DONCELLA 3: —Digámoslo ya: de su virilidad salen alacranes, escorpiones y serpientes.
DONCELLA 1: —Esas alimañas pican a las amantes de Minos y las matan.
DONCELLA 2: —No queremos morir.
MINOS
(ha escuchado a las doncellas bebiendo vino de una jarra)
—No hay tal cosa, criaturas. Los dioses hacen circular rumores de prodigios para hacernos comprender verdades simples. Mi mujer Parsifae es celosa. Acostarse conmigo puede ser tan peligroso como la picadura de un escorpión. Pero ahora ella está lejos.
Se acerca a las damas y comienza a acariciarlas. Sarpedón sale, sin un gesto de envidia. La atmósfera se impregna de vapores coloridos y empiezan a llover arañas, serpientes, lagartos e insectos de juguete, sostenidos cada uno de ellos por hilos invisibles, de suerte que una vez en tierra puedan remontarse nuevamente. Al mismo tiempo se abre una cortina que permite ver a una orquesta de veintiocho flautistas que acompañarán los movimientos eróticos de los actores. La escena se interrumpe con el regreso de Sarpedón.
SARPEDÓN: —Minos, Minos, detén por un momento tu lujuria. Hay algo que debo decirte.
MINOS
(emergiendo entre los brazos de las doncellas)
: —¿Qué sucede?
SARPEDÓN: —Hermano mío, está aquí presente nada menos que Escila, la hija de Niso, rey de Mégara.
MINOS: —¿Qué desea?
SARPEDÓN: —Dice que trae un obsequio para ti.
MINOS: —Hazla pasar. Y haz que se vaya toda esta gente.
Todos abandonan la escena despavoridos. Sarpedón corre a buscar a Escila. Unos segundos después, la muchacha ingresa sola. Está completamente desnuda.
MINOS: —Di ahora mismo cuál es el motivo de tu presencia.
ESCILA: —Soy Escila, hija de Niso, rey de Mégara. Desde la torre de mi palacio te he visto muchas veces. He aprendido el nombre de todos tus guerreros, pero también he sido cautivada por tu belleza, tu dignidad y tu indumentaria. Estoy enamorada de ti, rey Minos, y te daré un regalo de incalculable valor si prometes llevarme a tu lecho.
MINOS: —Podría ser tu amante, sin otra recompensa que la que tengo ante mi vista. Pero de todos modos, dime cuál sería el obsequio.
ESCILA: —Tal vez has oído decir que mi padre tiene en su cabeza un pelo de oro que es el secreto de su invulnerabilidad. Si alguien cortara ese pelo, mi padre moriría y la ciudad caería indefensa. Ahora ya sabes cuál es mi regalo.
MINOS: —¿Debo entender que has traído contigo el pelo de oro?
ESCILA: —No hay tal pelo. Los dioses se valen de cuentos maravillosos para hacernos comprender verdades simples. Mi padre ha muerto y yo te pertenezco. Las tropas de Mégara te acompañarán a Atenas para que puedas vengar la muerte de tu hijo Androgeo.
Escila y Minos se abrazan. Trescientos sesenta y cinco guerreros de Mégara desfilan al son de tambores por el fondo del escenario y saludan a la pareja de amantes cuando pasan junto a ella. Después, van quedando en perfecta formación y, en un instante determinado, levantan sus espadas y sus escudos y lanzan un grito de victoria. Minos y Escila abandonan el lecho. Entra Sarpedón.
SARPEDÓN: —Señor, señor, los soldados de Mégara se han pasado a tu bando y lucharán contra Atenas.
ESCILA: —Yo iré contigo, mi señor.
MINOS: —Nada de eso, muchacha. Es cierto que me has ayudado, es cierto que eres como una diosa en el lecho. Pero un rey no puede tolerar el parricidio. Te haré el favor de no matarte, pero permanecerás aquí para siempre.
Por un costado del escenario va ingresando la nave del rey Minos, impulsada por treinta y un remeros. Los trescientos sesenta y cinco megarenses suben por una escala y trescientos cincuenta y cuatro cretenses por otra. Bajan de la parrilla, colgados cada uno de una soga, noventa y dos coreutas masculinos, vestidos con largas togas. Abajo, noventa y dos cantantes desnudas se arrojan al agua y luego todos cantan.
CORO
Vencer, vencer...
Tu destino, Minos, es vencer.
Avísanos si es preciso allanar
los caminos de tu voluntad.
Adiós, adiós, Atenas verá
el imperio de tu decisión
y muchos jóvenes fuertes morirán
sin saber qué venganza se está cumpliendo.
Minos y Sarpedón ya están en el puente de la nave.
MINOS: —¡Vamos, vámonos ya!
La nave empieza a moverse. Escila, en tierra, llora desesperada.
ESCILA: —¡Llévame contigo, Minos!
MINOS: —Jamás.
(Ríe.)
