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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (19 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Sólo es tóxica la raíz fresca de la alraune —le tranquilizó Regis—. La mía es de estación y adecuadamente preparada, y el destilado está filtrado. No hay motivo de preocupación.

—Por supuesto que no lo hay —Zoltan estuvo de acuerdo—. El orujo siempre será orujo, se lo puede destilar de cicuta, de ortiga, de escamas de pescado y de cordones. Pasa el vaso, Jaskier, que hay cola.

La probeta consecutivamente rellenada recorrió toda la compaña. To­dos se sentaron con comodidad en el suelo de arcilla. El brujo siseó y maldijo, corrigió su posición, porque al sentarse el dolor le había atravesa­do de-nuevo la rodilla. Vio que Regis le miraba con atención.

—¿Una herida reciente?

—No mucho. Pero molesta. ¿Tienes por aquí alguna hierba que pueda aminorar el dolor?

—Depende del tipo de dolor —sonrió levemente el barbero—. Y de sus causas. En tu sudor, brujo, percibo un extraño olor. ¿Te curaron con ma­gia? ¿Te dieron enzimas y hormonas mágicas?

—Me dieron diversos medicamentos. No tenía ni idea de que todavía podían olerse en mi sudor. Tienes un olfato sensible de la leche, Regis.

—Cada persona tiene sus virtudes. Para contrapesar los defectos. ¿Qué lesión te curaron mágicamente?

—Tenía la mano rota y la caña del hueso del muslo.

—¿Cuánto hace?

—Algo más de un mes.

—¿Y ya andas? Increíble. Las dríadas de Brokilón, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Sólo las dríadas conocen los medicamentos capaces de reconstruir tan deprisa los tejidos óseos. En tus manos veo puntos negros, los sitios donde clavaron las raíces de conynhael y los tallos simbióticos de consuel­da púrpura. Sólo las dríadas saben hacer uso de la conynhael, y la con­suelda púrpura no crece fuera de Brokilón.

—Bravo. Una deducción sin fallos. A mí, sin embargo, me interesa algo distinto. Me rompieron el hueso del muslo y el antebrazo. No obstante, siento un dolor intenso en la rodilla y en el codo.

—Típico. —El barbero meneó la cabeza—. La magia de las dríadas te reconstruyó los huesos afectados, pero al mismo tiempo provocó una pe­queña revolución en las terminaciones nerviosas. Un efecto secundario que se siente con más fuerza en las extremidades.

—¿Me puedes ayudar en algo?

—Con nada, lo siento. Todavía durante largo tiempo podrás prever sin fallo cuándo se avecina mal tiempo. El invierno fortalece los dolores. Sin embargo, no te recomendaría que usaras anestésicos fuertes. Sobre todo narcóticos. Eres un brujo, en tu caso se trata de algo absolutamente desaconsejable.

—Así que lo mejor es tu mandrágora. —El brujo alzó la probeta llena que le acababa de dar Milva, la bebió hasta el culo y tosió hasta que las lágrimas le vinieron a los ojos—. Joder, ya me siento mejor.

—No estoy seguro —Regis sonrió con los labios apretados— de que es­tés curando la enfermedad adecuada. Te recuerdo también que se deben curar las causas, no los síntomas.

—No en el caso de este brujo —casi jadeó el ya coloradote Jaskier, que estaba escuchando la conversación—. A él precisamente, para sus preocu­paciones, el aguardiente le viene bien.

—A ti también debiera venirte. —Geralt congeló al poeta con la mira­da—. Sobre todo si te entumeciera la lengua.

—Yo no contaría con ello —sonrió de nuevo el barbero—. En el prepara­do se incluye la belladona. Muchos alcaloides, entre ellos la escopolamina. Antes de que la mandrágora os tumbe, todos me daréis inevitablemente un alarde de elocuencia.

—¿Un alarde de qué? —preguntó Percival.

—De hablar mucho. Perdón. Usemos palabras más sencillas.

Geralt torció los labios en una pseudosonrisa.

—Cierto —dijo—. Fácil es caer en manierismos y comenzar a usar tales palabras a diario. La gente entonces te tiene por un payaso arrogante.

