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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

Baila, baila, baila (13 page)

BOOK: Baila, baila, baila
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Es el hombre carnero, pensé. ¿Por qué me venía ahora a la mente?

Las puertas se abrieron silenciosamente, como siempre. Absorto en mis pensamientos, salí del ascensor. ¿Existía ya el hombre carnero en el Antiguo Egipto? ¿No sería todo una fantasía absurda, producto de mi imaginación? Con las manos metidas en los bolsillos, me quedé pensando en medio de la oscuridad.

¿Oscuridad?

Entonces caí en la cuenta de que todo estaba a oscuras. No se veía el menor atisbo de luz. Al cerrarse las puertas del ascensor a mi espalda, una oscuridad negra como el carbón descendió sobre todo. Ni siquiera me veía las manos. El hilo musical había dejado de sonar. No se escuchaba
El amor es azul
ni
A Summer Place
. El aire era gélido y apestaba a moho.

Me quedé petrificado en medio de las tinieblas.

10

La oscuridad era total, aterradora.

No se podía distinguir absolutamente ninguna forma. No veía ni mi propio cuerpo. Ni siquiera lo notaba. Tan sólo había un vacío negro.

En medio de aquella espesa tiniebla, me sentí como un concepto puro. Lo físico se había disuelto en la oscuridad, y ahora ese concepto carente de sustancia que yo era flotaba en el aire como ectoplasma. Pero a pesar de haberme liberado de mi cuerpo, no se me había concedido un nuevo lugar adonde ir. Vagaba por aquel espacio vacuo. Por aquella extraña frontera entre la pesadilla y la realidad.

Me quedé inmóvil largo rato. Aunque intentaba moverme, había perdido toda sensibilidad, como si mis extremidades estuvieran paralizadas. Era como estar atrapado en el fondo del océano. La densa oscuridad ejercía una extraña presión sobre mí. El silencio me oprimía los tímpanos. Traté de acostumbrar los ojos a la oscuridad, pero fue en vano. No era una penumbra a la que uno pudiera acostumbrarse. Era la oscuridad absoluta. Una negrura densa y sin resquicios, como si le hubieran dado capas y capas de pigmento negro. Inconscientemente, me hurgué en los bolsillos. En el derecho llevaba el billetero y un llavero; en el izquierdo, la tarjeta electrónica de la habitación, un pañuelo y un puñado de monedas. Nada que me sirviera en esa oscuridad. Por primera vez me arrepentí de haber dejado de fumar. De otro modo, habría tenido un mechero o cerillas. Pero de nada servía ya arrepentirse. Saqué las manos de los bolsillos y alargué los brazos hacia donde parecía que podía haber una pared. En lo hondo de las tinieblas palpé una superficie vertical, dura. Una pared lisa y fría. Demasiado fría para tratarse de la pared del Dolphin Hotel, pues el aire acondicionado conservaba el ambiente a una temperatura agradable. Tranquilízate y piensa con calma, me dije.

Tranquilízate y piensa
.

Para empezar, es lo mismo que le ha ocurrido a la recepcionista, así que no tienes nada que temer. Ella lo superó sola. Tú no vas a ser menos. Relájate. Basta con que actúes igual que ella. Este hotel oculta algo peculiar que probablemente te concierne. Sin duda, este hotel está vinculado de algún modo con el antiguo Hotel Delfín. Y por eso has venido. ¿O no?
Claro que sí
. Debes actuar como ella e intentar ver lo que ella no llegó a ver.

¿Tienes miedo?, me pregunté.

Sí, lo tengo.

Vaya si tenía miedo. Me sentía como si me hubieran desnudado. Era una sensación aterradora. Aquella profunda oscuridad estaba cargada de partículas violentas que flotaban a mi alrededor. Y yo ni siquiera podía ver cómo se acercaban hasta mí, en silencio, igual que serpientes marinas. Me invadió una intensa sensación de impotencia. Era como si todos los poros de mi cuerpo estuvieran expuestos directamente a la oscuridad. Mi camisa estaba empapada en un sudor frío. Tenía la garganta tan reseca que tragar saliva me costaba una barbaridad.

