos de metal que iban a necesitar y ellos pusieron a sus leñadores a que cortaran unos árboles completamente derechos, y casi mágicamente convirtieron aquellos troncos en tablones, vigas, costillas y astas. Y en un tiempo sorprendentemente corto habían construido una réplica de medio tamaño de uno de sus barcos oceánicos y lo habían puesto a flote en el lago de Texeoco: el primer barco jamás visto en nuestras aguas que llevara esas alas que ellos llamaban velas. Mientras los marineros se encargaban del problema tan complicado que era guiar esa embarcación, Cortés llevó a Motecuzoma, algunas veces acompañado por miembros de su familia y de la corte, a pasear por los cinco lagos comunicados.

No sentí pena en lo absoluto por haber dejado de asistir, gradualmente, a la corte o haber dejado la traducción de los hombres blancos. Con gusto reanudé mi vida de antes de indolente retiro, para pasar otra vez algún tiempo en la Casa de los Pochteca, aunque no tanto como antes. Mi esposa no me lo pedía, pero yo sentía que debía estar en la casa más seguido en su compañía, porque parecía estar algo débil y tenía la tendencia de cansarse pronto. Luna que Espera siempre había ocupado sus ratos de ocio en labores femeninas como trabajo de bordado, pero me fijaba que ya tenía la costumbre de acercar el trabajo mucho a sus ojos. También solía coger una olla de la cocina o alguna otra cosa, para luego soltarla y romperla. Cuando le pregunté solícitamente, simplemente me contestó:

«Me estoy haciendo vieja, Zaa».

«Sí, somos casi de la misma edad», le recordé.

Ese comentario pareció ofenderla, como si de pronto me hubiera puesto a corretear y bailar para demostrarle mi comparativa vivacidad. Beu me dijo con una voz demasiado seca para ella: «Es una de las maldiciones de las mujeres. Cada año somos más viejas que los hombres. —Y luego se suavizó y sonrió haciendo una pequeña broma de ello—. Es por eso que las mujeres tratan a sus hombres como niños. Porque jamás parecen envejecer… o crecer».

Así que ella, ligeramente, olvidó ese asunto, pero pasó bastante tiempo antes de que yo me diera cuenta de que de hecho estaba mostrando los primeros síntomas del mal que gradualmente la llevaría a su lecho de enferma, que hasta ahora ha ocupado durante años. Beu jamás se quejó de algún malestar ni exigió alguna atención de mi parte, pero de todos modos se la di, y aunque hablábamos muy poco podía ver que ella me lo agradecía. Cuando Turquesa, nuestra vieja sirvienta, murió, llevé a casa a dos jóvenes mujeres, una para hacer el trabajo doméstico y otra para dedicarse totalmente a las necesidades y deseos de Beu. Como durante años me había acostumbrado a llamar a Turquesa cuando necesitaba dar alguna orden doméstica, me fue difícil quitarme ese hábito. Solía llamar a ambas mujeres Turquesa sin discriminación, y se acostumbraron a ello, y ahora no puedo recordar sus verdaderos nombres. Quizás inconscientemente había adoptado el descuido con que los hombres blancos pronunciaban los nombres propios y las expresiones correctas. Durante casi ese medio año que residieron los españoles en Tenochtitlan, ninguno de ellos hizo el más mínimo esfuerzo por aprender la lengua náhuatl, o siquiera los rudimentos de la pronunciación. La única persona de nuestra raza con quienes estaban más ligados era con la mujer que se hacía llamar Malintzin, pero hasta su consorte Cortés, invariablemente pronunciaba mal ese nombre que ella había asumido, llamándola Malinche. Con el tiempo, también nuestra gente la llamó así, ya fuera por cortesía, como lo hacían los españoles, o en señal de desprecio. Porque a Malintzin siempre le enfurecía que la llamaran Malinche —era quitarle el -tzin de la nobleza—, pero difícilmente podía quejarse de que le faltaran al respeto, que pareciera que criticara la manera de hablar, tan usual, de su amo.