—O por un alquimista —dijo Zoltan Chivay, rellenando la probeta.

—O por un brujo —bufó Jaskier— que ha leído de más para poder imponer a cierta hechicera. Las hechiceras, señores míos, no se vuelven-tan locas por nada como por los cuentos rebuscados. Digo la verdad, ¿no, Geralt? Venga, cuéntanos algo...

—Deja pasar la vez, Jaskier —le cortó Geralt con voz fría—. Los alcaloides contenidos en este aguardiente actúan demasiado deprisa sobre ti. Hablas de más.

—Ya podrías terminar con esos secretos tuyos, Geralt. —Zoltan frunció el ceño—. Jaskier no nos ha contado mucho nuevo. No puedes evitar el ser una leyenda andante. Las historias de tus aventuras se interpretan en los tea­tros de títeres. Entre ellas la historia de ti y la hechicera de nombre Guinevere.

—Yennefer —le corrigió Regis a media voz—. Vi uno de esos espectácu­los. La historia de la caza de un djinn, si no me engaña la memoria.

—Estuve en esa caza —se enorgulleció Jaskier—. Lo que nos reímos, os digo...

—Cuéntaselo a todos. —Geralt se levantó—. Bebiendo y coloreándolo bien bonito. Yo me voy a dar un garbeo.

—Eh —se indignó el enano—. No hay por qué enfadarse.

—No me has entendido, Zoltan. Voy a aliviar la vejiga. En fin, hasta a las leyendas andantes les pasan estas cosas.

La noche era fría, del diablo. Los caballos golpeaban con los cascos y relin­chaban, el vapor les salía por los ollares. La choza del barbero, bañada por la luz de la luna, parecía realmente de cuento. Exactamente como la cabaña de la bruja del bosque. Geralt se abotonó los pantalones.

Milva, que había salido de la casa poco después que él, carraspeó inse­gura. La larga sombra de ella llegaba hasta donde la de él.

—¿Por qué remoloneas tanto y tardas en volver? —preguntó—. ¿Es que tanto enfado en verdad te dieron?

—No —repuso.

—¿Y entonces por qué leches andurreas acá solo, bajo la luna?

—Estoy contando.

—¿Qué?

—Desde que nos fuimos de Brokilón han pasado doce días, durante los cuales he recorrido unas sesenta millas. Ciri, por lo que dicen los rumores, está en Nilfgaard, la capital imperial, un lugar del que me separan según estimaciones más bien precavidas unas dos mil quinientas millas. Un sim­ple cálculo permite darse cuenta de que a esta velocidad llegaré allí dentro de un año y cuatro meses. ¿Qué dices a esto?

—Nada. —Milva se encogió de hombros. Carraspeó de nuevo—. Contar no sé tan bien como tú cuentas. Y entoavía menos leer y escribir. Soy una moza de pueblo, tonta y simplona. Compañía alguna no soy para ti. Ni amiga pa contar las penas.

—No hables así.

—Si no fuera verdad —se volvió bruscamente—, ¿por qué cuernos me cuentas esos días y esas millas? ¿Para que te dé consejo? ¿Para que te anime? ¿Para que tus miedos eche, ahogue tus penas, las que más amar­gas son que el dolor en tu rodilla? ¡No sé! Otra necesitas. Aquélla de la que Jaskier habló. Lista, letrada. Amada.

—Jaskier es un charlatán.

—Cierto. Mas a veces charlotea con la testa. Volvamos, quiero beber más.

—¿Milva?

—¿Lo qué?

—Nunca me has dicho por qué te decidiste a venir conmigo.

—Nunca me preguntaste.

—Ahora pregunto.

—Ahora es ya tarde. Ahora ni yo misma lo sé.

—Bueno, por fin estáis aquí —se alegró al verlos Zoltan, con la voz ya claramente cambiada—. Y antretanto nosotros, imaginaos, habernos deci­dido que Regís se viene con nosotros.

—¿De verdad? —El brujo miró al barbero con atención—. ¿Por qué esa decisión tan repentina?