Se desata una furiosa tormenta. Unos rayos cortan las sogas de coreutas, que caen al agua y aprovechan para unirse a las cantantes femeninas que ya estaban allí. Una vez formadas las parejas, salen apresuradamente del mar y abandonan la escena. La nave se aleja. Escila se arroja al agua y empieza a nadar en pos de ella.
ESCILA: —Te seguiré donde fueres.
Colgando de una soga, aparece un águila de aspecto siniestro.
ESCILA: —¡detén la nave, Minos!
MINOS: —Jamás.
El águila se acerca a Escila.
SARPEDÓN: —Observa, hermano mío, un pájaro enorme está a punto de poner sus garras sobre el cuerpo de Escila.
El águila desciende hasta donde está Escila, la cubre con su cuerpo y la mata. El cuerpo de Escila se sumerge. El águila vuelve a remontar vuelo.
SARPEDÓN: —Minos, creo que ése no es un pájaro.
El águila se quita su traje de plumas y deja ver a Niso, rey de Mégara.
SARPEDÓN: —¡Es Niso, el rey de Mégara, que se ha convertido en águila para vengarse de su hija!
MINOS: —No hay tal cosa, Sarpedón, los dioses nos provocan visiones ilusorias para hacernos comprender verdades simples. Ella está muerta y nosotros nos vamos a Atenas.
E
n la ciudad de Londres, en el barrio de Stepney, hay un bar tan oscuro que su descripción es casi imposible. Algunos opinan que en el salón principal se baila al son de una música estridente y horrorosa. Hay, evidentemente, unos bultos oscuros que se mueven con cierta regularidad. Muchos hombres sin preferencias se acercan a ese bar porque han oído decir que los trámites amorosos son simples y perentorios. La verdad es que el pésimo licor, la crueldad del sonido, la estrechez y las tinieblas perturban la percepción hasta tornarla casi nula. El defecto y la virtud son conceptos imposibles en ese antro.
En el piso superior hay unos reservados a los que las sombras acceden no bien se les despierta la lujuria. Allí, la oscuridad íntima es de la misma naturaleza que la penumbra colectiva. La música es todavía más fuerte y ante la imposibilidad de palabras confidenciales, las parejas sólo se comunican por tacto, el sexo, el alcohol o la violencia; cada media hora, los hombres están obligados a salir del reservado para pagar en la caja el derecho a un nuevo período. Esta maniobra se hace con gran estrépito y en medio de empujones y estampidas. Al regreso, estos seres obnubilados suelen equivocarse de puerta y con toda frecuencia se meten en otro reservado.
Sin embargo, nadie advierte estas confusiones, o nadie se molesta en corregirlas, y las nuevas parejas prosiguen su actividad haciendo suyos los pasados ajenos.
C
ierta noche, Manuel Mandeb, el ruso Salzman y Jorge Allen se dejaron arrastrar por Marcelo de Bórtoli, un conductor de camionetas que —envalentonado por cuatro cañas— les prometió unas deliciosas aventuras.
Deambularon largas horas por patéticas confiterías, hasta que fueron a dar a un salón de baile de la más misteriosa índole. La música ensordecía. En verdad, se trataba de fuertes golpes de bombo, bajo los cuales sonaban arpegios electrónicos y tenues líneas de cuerdas simuladas. Las estructuras se repetían una y otra vez, como un tam-tam, con un efecto hipnótico.
Centenares de personas se movían en la penumbra, mecánicamente. Los que no bailaban hacían, a intervalos regulares, unos gestos de asentimiento e incluso señalaban con dedo al encargado de poner los discos. Este empleado ocupaba un lugar de privilegio, cuyo valor referencial era el de un escenario.
A pesar del aspecto poco hospitalario de aquellas instalaciones, los muchachos observaron con atención a algunas damas cuya disposición de ánimo se propusieron indagar.
Expertos como eran en la realización de propuestas, completaron con la mayor ortodoxia las maniobras que son usuales.
Pero las mujeres no les prestaban atención, ni siquiera los miraban. Permanecían firmes y lejanas en sus ejercicios rítmicos. Jorge Allen intentó unos abordajes directos, verbalizados, con preguntas concretas que exigían respuesta expresa. No consiguió nada.
Recorrieron el salón para ver si encontraban algún conocido, o —al menos— a alguien que les explicara las reglas que allí se seguían para la seducción perentoria. Nadie les dirigió la palabra. Ni siquiera los mozos, unos seres con aires de superioridad que estaban interesados en hacer patente la condición forastera de los hombres de Flores.
De Bórtoli les explicó que todos allí consumían una droga, fuera de cuyos efectos era imposible ninguna clase de disfrute. Hizo notar, sin embargo, que se trataba de un narcótico peligroso que obligaba a las personas a una imperiosa actividad de la que se tardaba mucho en egresar.
A falta de otro solaz, se quedaron largo rato observando a la concurrencia. Jorge Allen estaba rigurosamente enamorado de los saltos de una morocha. Llegó a gritarle en el oído que estaba dispuesto a cualquier cosa, pero ella siguió saltando.
