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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (24 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—¡Nuestros caballos! —gritó Milva, haciéndose espacio alrededor por medio de puños y patadas—. ¡Nuestros caballos, brujo! ¡Conmigo, presto!

—¡Geralt! —gritó Jaskier—. ¡Sálvame!

La multitud los separó, los condujo como la ola de una inundación, en un abrir y cerrar de ojos se llevó a Milva consigo. Geralt, agarrando a Jaskier por el cuello, no se dejó arrastrar porque se agarró a tiempo al carro al que estaba atada la muchacha. El carro, sin embargo, crujió de pronto y se movió, y el brujo y el poeta dieron con sus huesos en el suelo. La mucha­cha agitó la cabeza y comenzó a reír con histeria. Según se iba alejando el carro, su risa languidecía y se perdía entre el estruendo general.

—¡Que me aplastan! —gritaba Jaskier, tendido como estaba en el sue­lo—. ¡Que me machacan! ¡Auxilioooo!

—¡Puuutaaa madrrrre! —graznó un invisible Mariscal de Campo Duda.

Geralt levantó la cabeza, escupió la arena y vio una escena muy divertida.

Solamente cuatro personas no se habían unido al pánico general, y una de ellas contra su voluntad. Esta última era el sacerdote, al que el estarosta Héctor Laabs había inmovilizado agarrándolo por el cuello en una presa de hierro. Las otras dos personas eran Zoltan y Percival. El gnomo, con un rápido gesto, alzó la sotana del sacerdote mientras que el enano, armado de tenazas, sacaba del fuego una herradura ardiente y la metía dentro de los calzoncillos largos del santo hombre. Cuando Laabs le soltó, el sacerdo­te echó a correr como un cometa con una cola de humo y su grito se ahogó en el tumulto. Geralt vio cómo el estarosta, el gnomo y el enano iban a congratularse de la exitosa ordalía cuando se estrelló directamente contra ellos la siguiente ola de populacho lleno de pánico. Todo desapareció entre el polvo que levantaban, el brujo no veía ya nada, no tenía tampoco tiempo para mirar, ocupado como estaba en salvar a Jaskier, al que había derri­bado de nuevo un puerco que corría a ciegas. Cuando Geralt se inclinó para alzar al poeta, le cayó desde el carro que se removía a su lado una escalera sobre las mismas espaldas. El peso lo derribó al suelo y, antes de que acertara a quitárselo de encima, por encima de la escalera pasaron más de quince personas. Cuando por fin consiguió liberarse, junto a él, con chasquidos y crujidos, se dio la vuelta otro carro, del que cayeron sobre el brujo unos sacos de harina de trigo, de los que costaban a corona la libra. Los sacos se abrieron y el mundo se hundió en una nube blanca.

—¡Levántate Geralt! —gritó el trovador—. ¡Levántate, joder!

—No puedo —jadeó el brujo, cegado con la valiosa harina y agarrando con las dos manos la rodilla atravesada por un dolor que lo inmovilizaba—. ¡Sálvate, Jaskier...!

—¡No te voy a dejar!

Desde el borde occidental del campamento les alcanzaron gritos macabros, que se mezclaban con el estruendo de los cascos y los relinchos de caballos. El alboroto y el trápala se acrecentaron de pronto, se les unió el tintineo, el choqueteo y el golpeteo de metal contra metal.

—¡Una batalla! —gritó el poeta—. ¡Están combatiendo!

—¿Quién? ¿Con quién? —Geralt, con un brusco movimiento, intentó limpiarse los ojos de harina y cascajo. No lejos de allí algo comenzó a arder, les heló el aliento el calor y el olor de un humo apestoso. El golpeteo de cascos creció en sus oídos, la tierra temblaba. Lo primero que vio entre la nube de humo fueron decenas de cuartillas de caballos al galope. A todo su alrededor. Venció al dolor.

—¡Bajo el carro! ¡Escóndete bajo el carro, Jaskier, porque nos aplastan! —No nos movamos... —jadeó el poeta, aplastado contra la tierra—. Va­mos a yacer aquí... He oído que los caballos nunca pisotean a un hombre tendido...