—Don Zoltan —Regis no bajó los ojos— me ha convencido de que estos alrededores están envueltos en una guerra mucho más importante de lo que daban a entender los relatos de los fugitivos. Volver a aquel lado no es posi­ble, quedarse en este despoblado no parece buena idea. Viajar solo tampoco.

—Y nosotros, aunque en absoluto nos conoces, tenemos el aspecto de aqué­llos con los que se puede viajar seguro. ¿Te ha bastado echar un vistazo?

—Dos —respondió el barbero con una leve sonrisa—. Uno a las mujeres que protegéis, el otro a sus hijos.

Zoltan bufó con fuerza, rascó la probeta contra el fondo de la tina.

—Las apariencias pueden engañar —se burló—. Puede que tengamos intenciones de vender a esas hembras como esclavas. Percival, joder, haz algo con este aparato. Abre algo el grifo o así. Queremos beber y gotea como sangre de la nariz.

—La enfriadera no da abasto. El orujo saldrá caliente.

—No importa. La noche es fría.

El aguardiente calentorro avivó con fuerza las conversaciones. Jaskier, Zoltan y Percival tomaron color, las voces se cambiaron aún más, en el caso del poeta y del gnomo se podía hablar en realidad de un balbuceo. Al entrarles el hambre, los compadres masticaron carne de caballo fría y mor­disquearon unas raíces de rábanos silvestres que encontraron en la casa. Los rábanos eran tan fuertes como el aguardiente y se les saltaban las lágrimas. Pero añadían fuego a la discusión.

Regís de pronto mostró su asombro cuando resultó que el objetivo final de la peregrinación no era el enclave en la cordillera de Mahakam, la eter­na y segura sede de los enanos. Zoltan, que se había vuelto todavía más parlanchín que Jaskier, afirmó que no iba a volver bajo ningún concepto a Mahakam y dio rienda suelta a su desagrado respecto al orden allá reinan­te, sobre todo en lo que respectaba a la política y el poder absoluto del estarosta de Mahakam y de todos los clanes de enanos, Brouver Hoog.

—¡Seta vieja! —gritó, y escupió en el hogar del horno—. Le miras y no sabes si está vivo o la ha espichao. Casi ni se menea, y mejor, porque se tira peos cada vez que se mueve. No hay forma de saber qué dice, porque se le pegaron la barba y los bigotes de los sopones que se ha comido. Pero gobierna a todos y a todo, todos tienen que bailar a su música...

—Sin embargo, resulta difícil afirmar que la política del estarosta Hoog sea mala —le cortó Regis—. Gracias a su acción decidida, los enanos se separaron de los elfos y ya no luchan junto con los Scoia'tael. Y gracias a eso terminaron los pogromos y no llegó a darse la expedición de castigo a Mahakam. La condescendencia en los contactos con los humanos produce sus frutos.

—Y una mierda. —Zoltan se echó la probeta para el cuerpo—. El viejo cabrón no buscaba ninguna condescendencia en el asunto de los Ardillas, sino que demasiados mozos dejaban el trabajo en las minas y las herrerías y se unían a los elfos para, en sus comandos, vivir aventuras y tener liber­tad. Cuando este fenómeno llegó a alcanzar las características de un pro­blema, Brouver Hoog ató a los mocosos bien corto. Un pito le importaban a él los humanos asesinados por los Ardillas, y se reía de las represiones que por esa razón les caían a los enanos, entre ellas esos pogromes vuestros tan famosos. Estos últimos no le importaban un güevo ni le importan, porque considera como renegados a los enanos asentados en las ciudades. En lo que toca a esa amenaza en forma de una expedición de castigo a Mahakam, no me hagáis reír, queridos míos. Ninguna amenaza hay ni la ha habido porque ninguno de los reyes se atrevería a rozar Mahakam ni siquiera con los dedos. Y os digo más: incluso los nilfgaardianos, si consiguieran hacerse con los valles que rodean el macizo, no se atreverían a marchar sobre Mahakam. ¿Sabéis por qué? Os lo diré: Mahakam es acero.

