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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (33 page)

BOOK: Azteca
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«Hice lo mejor que pude —dijo el anciano artista—. La señora ni siquiera me dijo el nombre del dios que había escogido para poder así contemplar otras estatuas o pinturas de éste. Todo lo que tenía para guiarme era esto».

Y me enseñó un dibujo a tiza en papel de corteza: éste era el que yo mismo había hecho de Yeyac-Netztlin. Me sentí perplejo. ¿Por qué Muñeca de Jade había ordenado una estatua de un dios, cualquier dios, hecho a la semejanza de un simple y mortal mensajero-veloz? Aunque nunca se lo pregunté, ya que estaba seguro que me gruñiría diciendo que no me metiera en lo que no me importaba.

La siguiente vez que le entregué mis dibujos, deliberadamente incluí con un poco de espíritu jocoso uno de su legítimo esposo, el Venerado Orador Nezahualpili. Dando un resoplido desdeñoso, tanto al dibujo como a mí, lo empujó a un lado. La pintura que escogió esta vez fue la de un joven jardinero asistente del palacio llamado Xali-Otli, y fue a él a quien le di su anillo al día siguiente con las consabidas instrucciones. Él, como su predecesor, era solamente un plebeyo, pero hablaba el náhuatl con el acento de Texcoco y yo confiaba, ya que volvería a estar libre por un tiempo de la obligación de atender a la joven, que
él
podría continuar perfeccionando su forma de hablar, como lo deseaba Nezahualpili.

Cuando terminé de asentar el tributo de los huaxteca, entregué el libro de cuentas al subtesorero que se hacía cargo de esas cosas, quien alabó grandemente mi trabajo ante su superior el Mujer Serpiente, y el Señor Hueso Fuerte a su vez fue lo suficientemente amable como para dar un buen informe de mí a Nezahualpili. Después de lo cual el Venerado Orador envió a por mí para preguntarme si me gustaría intentar precisamente el mismo trabajo que ustedes están haciendo, reverendos frailes. O sea, anotar por escrito las palabras habladas en la cámara en donde el Uey-Tlatoani se reunía con su Consejo o en la Corte de Justicia, cuando daba audiencia a los ciudadanos de Texcoco quienes presentaban sus demandas o sus quejas. Naturalmente, me encargué del trabajo con alegre entusiasmo y aunque al principio no fue fácil y cometí muchos errores, con el tiempo también recibí congratulaciones por ese trabajo. Debo decir sin mucha modestia que había logrado bastante fluidez, habilidad y precisión en hacer mis pinturas. Así es que tuve que aprender a hacer los glifos
rápidamente
, si bien, y por supuesto, nunca llegué a ser un escribano tan rápido como cualquiera de ustedes, mis señores. En esas asambleas del Consejo y recepciones de pedigüeños, rara vez había un momento en que no hablara alguien, cuyo discurso debía ser anotado, y casi siempre hablaban varias personas al mismo tiempo. Afortunadamente para mí, el sistema que empleaba era como el suyo, tener dos o más escribanos experimentados trabajando simultáneamente, así lo que a uno se le pasaba el otro probablemente lo había anotado. Pronto aprendí a anotar las palabras más importantes del discurso de una persona y sólo bosquejándolas. Después en mis ratos libres, recordaba lo substancial y lo insertaba entre ellas, luego hacía una copia en limpio de todo, añadiéndole los colores que la harían totalmente comprensible. Así es que este método no sólo mejoró mi velocidad en escribir, sino también mi memoria.

Asimismo encontré muy útil inventar un número de palabras, a las que llamé glifos breves, en las que podía comprimir una procesión completa de palabras. Por ejemplo, dibujaba sólo un pequeño círculo representando una boca abierta, por el largo prefacio con el que cada mujer y cada hombre empezaban su conversación con el Uey-Tlatoani: «En su augusta presencia,
mixpantzinco
, mi Señor Venerado Orador Nezahualpili…».

