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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (39 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—La barriga y el útero están rajados —diagnosticó, forzándose a adop­tar un tono tranquilo y frío—. Muy hábilmente, con mano de cirujano. A la muchacha le sacaron el feto. Cuando lo hicieron estaba viva. Pero no lo hicieron aquí. ¿Están todas así? Lennep, te hablo a ti.

—No... —El agente tembló, retiró los ojos del cadáver—. A otras les partieron el cuello con un garrote vil. No estaban embarazadas... pero les haremos la autopsia...

—¿Cuántas se encontraron en total?

—Aparte de ésta de aquí, cuatro. No hemos sido capaces de identificar a ninguna.

—No es cierto —negó Dijkstra desde detrás del pañuelo—. Yo ya he conseguido identificar a ésta de aquí. Es Jolie, la hija pequeña del conde Lanier. La misma que desapareció sin rastro hace un año. Echaré un vis­tazo a las otras.

—A algunas el fuego las ha deformado —dijo Lennep—. Va a ser difícil reconocer... Pero señor, aparte de esto... Hemos encontrado...

—Habla y deja de tartamudear.

—En aquel pozo —el agente señaló un agujero que se abría en el suelo— hay huesos... Muchos huesos. No nos ha dado tiempo a sacarlos y examinar­los, pero me apuesto la cabeza a que todos son huesos de jóvenes muchachas. Si preguntáramos a los magos, puede que se pudiera reconocerlas... Y notifi­cárselo a los padres que todavía buscan a sus hijas desaparecidas...

—En ningún caso. —Dijkstra se dio la vuelta con violencia—. Ni una palabra acerca de lo que se ha hallado aquí. A nadie. Y sobre todo a los magos. Después de lo que he visto aquí, he perdido toda confianza en ellos. Lennep, ¿han sido adecuadamente examinados los niveles superiores? ¿No se ha encontrado nada que nos pueda ayudar en las pesquisas?

—Nada, señor. —Lennep bajó la cabeza—. En cuanto que nos llegó el soplo, corrimos hacia el castillo reventando los caballos. Pero llegamos demasiado tarde. Todo había ardido. Un fuego de una fuerza terrible. Má­gico, claro. Mas aquí, en las mazmorras, el encantamiento no funcionó con todo. No sé por qué...

—Yo sí lo sé. El fuego no lo prendió Vilgefortz, sino Rience u otro totum­factum del hechicero. Vilgefortz no hubiera cometido el error, no nos hu­biera dejado nada excepto hollín negro en los muros. Sí, él sabe que el fuego purifica... Y borra las huellas.

—Cierto, borra —murmuró Lennep—. Ni siquiera hay pruebas de que Vilgefortz estuviera aquí...

—Pues fabricad tales pruebas. —Dijkstra se retiró el pañuelo del ros­tro—. ¿Tengo que enseñaros cómo se hace? Sé que Vilgefortz estuvo aquí. En el sótano, aparte de cadáveres, ¿no quedó nada? ¿Qué es lo que hay allí, detrás de esas puertas de hierro?

—Permitid, señor. —El agente tomó una tea de la mano de un ayudan­te—. Os lo enseñaré.

No cabía duda de que el fuego mágico que debía haber convertido todo en cenizas había comenzado precisamente allí, en el espacioso cuarto de­trás de las puertas de hierro. El error en el sortilegio había deshecho el plan en una medida significativa, pero de todas formas el incendio había sido fuerte y violento. El fuego había carbonizado las estanterías que ocu­paban una de las paredes, hizo estallar y fundirse la vajilla de cristal, convirtió todo en una masa apestosa. Lo único que había resultado intacto en el cuarto era una mesa de hojalata y dos sillas de extrañas formas empotradas en el suelo. Formas extrañas, pero que no dejaban lugar a dudas en cuanto a su destino.

—Esto está construido —Lennep tragó saliva, mientras señalaba las sillas y unos agarraderos soldados a ellas— para sujetar... los pies... abier­tos. Muy abiertos.

—Hijo de puta —gruñó Dijkstra con los dientes apretados—. Maldito hijo de puta...