De todos modos, Cortés y los otros hombres eran imparciales, ya que también se equivocaban en el nombre de todos los demás. Como el sonido suave de la «sh» no existe en su lenguaje español, a nosotros los mexica nos llamaron por mucho tiempo, ya sea los messica o mee-sica. Pero ustedes los españoles últimamente han preferido darnos nuestro nombre antiguo, ya que les es más fácil llamarnos los aztecas. Como Cortés y sus hombres encontraron difícil pronunciar el nombre de Motecuzoma, lo convirtieron en Montezuma, y honestamente creo que no lo hacían con descortesía, ya que incluían en ese nombre la palabra «montaña» y eso, aún se podía tomar como implicación de grandeza e importancia. El nombre del dios de la guerra Huitzilopochtli también los venció y como de todos modos odiaban a ese dios, le pusieron Huichilobos, incorporando a esa palabra el nombre que le dan a las bestias llamadas «lobos».

Bien, el invierno pasó y llegó la primavera, y con ella vinieron más hombres blancos. Motecuzoma escuchó la noticia poco antes que Cortés y por pura casualidad. Uno de sus ratones
quimíchime
aún situado en el territorio totonaca, habiéndose cansado y aburrido, había vagado una buena distancia más al sur de donde debía estar. Por lo que este espía vio, una flota de barcos anchos y con alas, a sólo una pequeña distancia de la tierra y moviéndose lentamente hacia el norte por la costa, deteniéndose en las bahías y bocas de ríos, «como si estuvieran buscando alguna traza de sus compañeros», dijo el
quimichi
, cuando llegó corriendo a Tenochtitlan, portando un papel de corteza de árbol sobre el cual había hecho un dibujo enumerando la flota.

Los otros señores y yo, y todo el Consejo de Voceros estábamos presentes en el salón del trono, cuando Motecuzoma mandó a un paje para que llamara a Cortés, quien todavía desconocía esa noticia. El Venerado Orador, aprovechando la oportunidad para pretender que sabía todo lo que sucedía en estas tierras, expuso las noticias por medio de mi traducción, de esta manera:

«Capitán General, su Rey Don Carlos ha recibido su barco mensajero y su primer informe de estas tierras y nuestros primeros regalos que le mandó, y está muy complacido con usted».

Cortés se mostró debidamente impresionado y sorprendido. «¿Y cómo se pudo enterar de eso, Señor Don Montezuma?», preguntó.

Aún fingiendo omnipotencia, Motecuzoma dijo: «Porque su Rey Carlos está mandando una flota dos veces más grande que la suya, veinte barcos completos sólo para llevarlo a usted y a sus hombres de regreso a su país».

«¿En verdad? —dijo Cortés, cortésmente sin demostrar escepticismo—. ¿Y dónde están?».

«Se acercan —dijo Motecuzoma misteriosamente—. Tal vez usted no esté enterado que mis adivinos-que-ven-en-la-lejanía pueden ver tanto hacia el futuro como más allá del horizonte. Ellos me hicieron este dibujo, mientras los barcos aún estaban a medio océano. —Le entregó el papel a Cortés—. Se lo enseño ahora, porque los barcos ya no tardarán en ponerse a la vista de su propia guarnición».

«Asombroso —dijo Cortés, examinando el papel. Luego murmuró para sí—: Sí… galeones, transportes, alimentos… sí, este maldito dibujo se acerca a lo correcto. —Frunció el ceño—. Pero…
¿veinte
de ellos?».

Motecuzoma dijo con suavidad: «Aunque todos nos hemos sentido muy honrados por su visita, y yo en lo personal he disfrutado de su compañía, me agrada el que sus hermanos hayan venido y que ya no esté usted aislado en una tierra extraña. —Agregó con algo de insistencia—: Sí han venido para llevarlo a casa, ¿no es cierto?».

