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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (43 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Y nosotros, como de costumbre, tenemos la negra. —Jaskier meneó la cabeza—. Porque tenemos que ir a Caed Dhu, precisamente el mismo centro de Angren y de esta guerra maderera. Joder, ¿es que no hay otro camino?

Esta pregunta, recordó el brujo mientras miraba el sol poniéndose sobre el Yaruga, se la hice a Regis en cuanto el golpeteo de los cascos se perdió en la lejanía y por fin pudimos irnos.

—¿Otro camino a Caed Dhu? —El vampiro se quedó pensativo—. ¿Para evitar las colinas, salirles del paso a los ejércitos? Sí, hay un camino. No es demasiado cómodo ni demasiado seguro. Más largo. Pero os garantizo que allí no vamos a encontrar a ningún ejército.

—Habla.

—Podemos doblar hacia el sur e intentar cruzar por la depresión en los meandros del Yaruga. Por el Ysgith. ¿Conoces el Ysgith, brujo?

—Lo conozco.

—¿Has atravesado las tablas alguna vez?

—Ciertamente.

—Hay serenidad en tu voz —el vampiro carraspeó—, lo que atestigua que aceptas la idea. En fin, somos cinco, incluyendo a un brujo, una arquera y un soldado. Experiencia, dos espadas y un arco. Poco para hacer frente a las patrullas nilfgaardianas, pero debería bastar para el Ysgith.

Ysgith, pensó el brujo. Treinta y algunas millas cuadradas de pantano y barro, salpicadas con los ojos de pequeños lagos. Y unas siniestras ta­blas que dividen las ciénagas en las cuales crecen extraños árboles. Unos tienen los troncos cubiertos de escamas, en la base bulbosos como cebo­llas, más finos hacia arriba, hasta llegar a una copa plana y densa. Otros son bajos y rechonchos, forman grupos de raíces retorcidas como pulpos y de sus ramas desnudas cuelgan las barbas de musgos y de secos líquenes de los pantanos. Las barbas éstas se movían constantemente, pero no a causa del viento, sino por un gas venenoso procedente del lodo. Ysgith, es decir, lodazal. Haberlo llamado «apestazal» hubiera sido más acertado.

Y entre el lodo, en las ciénagas, en los estanques y lagunas cubiertas de lentejas de río y de vegetación pantanosa, bullía la vida. Allí no sólo habi­taban los castores, las ranas, las tortugas y las aves acuáticas. Ysgith estaba lleno de fieras bastante más peligrosas, provistas de pinzas, tentá­culos y pedúnculos prensiles, con ayuda de los cuales se suele agarrar, lisiar, ahogar y destrozar. Estas fieras eran tan numerosas que nunca na­die había conseguido conocer y clasificar todas. Ni siquiera los brujos. Él mismo pocas veces había cazado en Ysgith y en general en el Bajo Angren.

El país estaba poco poblado, las escasas personas que habitaban los lími­tes del pantano se habían acostumbrado a tratar a los monstruos como elementos del paisaje. Les tenían respeto, pero pocas veces les venía a la cabeza la idea de contratar a un brujo para que los combatiera. Pocas veces, pero alguna que otra sí. De modo que Geralt conocía Ysgith y sus peligros. Dos espadas y un arco, pensó. Y mi experiencia, la práctica de un brujo. Yendo en grupo debería funcionar. Sobre todo si yo voy como van­guardia y estoy atento a todo. A los troncos podridos, a los montones de algas, a los matorrales, a las acumulaciones de hierba, a las plantas, in­cluso a las orquídeas. Porque en Ysgith hasta las orquídeas a veces pare­cen flores y en realidad son arañocangrejos venenosos. Habrá que sujetar a Jaskier, cuidar de que no toque nada. Cuanto más que no faltan allí plantas a las que les gusta complementar su dieta con pedazos de carne. Ésas cuyos vástagos sobre la piel actúan con tanta efectividad como el arañocangrejo. Bueno, y el gas, por supuesto. Una niebla venenosa. Habrá que pensar en algo para cubrir la boca y la nariz.