Y no de cualquier clase. Allí hay carbón, hay magnetitas rojas, hay yaci­mientos a flor de tierra. Por todos lados y todo gratis.

—Y la técnica está en Mahakam —cortó Percival Schuttenbach—. ¡Si­derurgia y metalurgia! Hornos bien grandes, y no chimeneíllas de mierda. Martinetes de agua y de vapor...

—Aquí tienes, Percival, refréscate —Zoltan le dio al gnomo la recién rellenada probeta—, porque nos aburres con tu técnica. Pero no todos saben que Mahakam exporta acero. A los reinos, pero también a Nilfgaard.

Y si alguien nos levanta la mano, destruimos los talleres e inundamos las
minas. Y entonces os haréis la guerra, humanos, pero con palos de r
ble, pedernales y quijadas de burro.

—Tan molesto que estás con Brouver Hoog y el poder en Mahakam —advirtió el brujo— y de pronto has empezado a decir «nosotros».

—Por supuesto —confirmó el enano con apasionamiento—. Existe algo llamado solidaridad, ¿o no? Reconozco que me hincha un poco el orgullo el que hayamos sido más listos que los presuntuosos de los elfos. No me lo negaréis, ¿eh? Los elfos fingieron durante algunos cientos de años que vosotros, los humanos, no existíais. Miraban al cielo, olisqueaban flores y a la vista de un ser humano apartaban sus ojos pintarrajeados. Y cuando resultó que esto no servía de nada, de pronto se despertaron y echaron mano a las armas. Decidieron matar y dejarse matar. ¿Y nosotros, los ena­nos? Nosotros nos adaptamos. No, no nos dejamos someter por vosotros, ni lo soñéis. Fuimos nosotros los que os sometimos a vosotros. Económica­mente.

—En honor a la verdad —habló Regis—, a vosotros os fue más fácil adaptaros que a los elfos. A los elfos les integra la tierra, el territorio. A vosotros os integra el clan. Donde está el clan, allí está la patria. Incluso si alguna vez algún rey corto de vistas atacara Mahakam, podéis inundar las minas e iros sin pena a algún otro sitio. A otras montañas más lejanas. O incluso a las ciudades de los humanos.

—¡Cierto! En vuestras ciudades se puede vivir estupendamente.

—¿Incluso en los guetos? —Jaskier tomó aliento después de un copazo de aguardiente.

—¿Y qué tienen de malo los guetos? Me gusta vivir entre los míos. ¿Para qué quiero yo integrarme?

—Para que nos permitan entrar en. los gremios. —Percival se limpió la nariz con la manga.

—Al final alguna vez nos lo permitirán —habló con convencimiento el enano—. Y si no, haremos chapuzas o formaremos nuestros propios gre­mios, que decida una sana competencia.

—Y, sin embargo, Mahakam es más seguro que las ciudades —advirtió Regis—. Las ciudades pueden convertirse en cenizas en cualquier momen­to. Sería más razonable esperar el fin de la guerra en las montañas.

—Quien tenga ganas, que vaya. —Zoltan tomó de la tina—. A mí me gusta más la libertad y en Mahakam no la hay. No os hacéis una idea de qué aspecto tiene el ejercicio del poder del viejo. Últimamente se puso a organizar los asuntos que él llama sociales. Por ejemplo: si se pueden llevar tirantes o no. Comer la carpa de inmediato o esperar a que cuaje la gelatina que la cubre. Si tocar la ocarina está de acuerdo con nuestra tradición secular enanil o se trata de noci­vas influencias de la podrida y decadente cultura humana. Después de cuántos años de trabajo se puede realizar una petición para tomar mujer estable. Con qué mano hay que limpiarse. A qué distancia de la mina se permite silbar. Y parecidos asuntos de vivo interés. No, muchachos, yo no vuelvo al monte Car­bón. No tengo ganas de pasarme la vida currando en la mina. Cuarenta años en el fondo, si antes no me jode el metano. Pero nosotros tenemos otros planes, ¿verdad, Percival? Nosotros ya nos hemos asegurado el futuro...

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