«Así parece», dijo Cortés, aunque con una expresión ligeramente atontada.

«Mandaré abrir las habitaciones del tesoro ahora mismo», dijo Motecuzoma con voz más bien alegre, ante la inminente pobreza de su nación.

Pero en ese momento el mayordomo de palacio y algunos otros hombres entraron besando el suelo del salón del trono. Cuando dije que Motecuzoma había recibido la noticia de los barcos poco antes que Cortés, hablaba literalmente. Ya que los recién llegados eran dos mensajeros-veloces enviados por el Señor Patzinca, y habían sido llevados rápidamente de tierra firme por los campeones totonaca, a quienes se habían dirigido primero. Cortés miró incómodo alrededor del cuarto; era obvio que le hubiera gustado llevarse a los hombres e interrogarlos en privado; pero me pregunto si pudiera transmitirles a todos los presentes lo que los mensajeros tenían que decir.

El que habló primero llevaba un mensaje dictado por Patzinca: «Veinte de los barcos con alas, los más grandes vistos hasta ahora, han llegado a la bahía de la pequeña Villa Rica de la Vera Cruz. De esos barcos han desembarcado mil trescientos soldados blancos, armados y con sus armaduras. Ochenta llevan arcabuces, y ciento veinte traen ballestas, además de sus espadas y lanzas. También hay noventa y seis caballos y veinte cañones».

Motecuzoma miró suspicaz a Cortés y dijo: «Parece que es una fuerza guerrera, mi amigo, sólo para conducirlo a casa».

«Así parece —dijo Cortés, mostrándose menos que complacido al escuchar la noticia. Se dirigió a mí—. ¿No tienen otra cosa más que informarnos?».

Entonces el otro mensajero habló y resultó ser uno de esos buenos recordadores de palabras bastante tedioso. Repitió palabra por palabra lo que había dicho Patzinca desde su primer encuentro con los hombres blancos, pero fue una algarabía como la de un mono, pues mezclaba el totonaca y el español, de una manera incomprensible, debido a que no teman un intérprete para poder descifrar las pláticas. Encogí los hombros y dije: «Capitán General, no entiendo nada más que la repetición continua de dos nombres. El suyo y otro que suena como Narváez».

«¿Narváez, aquí?», dijo abruptamente Cortés, y agregó una exclamación bastante grosera.

Motecuzoma empezó nuevamente: «Mandaré traer las joyas y el oro del tesoro, en cuando su grupo de cargadores…».

«Disculpadme —dijo Cortés, recobrándose de su evidente sorpresa—. Os sugiero que mantengáis el tesoro escondido y seguro hasta que pueda verificar las intenciones de estos recién llegados».

Motecuzoma contestó: «Pero con seguridad son sus compatriotas».

«Sí, Don Montezuma. Pero vos me habéis dicho, cómo vuestros propios paisanos algunas veces se convierten en bandidos. Así también, nosotros los españoles debemos ser cautelosos con algunos de nuestros compañeros marineros. Vos me habéis comisionado para llevarle al Rey Don Carlos el regalo más rico que haya enviado algún monarca extranjero. No quisiera correr el riesgo de perderlo a manos de los bandidos del mar que nosotros llamamos piratas. Con vuestro permiso, iré inmediatamente a la costa e investigaré a esos hombres».

«Por supuesto», dijo el Venerado Orador, quien no hubiera podido caber de alegría, si esos dos grupos de hombres blancos decidieran atacarse y acabar el uno con el otro.

«Debo moverme rápidamente, en una marcha forzada —continuó Cortés, haciendo sus planes en voz alta—. Solamente llevaré a mis soldados españoles y los más escogidos de nuestros guerreros aliados. Los del Príncipe Flor Oscura son los mejores…».