—Y entonces, ¿qué? —Regis lo arrancó de sus pensamientos—. ¿Acep­tas el plan?

—Lo acepto. En marcha.

Algo entonces me movió, recordó el brujo, a no decirles nada al resto de la compaña acerca de la idea de cruzar por Ysgith. Y a pedir a Regis que tampoco alardeara de ello. Ni yo mismo sé por qué. Hoy, cuando todo se ha jodido, podría decirme a mí mismo que presté atención al comportamiento de Milva. A los problemas que tenía. A sus síntomas evidentes. Pero no sería verdad. No advertí nada, y lo que advertí, lo menosprecié. Como un idiota. Y seguimos yendo hacia el este, vacilando en entrar a los pantanos. Por otro lado, está bien que vaciláramos, pensó tomando la espada y tocando con el pulgar el metal afilado como una hoja de afeitar. Si hubié­ramos entrado de inmediato en Ysgith, hoy no tendría esta arma.

Desde el alba no habían visto soldados ni escuchado su rumor. Milva ca­balgaba delante, lejos del resto de la compañía. Regis, Jaskier y Cahir charlaban.

—Si los druidas quisieran esforzarse en ayudarnos en el asunto de Ciri —se preocupaba el poeta—. He tenido la ocasión de conocer druidas y, creedme, eran siempre huraños sin provecho, misántropos rarísimos. Pue­de que no tengan ganas ni siquiera de hablar, cuanto más de utilizar la magia.

—Regis —recordó el brujo— conoce a alguien en Caed Dhu.

—¿Y dicho conocimiento no se remonta a trescientos o cuatrocientos años?

—Es bastante más reciente —aseguró con una sonrisa enigmática el vampiro—. Al fin y al cabo, los druidas viven mucho tiempo. Suelen estar al aire libre,
e
n la naturaleza primigenia e intacta, y esto ejerce una maravillosa influencia sobre la salud. Respira a pleno pulmón, Jaskier, llena tus pulmones de aire fresco, también estarás sano.

—De este aire forestal —habló Jaskier con ironía— pronto me va a cre­cer pelo por el cuerpo, rayos. Por las noches sueño con tabernas, cerveza y baños. Y a la naturaleza primigenia que se la lleve el primigenio diablo, y además dudo de su provechosa influencia sobre la salud, sobre todo psí­quica. Los mencionados druidas son aquí el mejor ejemplo, puesto que son estrafalarios y raros. Tienen una manía absoluta en lo tocante a su natu­raleza y su defensa. ¿Acaso he sido pocas veces testigo de cómo presenta­ban peticiones al poder? No cazar, no cortar árboles, no echar porquerías a los ríos y otras tonterías parecidas. Y el colmo de la estupidez fue cuando se presentó toda una delegación suya vestida de muérdago a ver al rey Ethain de Cidaris. Estaba yo allí entonces...

—¿Qué querían? —se interesó Geralt.

—Cidaris, como sabéis, es uno de los reinos en los que la mayoría de la población se mantiene de la pesca. Los druidas exigieron que el rey ordenara utilizar redes de unas medidas concretas y que castigara a quien usara redes de aberturas más pequeñas que las ordenadas. A Ethain se le cayó la boca y los del muérdago aclararon que éste era el único modo de proteger las existencias de pescado de su agotamiento. El rey los condujo a la terraza, les mostró el mar y les contó cómo su marinero más valiente navegó una vez hacia el oeste durante dos meses y volvió porque se acabó el agua dulce en la carabela y en el horizonte no había ni rastro de tierra. ¿Acaso ellos, los druidas, preguntó, se imaginan que se pueden agotar las existencias de pescado de un mar así? Por supuesto, afirmaron los del muérdago, aunque inexcusablemente la pesca marina perduraría durante el mayor tiempo como forma de extraer víveres directamente de la naturaleza, llegaría un día en que faltaría el pescado y el hambre mostraría sus garras. Así que habrá entonces que pescar sin contemplaciones con redes de mayor abertura, cap­turar a los peces crecidos y proteger a las crías. Ethain preguntó que, en opinión de los druidas, cuándo iba a venir aquel terrible tiempo del hambre, y ellos que al cabo de dos mil años, según sus pronósticos. El rey los despi­dió amablemente y les pidió que se pasaran por allí al cabo de unos mil años y entonces pensaría en ello. Los del muérdago no comprendieron la broma y comenzaron a oponerse, así que los echaron fuera de la ciudad.