—No estoy seguro de que todos los caballos hayan oído hablar de ello. —Geralt espiró—. ¡Bajo el carro! ¡Deprisa!

En aquel momento uno de los desconocidos caballos que se acercaban le pateó según pasaba en un lado de la cabeza. En los ojos del brujo reinó de pronto el negro de la oscuridad y el amarillo de todas las estrellas del firma­mento, y un poco después unas espesas tinieblas cubrieron el cielo y la tierra.

 

Los Ratas se levantaron, despiertos por un agudo grito que resonó muchas veces entre las paredes de la cueva. Asse y Reef echaron mano de la espada, Chispa maldijo en voz alta porque se golpeó la cabeza con un saliente de roca.

—¿Qué pasa? —aulló Kayleigh—. ¿Qué ha pasado?

En la cueva reinaban las tinieblas, aunque en el exterior brillaba el sol. Los Ratas descansaban tras una noche que habían pasado huyendo de una persecución. Giselher acercó una tea a la brasas, la prendió, la alzó, se acercó al lugar donde dormían Ciri y Mistle, como siempre lejos del resto de la banda. Ciri estaba sentada con la cabeza baja, Mistle la abrazaba.

Giselher alzó más la antorcha. Los otros también se acercaron. Mistle cubrió con una piel los brazos desnudos de Ciri.

—Escucha, Mistle —dijo serio el caudillo de los Ratas—. Nunca me he metido en lo que hacéis bajo una manta. Nunca os he dicho antes ni una palabra de burla. Siempre intento mirar hacia otro lado y no hacer caso. Es asunto vuestro y vuestra preferencia, no tengo nada en contra mientras lo hagáis discretamente y en silencio. Pero esta vez habéis exagerado un poco.

—No seas idiota —estalló Mistle—. ¿Qué es lo que te imaginas, que...? ¡La muchacha gritaba en sueños! ¡Era una pesadilla!

—No grites. ¿Falka?

Ciri afirmó con la cabeza.

—¿Tan extraño era ese sueño? ¿Qué has soñado?

—¡Déjala en paz!

—Cállate, Mistle. ¿Falka?

—A alguien, alguien al que conocía —Ciri tartamudeó—, lo pateaban caballos. Cascos... Sentí cómo me despedazaban... Sentí su dolor... La ca­beza y la pierna... Todavía me duele... Perdonad. Os he despertado.

—No pidas perdón. —Giselher miró los labios apretados de Mistle—. Nosotros somos los que hemos de pedir perdón. ¿Y el sueño? En fin, a cualquiera le puede ocurrir lo mismo. A cualquiera.

Ciri cerró los ojos. No estaba segura de que Giselher tuviera razón.

Lo despertó una patada.

Yacía con la cabeza apoyada en la rueda de un carro volcado, junto a él se encogía Jaskier. El que les había pateado era un lansquenete vestido con jubón y un yelmo redondo. Junto a él había otro. Ambos sujetaban caballos de las riendas, junto a las sillas de montar colgaban lanzas y escudos.

—¿Eres un molinero o qué leches?

El otro lansquenete se encogió de hombros. Geralt vio que Jaskier no separaba los ojos de los escudos. Él mismo también hacía tiempo que se había dado cuenta de que en los escudos había flores de lis. Las armas del reino de Temería. Y los mismos símbolos llevaban los tiradores de a caba­llo, de los que había muchísimos alrededor. La mayor parte de ellos se ocupaban de cazar caballos y saquear cadáveres. Cadáveres que, en su mayoría, llevaban las negras capas nilfgaardianas.

El campamento seguía siendo una ruina humeante después de la tor­menta, pero ya aparecían los campesinos que se habían salvado y no ha­bían huido demasiado lejos. Los tiradores de las flores de lis temerías les empujaban a formar grupos, les gritaban.

No se veía por ningún lado a Milva, Zoltan, Percival ni Regis.