Si alguien hablaba refiriéndose simultáneamente a sucesos recientes y pasados, yo los diferenciaba unos de otros dibujando alternativamente los simples glifos que representaban a un bebé y a un buitre. El bebé, verán ustedes, representaba lo «nuevo» e identificaba los sucesos recientes. El buitre, siendo calvo, simbolizaba lo «viejo» e identificaba los sucesos pasados. Ah, bueno. Creo que todas esas reminiscencias podrían interesar profesionalmente a algunos compañeros escribanos como ustedes, mis reverendos frailes, aunque la verdad es que si hablo de estas cosas es porque soy reacio a hablar de otras, como la siguiente vez que fui llamado a las habitaciones de la Señora Muñeca de Jade.

«Necesito otra cara nueva —me dijo abruptamente, si bien los dos sabíamos que no era cualquier
cara
la que exigía—. Y no quiero esperar mientras tú coleccionas una nueva serie de dibujos. Déjame ver otra vez los que ya tienes hechos». Se los llevé y ella los hojeó rápidamente, dándoles una simple mirada hasta que cogiendo uno dijo: «Éste. ¿Quién es?».

«Un esclavo que vi cerca de palacio —le dije—. Creo que está empleado como portador de literas».

«¡Trae!», ordenó, entregándome el anillo de esmeralda.

«Mi señora —protesté—.
¿Un esclavo?
».

«No soy demasiado melindrosa cuando tengo urgencia —dijo—. Además, los esclavos generalmente son muy buenos. Los desgraciados no osan negarse a cumplir ni las más humillantes demandas que se les haga. —Sonrió con su dulzona sonrisa—. Y cuanta menos espina dorsal tenga un hombre, más podrá contorsionarse como un reptil y retorcerse sobre sí mismo».

Antes de que yo pudiera hacer más objeciones, Muñeca de Jade me guió a una pared de su alcoba y me dijo: «Mira esto. Es el segundo dios que he ordenado a ese mal llamado maestro escultor Píxquitl».

«Ése no es un dios —dije, estupefacto, mientras miraba fijamente la nueva estatua—. Ése es el jardinero Xali-Otli».

Dijo con una voz fría y amenazante: «Por lo que a ti y a todos los de Texcoco concierne, éste es un dios no muy conocido adorado por mi familia en Tenochtitlan. Pero no importa. Por lo menos tú lo reconociste y apuesto que nadie más lo haría a excepción quizá de su madre. Ese viejo Píxquitl es desesperadamente incompetente. He mandado traer a esos artistas mexica que ya te mencioné. Estarán aquí inmediatamente después del festival de Ochpanitztli. Ve y dile a Píxquitl que quiero que prepare un estudio separado y privado para ellos, con todos los materiales que puedan necesitar. Después encuentra a ese esclavo y dale mi anillo y las instrucciones usuales».

Cuando me enfrenté de nuevo con el viejo escultor, dijo malhumoradamente: «Sólo puedo volver a insistir que hice lo mejor que pude con el dibujo que me dieron. Por lo menos esta vez también me dio una calavera para que trabajara con ella».

«¿Qué?».

«Oh, sí. Es mucho más fácil esculpir una buena semejanza cuando uno tiene como base real los huesos, encima de los cuales poder moldear el barro».

Sin poder creer lo que debería haber comprendido antes, buceé: «Pero… pero, maestro Píxquitl, no es posible que alguien posea la calavera de un dios».

Me miró largamente con sus viejos ojos de párpados cansados. «Lo único que sé es que se me proporcionó la calavera de un hombre adulto, muerto hacía poco, y que la estructura de ésta se aproximaba a las características faciales del dibujo, y que me dijeron que éste era el de algún dios menor. No soy un sacerdote para poner en duda su autenticidad y no soy tan tonto como para preguntarle a una reina imperiosa. Mientras haga el trabajo que me pide podré conservar mi propia calavera intacta. ¿Entiendes?».