—Ellos son así, los druidas —confirmó Cahir—. Nosotros, los nilfgaardianos...

—¡Lo pillé! —gritó Jaskier triunfalmente—. ¡Nosotros, los nilfgaardianos! Todavía ayer, cuando te llamé nilfgaardiano pegaste un respingo como si te hubiera picado una avispa. Cahir, a ver si decides por fin quién eres.

—Para vosotros —Cahir se encogió de hombros— soy un nilfgaardiano, veo que no os voy a convencer. Pero para ser precisos habréis de saber que tal denominación en el imperio se les otorga sólo a los genuinos habitantes de la capital y sus alrededores más cercanos, situados junto al bajo Alba. Mi familia procede de Vicovaro, así que...

—¡Cerrad el pico! —ordenó con brusquedad y poca cortesía Milva, que iba en vanguardia. Todos se callaron de inmediato y detuvieron los caba­llos, pues ya estaban acostumbrados a que era una señal de que la mu­chacha veía, oía o sentía instintivamente algo que se puede comer si se puede acercar a ello y acertarlo con un flecha. Milva, de hecho, preparó el arco, pero no bajó de la silla. Así que no se trataba de caza. Geralt se acer­có con cuidado.

—Humo —dijo ella concisamente.

—No lo veo.

—Aspira con la nariz.

El olfato no engañaba a la arquera, aunque el olor a humo era casi inexistente. No podía tratarse tampoco del humo de un incendio ni de unos escombros humeantes. Aquel humo, constató Geralt, olía bien. Pro­cedía de un fuego en el que alguien asaba algo.

—¿Lo evitamos? —dijo Milva a media voz.

—Pero después de echar un vistazo —respondió él, bajándose de la yegua y tendiendo las riendas a Jaskier—. Será mejor saber qué es lo que evitamos. Y a quién tenemos a las espaldas. Ven conmigo. Los otros seguid sobre las sillas. Estad alerta.

De entre unos matorrales al borde del bosque se extendía la vista por un amplio desmonte y unos troncos puestos en unas pilas igualadas. Un finísimo hilillo de humo se elevaba precisamente de entre las pilas. Geralt se tranquilizó un poco: al alcance de la vista no se movía nada y entre las pilas había demasiado poco espacio como para que se escondiera algún grupo de cierto tamaño. Milva también lo vio.

—No hay caballos —susurró—. No es el ejército. Leñadores, me da a mí.

—A mí también. Pero iré a comprobarlo. Cúbreme.

Cuando se acercó, haciendo cautelosos regates entre los troncos, escu­chó una voz. Se acercó más. Y se asombró muchísimo. Pero el oído no le había engañado.

—¡Media chapa en bola!

—¡Montoncillo de copas!

—¡Quinta!

—Envido. ¡Flor! Soltarsus la pasta. O mie...

—¡Ja, ja, ja! ¡Una sota y un canijo! ¡Ha dao en blando! ¡Antes te echas una buena cagada que montar un montoncillo!

—Antoavía lo veréis. Pongo la sota. ¿Qué, lo hice? ¡Eh, Yazon, te has hundió como el culo de un pato!

—¿Por qué no pusiste a la dama, cabrón? Me cogía ara un palo...

El brujo puede que todavía hubiera seguido siendo cauteloso, al fin y al cabo a la quinta podían jugar distintas y diversas personas y el nombre de Yazon también podían llevarlo muchos. Sin embargo, por encima de las voces excitadas de los jugadores se elevó un graznido ronco que él conocía bien.

—¡Uuuta... madrrre!

—Saludos, muchachos. —Geralt salió de detrás de la pila de troncos—. Estoy contento de veros. Sobre todo con el equipo al completo, hasta el loro.