¿Dónde diablos estaba? Eso no era el Dolphin Hotel, sino un lugar completamente distinto. Tras franquear algo, no sabía qué, me había adentrado en ese extraño espacio. Cerré los ojos y respiré hondo varias veces.

Por extraño que parezca, en ese momento quería escuchar
El amor es azul
de la Grand Orchestra de Paul Mauriat. No era capaz de imaginar lo feliz que me habría sentido si de pronto hubiera oído el hilo musical, cómo recobraría el ánimo. Me valía hasta Richard Clayderman. En ese momento habría soportado cualquier cosa: Los Indios Tabajaras, José Feliciano, Julio Iglesias, Sérgio Mendes, The Partridge Family, 1910 Fruitgum Company… Habría aguantado lo que me echasen. Quería oír música a toda costa. Todo estaba demasiado silencioso. Incluso hubiera escuchado encantado al coro de Mitch Miller y a Andy Williams cantando a dúo con Al Martino.

¡Basta ya!, me dije, sólo se te ocurren tonterías. Pero no podía dejar de pensar. Necesitaba ocupar la mente en algo. Porque el miedo se estaba introduciendo en ese vacío mental.

Michael Jackson tocando la pandereta y bailando
Billie Jean
delante de una hoguera. Hasta los camellos lo escuchan embelesados.

Tengo la mente un poco ofuscada, me dije.

Tengolamenteunpocoofuscada
.

Mis pensamientos produjeron un leve eco en medio de la oscuridad. Y es que los pensamientos reverberaban.

Mientras respiraba profundamente una vez más, expulsé esa imagen absurda de mi mente. No podía seguir así. Tenía que ponerme en marcha. ¿Acaso no había ido para eso?

Decidido, eché a caminar lentamente hacia la derecha, tanteando en la oscuridad. Pero mis piernas todavía no se movían con soltura. Daba la sensación de que no eran mis extremidades. Músculos y nervios no respondían. Yo quería que se movieran, pero no lo hacían. Esa especie de agua tenebrosa me envolvía por completo y me tenía prisionero. La oscuridad se prolongaba por doquier. Hasta el núcleo de la Tierra. Yo avanzaba hacia ese núcleo del que nadie regresa.

Piensa en algo. Si dejas la mente en blanco, me dije, el pavor se apoderará rápidamente de tu cuerpo. Sigamos con el argumento de la película. ¿En qué punto lo había dejado? En la parte en que aparece el hombre carnero. El episodio del desierto, sin embargo, termina ahí. La pantalla regresa al palacio del faraón. Un palacio esplendente. Atesora toda la riqueza de África. Esclavos nubios apostados por todas partes. En el centro, el faraón. Suena una banda sonora como las de Miklós Rózsa. El faraón está visiblemente enojado. «Hay algo podrido en Egipto», piensa. «Y algo no va bien en palacio. Lo intuyo con toda claridad. Tengo que enmendarlo.»

Avancé con cuidado, paso a paso. Y pensé en que ella lo había logrado. Era digno de admiración. ¡Verse de repente sola en medio de la más tenebrosa de las sombras, e ir a comprobar si había algo en el fondo de la oscuridad! En cambio, yo, que ya sabía de la existencia de esas tinieblas que pertenecían a otra dimensión, estaba aterrado. Si me hubiera visto inmerso allí solo de pronto, nunca me habría atrevido a avanzar por el pasillo. Me habría quedado paralizado delante del ascensor.

Pensé en ella. Me la imaginé vestida con un terso bañador negro de competición, en las clases de natación. Y allí estaba el actor, mi antiguo compañero de colegio. Ella también estaba colada por él. Cada vez que él le corregía la manera de estirar el brazo derecho al nadar a crol, ella lo miraba cautivada. Y de noche él se colaba en su cama. Me sentí triste. Incluso herido. No, reaccioné, no te sientas así. ¿No te das cuenta? Él sólo es afable y galante. Puede que le diga palabras bonitas y la haga correrse. Pero es pura cortesía. Son simplemente preliminares.