Asentí con la cabeza. Sí, al fin entendía y demasiado bien.

El maestro continuó: «Prepararé el estudio para los nuevos artistas que están por llegar. Aunque debo decir que no envidio a ninguna persona empleada por la Señora Muñeca de Jade. Ni a mí. Ni a ellos. Ni a ti».

Yo tampoco envidiaba mi situación —alcahuete de una asesina—, pero ya estaba demasiado involucrado para encontrar la manera de salir de ese enredo. Fui y encontré al esclavo cuyo nombre era Niez-Huéyotl, que en la patética y presuntuosa forma de los nombres de los esclavos quería decir: Yo Seré de la Grandeza. Aparentemente no pudo sobrevivir a su nombre, porque no pasó mucho tiempo antes de que Muñeca de Jade me volviera a llamar.

«Tenías razón, ¡Trae! —dijo—. Un esclavo puede ser un error. Aquél efectivamente empezó a imaginarse a sí mismo como un ser humano. —Ella se rió—. Bien, será un dios en poco tiempo, que es más de lo que jamás habría esperado. Pero esto me ha hecho darme cuenta de algo. Mi Señor Esposo puede empezar a preguntarse, eventualmente, por qué nada más tengo estatuas de dioses en mis habitaciones. Debería tener por lo menos una diosa. La última vez que me enseñaste tus dibujos, vi el de una mujer muy bella. Ve y tráemelo».

Así lo hice aunque afligido. Me arrepentía de haber mostrado a Muñeca de Jade aquel bosquejo. No lo había hecho por alguna razón encubierta, sino impulsivamente, como un gesto de admiración hacia la joven mujer, cuando ésta atrajo mi atención. Por cierto que atraía las miradas de muchos hombres y llenaba sus ojos de especulación y deseo. Sin embargo, Nemalhuili era una mujer casada; la esposa de un próspero artesano en pluma del mercado de artistas de Texcoco. Su belleza no residía sólo en su rostro vivaz y luminoso. Sus movimientos eran siempre fluidos y gentiles; su porte, regio, y sus labios tenían una sonrisa para todos. Nemalhuili exhalaba una inextinguible alegría y su nombre era el más apropiado puesto que significaba: Algo Delicado.

Muñeca de Jade estudió el dibujo y para mi alivio, dijo: «No te puedo mandar a por ella. ¡Trae! Eso sería una gran violación a las costumbres y podría causar una conmoción indeseable. Mandaré a por una de mis esclavas».

Aunque como yo lo había esperado, no terminó así mi complicidad porque lo siguiente que me dijo la joven reina fue: «La mujer Nemalhuili estará aquí esta noche. ¿Podrás creer que ésta es la primera vez que tendré placer con una de mi propio sexo? Así es que quiero que asistas con tus materiales de pintura y tomes nota de esta aventura, para poder ver después las cosas que estuvimos haciendo».

Por supuesto que la idea me aterró, por tres razones: Primera, y la más importante, estaba enojado conmigo mismo por haber involucrado inadvertidamente a Algo Delicado, pues aunque sólo la conocía de vista, por su reputación la tenía en alta estima. Segunda, y pensando egoístamente, después de esa noche jamás podría proclamar que no sabía
con certeza
, qué clase de cosas pasaban en las habitaciones de mi señora. Tercera, sentía algo de repugnancia ante la idea de ser obligado a ser testigo de un acto que debería ser privado; pero no podía rehusar y debo admitir que entre mis emociones se mezclaba una perversa curiosidad. Había escuchado la palabra
patlachuia
, pero no podía imaginarme cómo dos hembras podían hacer ese acto juntas.

Algo Delicado llegó, tan alegre y luminosa como siempre, aunque comprensiblemente un poco perpleja de esa cita clandestina a medianoche. Estábamos en verano y el aire afuera no era frío, pero a pesar de eso llevaba un
quexquémetl
, chai, sobre sus hombros. Quizá se le había ordenado disimular su rostro con el chai durante el camino hacia el palacio.