—En el canal por debajo del sillón de madera —continuó bajo el agen­te— encontramos huellas de sangre, excrementos y orina. El sillón de ace­ro está nuevo, creo que no ha sido usado nunca. No sé qué pensar de ello...

—Yo sí lo sé —dijo Dijkstra—. El sillón de acero estaba preparado para alguien especial. Alguien de quien Vilgefortz sospechaba que tenía capaci­dades especiales.

—Por supuesto que no menosprecio a Dijkstra y su servicio secreto —dijo Sheala de Tancarville—. Sé que hallar a Vilgefortz es cuestión de tiempo. Pero omitiendo sin embargo las razones de venganza personal que parecen apasionar a algunas de las señoras, me permito señalar que no es seguro que Vilgefortz tenga a Ciri.

—Si no la tiene Vilgefortz, entonces, ¿quién la tiene? Estaba en la isla. Ninguna de nosotras, por lo que sé, la teleportó de allí. No la tiene Dijkstra ni ninguno de los reyes, lo sabemos. Y en las ruinas de la Torre de la Gavio­ta no se encontró su cuerpo.

—Tor Lara —dijo despaciosamente Ida Emean— ocultaba antaño un portal muy fuerte. ¿Acaso excluís que la muchacha huyera de Thanedd por ese portal?

Yennefer cerró los ojos, clavó las uñas en las esfinges de los brazos del sillón. Tranquila, pensó. Tranquila. Sintió sobre ella la mirada de Margari­ta, pero no alzó la cabeza.

—Si Ciri entró en el telepuerto de Tor Lara —dijo la rectora de Aretusa con una voz un tanto cambiada—, entonces me temo que podemos olvidar nuestros planes y proyectos. Me temo que puede que no veamos ya nunca más a Ciri. El ya inexistente portal de la Torre de la Gaviota estaba daña­do, deformado. Era mortal.

—¿De qué estamos hablando? —estalló Sabrina—. Porque para descu­brir el telepuerto de la torre, para siquiera poder verlo, hay que usar magia de cuarto nivel. ¡Y para poner en movimiento el portal habría que tener capacidades de archimaestro! ¡No sé si siquiera Vilgefortz lo hubiera con­seguido, y cuánto más una pipiola de quince años! ¿Cómo podéis suponer algo así? ¿Quién es, según vosotras, esa muchacha? ¿Qué hay en ella tan especial?

—¿Acaso es importante —Stefan Skellen, llamado Antillo, coronel del em­perador Emhyr var Emreis, se desperezó— qué es lo que haya en ella de especial, señor Bonhart? ¿O si de hecho hay algo en ella? A mí me interesa simplemente que no exista. Os pago por ello cien florines. Si es vuestro deseo, comprobad qué hay en ella antes de matarla o después, como prefi­ráis. El precio no aumentará, ni siquiera si encontráis algo en ella, os lo aseguro solemne y lealmente.

—¿Y si la trajera viva?

—Tampoco.

El hombre llamado Bonhart, de enorme tamaño pero huesudo como un esqueleto, se retorció sus grises bigotes. La otra mano se apoyaba sobre la espada todo el tiempo, como si quisiera esconder ante los ojos de Skellen el relieve del pomo.

—¿He de traer la cabeza?

—No. —Antillo frunció el ceño—. ¿Para qué cono quiero yo la cabeza? ¿Para conservarla en miel?

—Como prueba.

—Confío en vuestra palabra. Sois famoso, Bonhart. También por vues­tra honradez.

—Gracias por el reconocimiento. —El cazador de recompensas sonrió y Skellen, aunque delante de la posada tenía a veinte hombres armados, al ver aquella sonrisa sintió un escalofrío en la espalda—. Debería ser siem­pre así, pero pocas veces se encuentra. A los señores barones y a los seño­res de Varnhagen he de enseñarles las cabezas de todos los Ratas, si no, no pagarán. Si vosotros no necesitáis la cabeza de Falka, supongo que no tendréis nada en contra de que la añada al grupo.

—¿Para haceros con una segunda recompensa? ¿Y la ética profesional?