Casi al amanecer trataron de emborracharse, pero De Bórtoli les dijo que en aquel lugar sólo servían agua mineral. Las sustancias que motorizaban a esa muchedumbre provocaban una deshidratación que debía remediarse tomando agua a cada momento. Las canillas de los baños estaban selladas para que los bailarines no tuvieran más remedio que pagar sus tragos.
Se hicieron las ocho de la mañana, y después las nueve y las diez. Con súbita alarma, el ruso Salzman descubrió que algo estaba ocurriendo.
—¿Por qué no nos fuimos todavía?
Jorge Allen trató de contestar pero, en cambio, apuntó su dedo hacia Salzman y lo señaló rítmicamente. Mandeb miró un espejo y se vio a sí mismo moviendo la cabeza. De Bórtoli había desaparecido. Después de una breve inspección, lo vieron en el medio de la pista, ya completamente integrado a la concurrencia, saltando y bebiendo agua. El ruso comprendió que era necesario reaccionar. Se subió a una mesa y se puso a gritar como un loco.
En la pampa legendaria
donde relincha el peludo
había una yegua muerta
con una flor en el culo.
Se llenó la boca de agua y empezó a escupir chorros finitos en la cara de las personas. Después, vació una botella en el escote de una rubia.
—¡Échenme! —gritaba—. ¡Échenme a patadas!
Nadie le prestó la más mínima atención. Salzman se acercó a sus amigos.
—¿Por qué no nos echan?
—Porque no hemos venido —contestó Allen—. Corramos a la puerta ahora mismo, porque si no, permaneceremos aquí toda la vida.
A empujones, fueron acercándose a la salida. En el camino trataron de arrastrar a De Bórtoli pero el hombre ya no los escuchaba. Tuvieron que dejarlo en medio del gentío y no volvieron a verlo nunca más.
El sol brillaba en la vereda. Caminaron en silencio casi diez cuadras. Al llegar a una plaza, Salzman murmuró:
—¡Qué lugar!
Y Mandeb respondió por lo bajo:
—Así son todos los lugares.
H
ay más allá del infierno, otro infierno imprevisto y posterior. Durante un tiempo, el condenado se instala en el tormento, lo incorpora a sus hábitos y busca consuelo en la idea de que nada peor podrá ocurrirle. Es entonces cuando cae en otro infierno, el verdadero, cuyos sufrimientos son imposibles de comprender y de calcular.
El infierno como castigo por los pecados es, al menos, razonable. Uno arde en ríos de fuego pero atesora una convicción inevitablemente dichosa: el universo tiene un propósito ético; en algún lugar están los bienaventurados; en algún lugar está Dios.
El verdadero infierno es, antes que nada, injusto. Uno no sabe por qué está allí, ni cuáles son sus culpas, ni cuál es el Plan que está cumpliendo.
Infiernos benignos permiten conocer el camino para evitarlos.
Mucho peor es que cualquiera se salve y cualquiera se condene.
Ignorar las consecuencias de los propios actos, eso es el infierno.
E
l príncipe Yu Kiang, de la provincia de Kiang-si, solía entretener sus ocios convocando a su palacio a los artistas más renombrados de la región.
Por cierto, en aquellas lejanías existía una antiquísima tradición de arte y sabiduría. Y algunos pensaban que allí vivían los mejores poetas del Imperio.
Pero el príncipe tenía la drástica costumbre de hacer cortar las cabezas de los artistas que no alcanzaban a complacerlo. Y la verdad es que ninguno le agradaba. Acaso pensaba, como muchos poderosos, que un hombre sólo puede admirar lo que le es superior y que cualquier homenaje al mérito ajeno implica un reconocimiento de inferioridad.
En diez años, centenares de artistas habían cantado y pintado frente al príncipe Yu Kiang. Ninguno había sobrevivido.
Al principio, esta crueldad fue un estímulo para los creadores jóvenes. Ellos pensaban que el príncipe estaba esperando nuevas formas de belleza para saludarlas con un perdón. Pero muy pronto resultó evidente que Yu Kiang no se conmovería jamás.
Pasaron los años. Ya no quedaban artistas en las tierras de Kiang-si.
El príncipe solía enviar melifluos embajadores a las provincias vecinas para seducir con engaños a actores remotos, que no conocían las costumbres de palacio.
Un día, se presentó ante Yu Kiang un recitador de adivinanzas soeces.
Vestía del modo menos discreto, se acompañaba con las toscas panderetas de los bárbaros de Tartaria y mostraba sus posaderas cuando alguno de los presentes equivocaba la solución de sus enigmas. Se llamaba K'iau Ni.
El príncipe simpatizó instantáneamente con aquel individuo. Recordó, al oírlo, los mecanismos infantiles y vulgares que provocaban su risa y su admiración antes de que los preceptores taoístas lo previnieran contra la pereza del alma.
Desde luego, le perdonó la vida. Pero además lo nombró ministro y cantor principal de la Administración de la Provincia.