Junto a ellos estaba sentado el héroe del reciente proceso de hechicería, el gato negro, que miraba descarado a Geralt con sus ojitos de un verde dorado. El brujo se sorprendió un poco, porque los gatos normales no so­portaban estar cerca de él. Pero no tuvo tiempo para reflexionar sobre tal hecho extraordinario porque uno de los lansquenetes le golpeó con una jabalina de madera.

—{Levantaos, los dos! ¡Cono, el del pelo gris tiene una espada!

—¡Tira el arma!— gritó el otro, llamando a sus compañeros—. ¡Tira la espada al suelo o te meto un lanzazo que te avío!

Geralt obedeció. Sentía un campaneo en la cabeza.

—¿Quién leches sois?

—Viajeros—contestó Jaskier.

—Me lo creo —bufó el soldado—. ¿Viajáis a casa? ¿Huyendo de vuestra bandera y arrojando los colores? Muchos de esos viajeros hay en este cam­pamento, de ésos que se acojonaron con los nilfgaardianos y a los que el pan del ejército no les gustaba. Algunos son viejos amigos nuestros. ¡De nuestro escuadrón!

—A los estos viajeros los espera otro viaje —se rió el otro—. ¡Muy corto! ¡Hacia arriba, a las ramas!

—¡No somos desertores! —gritó el poeta.

—Mostrad quién sois. Contádselo a los oficiales.

De entre el círculo de tiradores de a caballo surgió un destacamento de caballería ligera conducido por algunos hombres vestidos con armadura pesada y con altivas plumas en los yelmos.

Jaskier miró a los caballeros, se limpió la harina y se colocó la ropa, después de lo cual se escupió en las manos y se peinó los revueltos cabellos.

—Tú, Geralt, guarda silencio —le reconvino—. Yo hablaré. Son caballe­ros temerios. Han vencido a los nilfgaardianos. No nos harán nada. Yo sé cómo hay que hablar con los nobles. Hay que enseñar que están tratando con sus iguales y no con el vulgo.

—Jaskier, por piedad...

—No te turbes, todo saldrá bien. Me he quemado la lengua hablando con caballeros y nobles, la mitad de Temería me conoce. ¡Eh, quítate de en medio, lacayo, aparta! ¡Tengo que hablar con vuestros señores!

Los lansquenetes le miraron vacilantes, pero alzaron las lanzas que tenían puestas y se retiraron. Jaskier y Geralt se dirigieron hacia los caba­lleros. El poeta se acercó orgulloso y con un gesto de gran señor que no pegaba demasiado con el jubón arrugado y manchado de harina.

—¡Quieto! —barritó uno de los de las corazas—. ¡Ni un paso! ¿Quién coño eres?

—¿Y a quién he de contestar? —Jaskier se puso en jarras—. ¿Y por qué? ¿Quién son estos escogidos señores que molestan a viajeros inocentes?

—¡Tú no eres quién para preguntar, canalla! ¡Contesta!

El trovador inclinó la cabeza, miró las armas en los escudos y túnicas de los caballeros.

—Tres corazones sangre en campo dorado —advirtió—. De lo que resul­ta que sois un Aubry. En la cabeza del escudo un label de tres dientes, y por tanto habéis de ser el hijo primogénito de Anselmo Aubry. A vuestro progenitor lo conozco bien, señor caballero. Y vos, don gritón, ¿qué es lo que lleváis en vuestro escudo de plata? ¿Una columna negra entre cabezas de grifos? El escudo de los Papebrock, si no me equivoco, y yo en tales asuntos rara vez me equivoco. La columna negra, por lo que dicen, refleja a un verdadero miembro de esta familia de imaginativos

—Cállate, diablos —gimió Geralt.

—¡Soy el famoso poeta Jaskier! —alardeó el bardo, sin hacerle caso—. Seguramente habéis oído hablar de mí. ¡Así que conducidme hasta vuestro jefe, al senior, porque estoy acostumbrado a hablar con mis iguales!