«Sí —dijo Motecuzoma con aprobación—. Muy bien. Muy, muy bien». Pero dejó de sonreír al oír las siguientes palabras del Capitán General:

«Dejaré a Pedro de Alvarado, el hombre de barba roja que vuestras gentes llaman Tonatíu, para salvaguardar mis intereses aquí. —Rápidamente se retractó de esa declaración—. Quiero decir, por supuesto, que se queda a ayudarle a defender vuestra ciudad en caso de que los piratas puedan vencerme y llegar hasta acá. Como sólo puedo dejarle a Pedro una pequeña reserva de nuestros compatriotas, debo reforzarlos trayendo tropas nativas de la tierra firme…».

Las cosas quedaron así: cuando Cortés marchó hacia el este con la mayoría de sus fuerzas blancas y todos los acolhua de Flor Oscura, Alvarado se quedó al frente de cerca de ochenta hombres blancos y cuatrocientos texcalteca, todos alojados en el palacio. Fue el último insulto. Motecuzoma había estado residiendo con los hombres blancos durante el largo invierno, en una situación en sí peculiar, pero la primavera lo encontró en una posición todavía más denigrante, al vivir no sólo con los extranjeros blancos, sino también con una multitud de guerreros groseros, irascibles y nada respetuosos, quienes eran los verdaderos invasores. Si el Venerado Orador había parecido recobrar la vida y actividad ante la posibilidad de poder deshacerse de los españoles, se sintió completamente abatido bajo la desesperación más impotente y pesimista al verse como anfitrión y cautivo para el resto de su vida por los enemigos más aborrecidos y aborrecedores. Sólo hubo una circunstancia mitigante, aunque dudo que Motecuzoma encontrara mucho consuelo en ello: los texcalteca eran notablemente más limpios en sus hábitos y olían mucho mejor que una cantidad igual de hombres blancos.

El Mujer Serpiente dijo: «¡Esto es intolerable!». Éstas eran las palabras que yo escuchaba ya con más y más frecuencia por parte de más y más súbditos inconformes de Motecuzoma. Por ese motivo hubo una reunión secreta del Consejo de Voceros, a la cual se había pedido la presencia de muchos otros campeones, sacerdotes, hombres sabios y nobles mexica, entre los que yo me encontraba. Motecuzoma no estaba presente y no supo nada. El jefe guerrero Cuitláhuac dijo enfurecido: «Nosotros los mexica sólo en raras ocasiones hemos podido penetrar las fronteras de Texcala.
Jamás
hemos peleado hasta llegar a su capital. —Su voz se alzó para decir las siguientes palabras, hasta que estaba casi gritando—. Y ahora los detestables texcalteca están
aquí
, en la ciudad inexpugnable de Tenochtitlan, El Corazón del Único Mundo, en el palacio del soberano guerrero Axayácatl quien seguramente en estos momentos estará tratando de buscar una manera de salirse del otro mundo y regresar a éste para contestar el insulto. Los texcalteca no nos invadieron por la fuerza, están aquí por
invitación
, pero no por
nuestra
invitación, y para colmo viven en el palacio con la misma categoría y lado a lado de ¡
NUESTRO VENERADO ORADOR
!».

«Venerado Orador sólo de nombre —gruñó el sacerdote principal de Huitzilopochtli—. Les digo que nuestro dios de la guerra lo desconocerá».

«Si es el tiempo de hacerlo —dijo el Señor Cuautémoc, hijo del difunto Auítzotl—. Y si lo demoramos más puede ser, que jamás tengamos otra oportunidad. Quizás el hombre Alvarado brille como Tonatíu, pero tiene menos brillantez como sustituto de Cortés. Debemos atacarlo antes de que el astuto Cortés regrese».

Other books

The Sauvignon Secret by Ellen Crosby
Tempt Me by Shiloh Walker
Falling Sideways by Kennedy Thomas E.
Halfway House by Weston Ochse
Anonymous Venetian by Donna Leon
Fire Dance by Delle Jacobs
The Unbound by Victoria Schwab
Incognito: Sinful by Madison Layle