—Yo, vuesa merced, señor Skellen —Bonhart entornó los ojos—, no me hago pagar por matar, sino por el servicio que con esa muerte proporciono. Y yo os lo proporciono tanto a vos como a los Varnhagen.

—Lógico —Antillo se mostró de acuerdo—. Haced lo que queráis. ¿Cuán­do he de esperar que acudáis a por la recompensa?

—Pronto.

—¿Eso quiere decir...?

—Los Ratas se dirigen a la Ruta de los Bandoleros, piensan invernar en las montañas. Les cortaré el camino. Veinte días, no más.

—¿Estáis seguros de su camino?

—Estuvieron en Fen Aspra, asaltaron allí a un convoy y dos mercade­res. Anduvieron por Tyffi. Luego pasaron por la noche a Druigh, para bai­lar en una fiesta campesina. Por fin llegaron a Loredo. Allá, en Loredo, la tai Falka le rebanó el pescuezo a uno. De tal forma que todavía hablan de ello allí, con los dientes castañeteando. Por eso he preguntado qué es lo que tiene esa Falka.

—Puede que lo mismo que vos —bromeó Stefan Skellen—. Aunque no, perdonad. Vos, al fin y al cabo, no aceptáis dinero por matar, sino por los servicios prestados. Sois un verdadero artesano, Bonhart, un honrado pro­fesional. ¿Una profesión como otra cualquiera? ¿Un trabajo que realizar? ¿Pagan por ello y hay que vivir? ¿Eh?

El cazador de recompensas le miró largo rato. Tanto, que al final la sonrisa desapareció de los labios de Antillo.

—Ciertamente —dijo—. Hay que vivir. Unos se ganan la vida gracias a lo que saben. Otros hacen lo que tienen que hacer. Al fin y al cabo, a mí la suerte me sonrió en la vida como a pocos artesanos, como no sea a alguna que otra puta. Me pagan por una artesanía que amo sincera y verdaderamente.

Yennefer saludó con alivio, alegría y esperanza la pausa para tomar un aperitivo y humedecer las gargantas resecas por la conversación que pro­puso Filippa. Pronto, sin embargo, resultó que las esperanzas eran va­nas. A Margarita, que parecía muy deseosa de hablar con ella, Filippa se la llevó rápidamente al otro lado de la sala. A Triss Merigold, que se acer­có a ella, la acompañaba Francesca. La elfa controlaba la conversación con descaro. Yennefer veía, sin embargo, la intranquilidad en los ojos de color aciano de Triss, y se convenció de que incluso en una conversación sin testigos sería vano pedirle ayuda. Triss estaba ya sin duda entregada en cuerpo y alma a la logia. Y sin duda sentía que la lealtad de Yennefer seguía siendo inestable.

Triss intentó alegrarla, le aseguró que Geralt estaba seguro en Brokilón y que los cuidados de las dríadas le estaban haciendo recuperar la salud. Como siempre, cuando hablaba de Geralt, se ruborizaba. Él tenía que haberle agradado entonces, pensó Yennefer, no sin mala intención. Ella no había conocido antes a nadie como él. No lo olvidará pronto. Y muy bien le está.

Aceptó las revelaciones con un encogimiento de hombros en apariencia indiferente. No le importó que ni Triss ni Francesca se creyeran su indife­rencia. Quería estar sola, quería dárselo a entender.

Lo entendieron.

Estaba de pie en la otra punta del bufé, y se dedicó a las ostras. Comía despacio, todavía sentía dolores, consecuencias de la descompresión. Te­nía miedo a beber vino, no sabía cómo iba a reaccionar.

—¿Yennefer?

Se volvió. Fringilla Vigo sonreía levemente, contemplando el pequeño cuchillo que tenía en la mano apretada.

—Veo y siento —dijo— que preferirías abrirme a mí que a la ostra. ¿To­davía sigues enemistada?

—La logia —respondió Yennefer con voz gélida— exige lealtad mutua. La amistad no es obligatoria.

—No lo es ni debe serlo. —La hechicera nilfgaardiana pasó la vista por la sala—. La amistad o surge a consecuencia de un largo proceso o es es­pontánea.