—¡Maldita sea! —Zoltan Chivay soltó las cartas de la impresión, des­pués de lo cual se alzó de la tierra tan bruscamente que el Mariscal de Campo Duda, que estaba sobre su hombro, agitó las alas y chilló con mie­do—. ¡El brujo, bienhallado sea! ¿O es un espejismo? Percival, ¿ves lo mis­mo que yo?

Percival Schuttenbach, Munro Bruys, Yazon Varda y Figgis Merluzzo rodearon a Geralt y le retorcieron fuertemente la derecha con sus apreto­nes. Y cuando desde detrás de los montones de troncos surgió el resto de la compañía, la ruidosa alegría creció geométricamente.

—¡Milva! ¡Regis! —gritó Zoltan, dándole a cada uno un apretón—. ¡Jaskier, vivo, aunque con un vendaje en la testa! ¿Y qué dices, tocagaitas de mierda, de esta nueva banalidad melodramática? ¡La vida es, que no poe­sía! ¿Y sabes por qué? ¡Porque no se rinde ante la crítica!

—¿Y dónde está Caleb Stratton? —dijo Jaskier mirando alrededor.

Zoltan y los demás enmudecieron de pronto y se pusieron serios.

—Caleb —dijo por fin el enano, aspirando por la nariz— descansa bajo tierra junto a un abedul, lejos de sus queridas cumbres y de su monte Carbón. Cuando los Negros nos pillaron junto al Ina, meneó los pies dema­siado despacio, no alcanzó el bosque... Le arrearon en la cabeza con una espada y cuando cayó le atravesaron con picas. Venga, no os pongáis tris­tes, nosotros ya lo hemos llorado, que sea suficiente. Más vale alegrarse. Vosotros, sin embargo, al completo habéis salido del tumulto en el campa­mento. Va, incluso se ha incrementado vuestra compaña, veo.

Cahir inclinó la cabeza ligeramente ante la atenta mirada del enano, y nada dijo.

—Venga, sentaos —pidió Zoltan—. Estamos asando una ovejilla. Nos la encontramos hace un par de días, solita y triste, no la permitimos morir de malos modos, de hambre o en las garras de los lobos, la degollamos piado­samente y la transformamos ahora en alimento. Sentaos. A ti, Regis, te ruego un momento que vengas para acá. Geralt, por favor, tú también.

Detrás de la pila de troncos había dos mujeres sentadas. Una daba de mamar a un bebé, se giró tímida al verlos llegar. No lejos una joven mucha­cha con una mano envuelta en unas vendas no muy limpias jugaba en la arena con dos niños. El brujo la reconoció de inmediato, en cuanto ella le miró con unos ojos indiferentes y nebulosos.

—La desatamos del carro que ya estaba ardiendo —explicó el enano—. Poco faltó para que al final acabara como quería el sacerdote aquél que la odiaba tanto. Pasó su bautismo de fuego. La lamieron las llamas, la deja­ron en carne viva. La curamos como supimos, la untamos de sebo, pero esto se ha llenao de porquería. Barbero, si pudieras...

—De inmediato.

Cuando Regis quiso desenrollar los vendajes, la muchacha chilló, re­trocedió y se cubrió el rostro con la mano sana. Geralt se acercó para sujetarla, pero el vampiro le frenó con un gesto. Miró profundamente en los ojos perdidos de la muchacha y ésta se tranquilizó de inmediato, se relajó. La cabeza le cayó levemente sobre el pecho. Ni siquiera tembló cuando Regis le despegó el sucio trapo y le untó los brazos quemados con una crema que tenía un olor fuerte y extraño.

Geralt volvió la cabeza, miró a las mujeres, a los dos niños, luego al enano. Zoltan carraspeó.

—A las mujeres —aclaró a media voz— y a la pareja de niños nos los encontramos ya aquí, en Angren. Se habían perdido durante la huida, estaban solos, atemorizados y hambrientos, así que los acogimos, nos ocu­pamos de ellos. De algún modo salió así.

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