El pasillo torcía a la derecha.

Recordé que así me lo había descrito la chica de recepción. En mi mente, no obstante, ella estaba acostándose con mi compañero de colegio. Él la desnudaba con delicadeza mientras elogiaba cada parte de su cuerpo. Y lo hacía de corazón. Eso me admiró. Sin embargo, al rato la admiración se transformó en cabreo. Lo que estáis haciendo no está bien, pensé.

El pasillo torcía a la derecha
.

Con las manos en la pared, giré hacia la derecha. A lo lejos se veía una lucecita. Una pequeña luz difusa, como si tuviese que atravesar varios velos antes de llegar a mí.

Era como me lo había descrito.

Mi compañero de clase besaba suavemente su cuerpo. Despacio, desde el cuello y los hombros hacia el pecho. La cámara enfocaba el rostro de él y la espalda de ella. Después se desplazaba para mostrar el rostro de la chica. Pero no era ella. No era la recepcionista del Dolphin Hotel. Era el rostro de Kiki, la prostituta de lujo de preciosas orejas que durmió conmigo en el Hotel Delfín. La Kiki que desapareció de mi vida sin decir nada, sin dejar rastro. Mi antiguo compañero y Kiki se estaban acostando. Era como una escena de una película de verdad. Bien montada. Demasiado bien. Tanto que resultaba mediocre. Hacían el amor en la habitación de un apartamento. La luz entraba a través de las persianas. Kiki. ¿Por qué tenía que aparecer ella de repente? El espacio-tiempo se había alterado.

Elespaciotiemposehaalterado
, me dije.

Fui hacia la luz. Al echar a andar, las imágenes que se agolpaban en mi cabeza empezaron a desvanecerse.

Fundido.

Avancé a tientas, envuelto en el silencio y la oscuridad, a lo largo de la pared. Decidí dejar de pensar. Pensar no me serviría de nada, salvo para demorarme. Me concentré en adelantar un pie, luego el otro. Con precaución, pero con firmeza. La luz iluminaba tenuemente el área, pero no lo suficiente para que yo distinguiera dónde me encontraba. Sólo se veía una puerta.
Una puerta que no me sonaba de nada
. Ya lo había dicho ella. Una vieja puerta de madera. Tenía una placa con un número. Pero las cifras eran ilegibles. Estaba demasiado oscuro y la placa, demasiado sucia. En cualquier caso, aquello no era el Dolphin Hotel. En el nuevo hotel no debía de haber puertas tan viejas. Y se respiraba un aire también distinto. ¿A qué demonios olía? Como a papel viejo. De vez en cuando la luz temblaba. Quizá procediera de una vela.

Me detuve delante de la puerta y observé atentamente la luz.

Luego volví a pensar en la chica de recepción. De pronto se me ocurrió que quizá la víspera tendría que haberme acostado con ella. ¿Podría regresar al mundo real? ¿Podría volver a verla? Al pensar en eso, sentí celos del mundo real y las clases de natación. Aunque tal vez no eran celos, sino arrepentimiento, rencor por no haberme acostado con ella, sólo que intensos y distorsionados. El caso es que la sensación era la misma que cuando uno siente celos. O eso al menos me pareció en medio de aquella negrura. Hacía mucho que no sentía celos. La verdad es que casi nunca tengo. Quizá soy demasiado individualista para sentirlos. Pero en ese momento tenía unos celos espantosos. Y eran por culpa de las clases de natación.

Eres un estúpido, me dije. ¿Quién tiene celos de unas clases de natación? Era inaudito.

Tragué saliva. Se oyó un estruendo, como si un bate de acero hubiera golpeado un gran bidón. ¿Sólo por tragar saliva?

Los ruidos reverberaban de un modo extraño. Como ella había dicho. Ahora tenía que llamar a la puerta. Me infundí ánimos. Probé a llamar. Un par de golpecitos. Muy tenues, apenas perceptibles. Sin embargo, se oyó un ruido atronador. Frío y pesado como la muerte misma.