«Mi señora», dijo cortésmente inquiriendo con la mirada primero a la reina y luego a mí, que estaba sentado con un montón de hojas de papel de corteza sobre mis rodillas. No había encontrado la manera de ocultar mi presencia discretamente, ya que mi vista requería que me sentara lo más cerca posible, para poder dibujar todo lo que iba a ocurrir.

«No hagas caso del escribano —dijo Muñeca de Jade—. Sólo préstame atención a mí. Primero quiero estar segura de que tu marido no sabe nada acerca de esta visita».

«Nada, mi señora. Él estaba durmiendo cuando lo dejé. Su criada me dijo que no debía decirle nada a él, así es que no lo hice, porque pensé que usted me necesitaría para alguna cosa… para… bueno, para alguna cosa que no tuviera que ver con los hombres».

«Precisamente —dijo su anfitriona sonriendo con satisfacción. Y cuando los ojos de Nemalhuili se desviaron otra vez hacia mí, Chalchiunénetl le gritó—: Dije que ignoraras a éste. Él es un mueble. Ni oye, ni ve; no existe. —Entonces bajó la voz a un simple murmullo persuasivo—: Me han dicho que eres una de las mujeres más bellas de Texcoco. Como ves querida, yo también lo soy. Se me ocurrió que podríamos compartir gozosamente nuestras bellezas».

Y al mismo tiempo y con sus propias manos le quitó el
quexquémetl
a Nemalhuili. Por supuesto, la visitante se mostró sorprendida de que la reina personalmente le quitara su chai. Sin embargo su expresión cambió a un desconcertante sobresalto cuando Muñeca de Jade le levantó la larga blusa por encima de su cabeza y quitándosela la dejó desnuda de la cintura para arriba.

Sólo sus grandes ojos se movían. Rápidamente se volvieron otra vez hacia mí, como los de una cierva asustada que balando suplica ayuda a uno de los cazadores que la cercan. Pero yo pretendí no ver, hice que mi cara se viera impasible; aparentemente tenía los ojos puestos en el dibujo que acababa de empezar y no creo que Nemalhuili me volviera a ver. Desde ese momento, ella evidentemente se las arregló para hacer lo que se le había pedido: creer que yo no estaba presente, más aún, que no existía. Yo creo, que si la pobre mujer no hubiera sido capaz de borrarme de su conciencia, se hubiera muerto de vergüenza esa misma noche. Mientras la mujer se quedó parada enfrente, los senos desnudos, tan rígida como una estatua, Chalchiunénetl se quitó su blusa, despacio, seductoramente, como si lo estuviera haciendo para excitar a un hombre que no respondía. Entonces se acercó hasta que los dos cuerpos casi se tocaron. Algo Delicado era quizá diez años mayor que la reina-niña y más alta, como la anchura de una mano.

«Sí —dijo Muñeca de Jade—, tus pechos son muy hermosos. Excepto que —y simuló hacer pucheros de desilusión— tus pezones son tímidos, se mantienen plegados hábilmente. ¿Es que no pueden empujarse hacia afuera como los míos? —Ella se paró de puntillas, con la parte superior de su cuerpo un poco hacia adelante y exclamó—: ¡Mira, ellos se tocan exactamente, querida! ¿Se podría acomodar también el resto de nuestros cuerpos?».

Apretó sus labios contra los de Namalhuili. La mujer no cerró los ojos ni cambió la expresión de su rostro en lo más mínimo, pero las mejillas de Muñeca de Jade se hundieron. Después de un momento, echó su cara hacia atrás sólo lo suficiente como para decir con deleite: «¡Ah, mira! Tus pezones
pueden
crecer. ¡Lo sabía! ¿No los sientes desdoblándose sobre los míos?».

Se inclinó hacia adelante para poder probar otro beso y esta vez Algo Delicado sí cerró los ojos, como si tuviera miedo de que algo involuntario pudiera mostrarse en ellos.

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