—Lo mismo pasa con la enemistad. —Yennefer abrió la ostra y se tragó el contenido junto con el agua marina—. A veces ves a alguien durante una décima de segundo, justo antes de que te dejen ciega, y ya no te gusta.

—Oh, la enemistad es algo bastante más complicado. —Fringilla entre­cerró los ojos—. Digamos que alguien a quien nunca has visto le raja la barriga en la cumbre de un monte a tu amigo, delante de tus ojos. No lo has visto nunca y no lo conoces, pero no te gusta.

—A veces pasa. —Yennefer se encogió de hombros—. El destino te la juega de muchos modos.

—El destino —dijo en voz baja Fringilla— es ciertamente impenetrable como un niño travieso. Los amigos a veces te vuelven la espalda y los enemigos te son de provecho. Se puede, por ejemplo, hablar con ellos a solas. Nadie intenta molestar, ni te interrumpe, ni te escucha. Todas pien­san que de qué pueden hablar esas dos enemigas. De nada importante. Oh, se dirigen una a la otra banalidades, lanzándose pullas de vez en cuando.

—Indudablemente —Yennefer afirmó con la cabeza—, así piensan to­das. Y tienen toda la razón.

—Así será más cómodo —Fringilla no se turbó— para nosotras tocar cierta cuestión, importante y no banal.

—¿Y de qué cuestión se trata?

—La cuestión de la huida que planeas.

Yennefer, que estaba abriendo otra ostra, por poco no se cortó un dedo. Miró a su alrededor a hurtadillas, luego contempló a la nilfgaardiana des­de debajo de las pestañas. Fringilla Vigo sonrió levemente.

—Sé tan amable de prestarme tu cuchillo. Para las ostras. Vuestras ostras son maravillosas. En el sur no es fácil conseguir unas así. Sobre todo ahora, con el bloqueo de la guerra... Los bloqueos son una cosa terri­ble, ¿verdad?

Yennefer carraspeó bajito.

—Me he dado cuenta. —Fringilla engulló la ostra, cogió otra—. Sí, Filippa nos está mirando. Assire también. Assire seguro que tiene miedo por mi lealtad hacia la logia. La lealtad amenazada. Está dispuesta a pensar que cederé ante la compasión... Hum... El hombre amado, herido. La mucha­cha que trataba como a una hija, desaparecida, y puede que esté aprisio­nada... ¿Quizá le amenaza la muerte? ¿O puede que simplemente la estén usando como carta en un juego de tahúres? Te doy mi palabra, no lo aguan­taría. Me escaparía de aquí ahora mismo. Por favor, toma el cuchillo. Basta de ostras, tengo que cuidar la línea.

—Un bloqueo, como acabas de decir —susurró Yennefer, mirando los ojos verdes de la hechicera nilfgaardiana—, es una cosa terrible. Incluso repugnante. No te permiten hacer lo que te apetece hacer. Un bloqueo se puede vencer si se tienen... medios. Yo no los tengo.

—¿Cuentas con que te los voy a dar? —La nilfgaardiana contempló la áspera concha de la ostra que todavía tenía en la mano—. Oh, esto no entra en juego. Soy leal a la logia, y la logia, está claro, no desea que corras a salvar a tus seres queridos. Aparte de ello, soy tu enemiga, ¿Cómo pue­des haberlo olvidado?

—Ciertamente. ¿Cómo he podido?

—Una amiga —dijo Fringilla en voz baja— te hubiera advertido de que incluso teniendo componentes para un hechizo de teletransporte, no con­seguirías romper el bloqueo sin ser advertida. Una operación así precisa de tiempo y salta a la vista. Casi mejor sería algún atractor humilde, elemen­tal. Repito: casi. La teleportación con un atractor improvisado es sin duda, como sabes, muy arriesgada. A una amiga, si se decidiera a este riesgo, no se lo recomendaría. Pero tú no eres una amiga.

Fringilla inclinó la concha que tenía en la mano y volcó sobre la mesa unas gotas de agua marina.

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