Los hombres armados no reaccionaron, pero los rasgos de su rostro se hicieron cada vez menos simpáticos y los guanteletes de hierro apretaban cada vez más fuerte las riendas adornadas. Jaskier, a todas luces, no lo veía.

—Bueno, ¿y qué os pasa? —preguntó altanero—. ¿Qué es lo que miráis, caballero? ¡Sí, a vos os hablo, don Columna Negra! ¿Por qué hacéis esos gestos? ¿Quién os ha dicho que si entrecerráis los ojos y sacáis hacia ade­lante la mandíbula inferior pareceréis más hombre, masculino, garboso y amenazador? Os engañó quien os lo haya dicho. ¡Parecéis alguien que des­de hace una semana no ha tenido la suerte de cagar como es debido!

—¡Cogedlos! —gritó a los lansquenetes el hijo primogénito de Anselmo Aubry, portador del escudo con tres corazones. La columna negra de la familia de los Papebrock azuzó a su caballo con las espuelas.

—¡Cogedlos! ¡A por los cabrones!

Andaban detrás de los caballos, arrastrados por cuerdas que unían sus muñecas atadas a los arzones de las sillas. Andaban, y a veces corrían, porque los jinetes no tenían piedad ni de los sementales ni de los prisione­ros. Jaskier cayó dos veces y fue arrastrado algún tiempo sobre la barriga, gritando hasta que se apiadaron. Lo pusieron de pie, apremiándolo con el asta de una jabalina. Y siguieron a toda prisa. El polvo les hacía llorar, les cegaba, asfixiaba y molestaba en la nariz. La sed quemaba la garganta.

Sólo una cosa les confortaba: el camino se dirigía hacia el sur. Geralt viajaba por fin en la dirección adecuada y además muy deprisa. Sin em­bargo, no se alegró de ello. Se había imaginado el viaje de una forma com­pletamente distinta.

Llegaron al lugar en el momento en el que Jaskier se había quedado ronco a causa de los insultos mezclados con peticiones de clemencia que había lanzado y cuando el dolor del codo y la rodilla de Geralt se había convertido en una verdadera tortura, tan molesta que el brujo comenzó a valorar la posibilidad de adoptar medidas radicales, si bien desesperadas.

Llegaron hasta el campamento del ejército, desperdigado alrededor de una fortaleza arruinada y medio quemada. Después del anillo de guardia, portadores de caballos y humeantes fuegos de campamento vieron las tien­das de los caballeros, adornadas con pabellones, rodeando un amplio y animado arco detrás de una empalizada destrozada y chamuscada.

Al ver un abrevadero para los caballos, Geralt y Jaskier tiraron de las cuerdas. Los jinetes al principio no estaban dispuestos a dejarlos ir a la fuente, pero el hijo de Anselmo Aubry se acordó al parecer de la presunta amistad de Jaskier con sus padres y quiso apiadarse. Se abrieron paso entre los caballos, bebieron, se lavaron los rostros con las manos atadas. Un tirón de las cuerdas les devolvió enseguida a la realidad.

—¿A quién me habéis traído esta vez? —preguntó un caballero alto y delgado con una armadura dorada, muy labrada, mientras golpeaba rítmicamente con una maza en un escudo ornamentado—. No me digáis que son más espías.

—Espías o desertores —confirmó el hijo de Anselmo Aubry—. Los cap­turamos en el campamento junto al Jotla, cuando deshicimos un ataque nilfgaardiano. ¡Son unos elementos muy sospechosos!

El caballero de la armadura dorada bufó, luego miró atentamente a Jaskier y su joven pero severo rostro se encendió de pronto.

—Tonterías. Soltadlos.

—¡Pero si son espías nilfgaardianos! —se emperró Columna Negra de la familia de los Papebrock—. Especialmente ése, el granuja, que ladra como un chucho de pueblo. ¡Poeta dijo ser, el malandrín!

—Y no mintiera entonces —se sonrió el caballero de la armadura do­rada—. Es el bardo Jaskier. Lo conozco. Quitadle las ligaduras. Al otro también.

—¿Estáis seguro, señor conde?

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