Esperé, conteniendo la respiración.

Silencio. Igual que cuando ella había estado allí. No sé cuánto tiempo pasó. Quizá cinco segundos, quizá un minuto. El tiempo, cuando uno está a oscuras, es difícil de fijar. Fluctúa, se encoge, se expande. En medio de aquel silencio, incluso yo fluctuaba, me encogía y expandía. Me distorsionaba a la par que el tiempo. Como en los espejos deformantes que hay en las casas de la risa.

Entonces se oyó
ese ruido
. Ese frufrú amplificado, ese roce de prendas. Algo se levantó del suelo. Y se oyeron pasos. Se aproximaban lentamente a la puerta. Un
ras, ras
, como cuando se arrastran las zapatillas al caminar. Algo se acercaba.
Algo que no es humano
, había dicho ella. Efectivamente, no eran pasos humanos, sino de otra naturaleza. Algo que no existía en la realidad…, pero que ahí sí existía.

No podía huir. El sudor me corría por la espalda. Sin embargo, extrañamente, a medida que los pasos se aproximaban, mi miedo iba disipándose. Tranquilo, me dije, no es algo malo, no es algo malvado. No tienes nada que temer. Basta con que te dejes llevar.

Me sentí ceñido por un cálido remolino de fluidos corporales. Agarré con fuerza el pomo de la puerta, cerré los ojos y contuve el aliento. Tranquilo, no tengas miedo. Oí el estruendo de unos latidos en la oscuridad. Era mi propio corazón. Me envolvían, me engullían mis propios latidos. No tienes nada que temer, me repetí.
Simplemente estoy conectado
.

Los pasos se detuvieron. Aquello, fuera lo que fuese, estaba a mi lado. Y me miraba. Yo seguía con los ojos cerrados.
Estoy conectado
, pensé. Estaba conectado con aquel lugar. Con la orilla del Nilo, con Kiki, con el Hotel Delfín, con el viejo rock and roll, con todo. Con las damas de honor nubias que se ungían con ungüentos aromáticos. Con las bombas que marcan el tiempo con su tictac. Con la vieja luz, con los viejos sonidos, con las viejas voces.

—Te estaba esperando —me dijo aquello—. Te he estado esperando todo este tiempo. Vamos, entra.

Sabía quién era incluso con los ojos cerrados.

Era el hombre carnero.

11

Hablamos sentados a una vieja mesita, el uno frente al otro. Sobre el tablero redondo tan sólo había una vela, colocada, a su vez, sobre un tosco plato sin barnizar. Ése era todo el mobiliario de la habitación. Como no había asientos, utilizamos los rimeros de libros que se amontonaban en el suelo a modo de silla.

Aquélla era la habitación del hombre carnero. Angosta y alargada. Las paredes y el techo se parecían a los de las habitaciones del antiguo Hotel Delfín, pero, si uno se fijaba bien, también daba la impresión de que no tenían nada que ver. Al fondo había una ventana cegada por dentro con tablones. Debían de haber pasado muchos años desde que la cegaron, ya que las rendijas entre los tablones acumulaban polvo gris y las cabezas de los clavos estaban oxidadas. No había nada más. Era una habitación semejante a una caja rectangular. No había bombillas. Ni armarios. Ni baño. Ni cama. Seguramente dormía en el suelo, con el disfraz de carnero puesto. Pero apenas había suficiente espacio para que pasara una persona: en el suelo se hacinaban viejos libros, periódicos y álbumes de recortes. Todos amarilleaban; la polilla había roído algunos volúmenes, y otros ya estaban hechos trizas. De un vistazo comprobé que todos trataban de la historia del ganado lanar en
Hokkaidō
. Quizá habían juntado allí lo que había en el Hotel Delfín. En el viejo Hotel Delfín contaban con una especie de sala de documentación sobre ovejas y carneros, de la que se ocupaba el padre del dueño. ¿Adónde se habrían ido padre e hijo?

BOOK: Baila, baila, baila
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