Bestiario (7 page)

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Authors: Julio Cortázar

Tags: #Cuentos y Relatos

BOOK: Bestiario
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No advertimos el amanecer, hacia las cinco nos abate un sueño sin reposos del que salen nuestras manos a hora fija para llevar los glóbulos a la boca. Hace rato que golpean en la puerta del
living
, los golpes crecen con rabia hasta que uno de nosotros deja que las zapatillas se pongan sus pies y se arrastren hasta la llave. Es la policía con la noticia del arresto del Chango; nos traen de vuelta el sulky, allá sospecharon el robo y el abandono. Hay que firmar una declaración, todo está bien, el sol alto y un gran silencio en los corrales. Los policías miran los corrales, uno se tapa la nariz con el pañuelo, hace como que tose. Decimos pronto lo que quieren, firmamos, y se van casi corriendo, pasan lejos de los corrales y los miran, también a nosotros nos han mirado, aventurando una ojeada al interior (sale un aire estancado por la puerta), y se van casi corriendo. Es muy curioso que estos brutos no quieran espiar más, huyen como apestados, ya pasan al galope por el camino del costado.

Uno de nosotros parece decidir personalmente que el otro irá en seguida a buscar alimento con el sulky, mientras se cumple la tarea matinal. Subimos sin ganas, el caballo está cansado porque lo han traído sin respiro, vamos saliendo de a poco y mirando atrás. Todo está en orden, entonces no eran las mancuspias las que hacían ruidos en la casa, habrá que fumigar las ratas del tejado, asombra el ruido que una sola rata puede hacer de noche. Abrimos los corrales, juntamos las madres pero apenas queda avena malteada y las mancuspias pelean ferozmente, se arrancan pedazos de lomo y de cuello, les salta la sangre y hay que separarlas a látigo y gritos. Después de eso la lactancia de las crías es penosa e imperfecta, se advierte que los pichones están hambrientos, algunos vacilan al correr o se apoyan en los alambrados. Hay un macho muerto a la entrada de la jaula, inexplicablemente. Y el caballo se resiste a trotar, ya estamos a diez cuadras de la casa y todavía al paso, con la cabeza caída y resollando. Desanimados emprendemos la vuelta, llegamos para ver cómo los últimos restos de alimento se pierden en un revuelo de pelea.

Volvemos sin obstinarnos a la veranda. En el primer peldaño hay un pichón de mancuspia muriéndose. Lo alzamos, lo ponemos en un canasto con paja, quisiéramos saber qué tiene pero se muere con la muerte oscura de los animales. Y los candados estaban intactos, no se sabe cómo pudo escapar esta mancuspia, si su muerte es la escapatoria o si ha escapado porque se estaba muriendo. Le echamos diez glóbulos de
Nux Vómica
en el pico, se quedan ahí como perlitas, ya no puede tragar. Desde donde estamos se ve un macho caído sobre las manos; intenta alzarse con una sacudida, pero vuelve a caer como si rezara.

Nos parece oír gritos, tan cerca nuestro que hasta miramos debajo de las sillas de paja de la veranda; el doctor Harbín nos ha prevenido contra las reacciones animales que atacan de mañana, no habíamos pensado que pudiera ser una cefalea así. Dolor occipital, de tanto un grito: cuadro de
Apis
, dolores como picaduras de abejas. Doblamos la cabeza hacia atrás, o la hundimos contra la almohada (en algún momento hemos llegado a la cama). Sin sed, pero sudando; orina escasa, gritos penetrantes. Como magullados, sensibles al tacto; en un momento nos dimos la mano y fue terrible. Hasta que cesa, paulatina, dejándonos el temor de una repetición con variante animal, como ya una vez: tras de la abeja, el cuadro de la serpiente. Son las dos y media.

Preferimos completar estos informes mientras dura la luz y estamos bien. Uno de nosotros debería ir ahora al pueblo, si pasa la siesta se nos hará muy tarde para volver, y quedarnos solos toda la noche en la casa, quizá sin poder medicamentarnos… La siesta se estanca silenciosa, hace calor en las piezas, si vamos hasta la veranda nos rechaza el color de tiza de la tierra, los galpones, los tejados. Han muerto otras mancuspias pero el resto calla, sólo de cerca se las oiría jadear.

Uno de nosotros cree que alcanzaremos a venderlas, que debemos ir al pueblo. El otro hace estos apuntes y ya no cree en mucho. Que pase el calor, que sea de noche. Salimos casi a las siete, todavía hay unos puñados de alimentos en el galpón, sacudiendo las bolsas cae un polvillo de avena que juntamos preciosamente. Ellas lo olfatean y la agitación en las jaulas es violenta. No nos atrevemos a soltarlas, es mejor poner una cucharada de pasta en cada jaula, así parece que están más satisfechas, que es más justo. Ni siquiera sacamos las mancuspias muertas, no nos explicamos cómo hay diez jaulas vacías, cómo parte de las crías anda mezclada con los machos en el corral. Se ve apenas, ahora anochece de golpe y el Chango nos robó el farol a carburo.

Parece como si en el camino, contra el monte de sauces, hubiera gente. Sería el momento de llamar para que alguien fuese al pueblo; todavía hay tiempo. A veces pensamos si no nos espían, la gente es tan ignorante y nos tiene tan entre ojos. Preferimos no pensar y cerramos la puerta con delicia, replegados a la casa donde todo es más nuestro. Quisiéramos consultar los manuales para precavernos de un nuevo
Apis
, o del otro animal todavía peor; dejamos la cena y leemos en voz alta, casi sin oír. Algunas frases suben sobre las otras, y afuera es igual, algunas mancuspias aúllan más alto que el resto, perduran y repiten un ulular lancinante. "
Crotalus cascavella
tiene alucinaciones peculiares…" uno de nosotros repite la mención, nos alegra comprender tan bien el latín, crótalo cascabel, pero es decir lo mismo porque cascabel equivale a crótalo. Quizá el manual no quiere impresionar a los enfermos comunes con la mención directa del animal. Y sin embargo, lo nombra, esta terrible serpiente… "cuyo veneno actúa con espantosa intensidad". Tenemos que forzar la voz para oírnos entre el clamor de las mancuspias, otra vez las sentimos cerca de la casa, en los techos, rascando las ventanas, contra los dinteles. De alguna manera no es ya raro, por la tarde vimos tantas jaulas abiertas, pero la casa está cerrada y la luz en el comedor nos envuelve en una fría protección mientras nos ilustramos a gritos. Todo está claro en el manual, un lenguaje directo para enfermos sin prejuicios, la descripción del cuadro: cefalea y gran excitación, causadas por comenzar a dormir. (Pero por suerte no tenemos sueño.) El cráneo comprime el cerebro como un casco de acero, bien dicho. Algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza. (Entonces la casa es nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar de las mancuspias ahí afuera.) Cabeza y pecho comprimidos por una armadura de hierro. Un hierro al rojo hundido en el vértex. No estamos seguros sobre el vértex, hace un momento que la luz vacila, cede poco a poco, nos olvidamos de poner en marcha el molino por la tarde. Cuando ya no se puede leer encendemos una vela junto al manual para terminar de enterarnos de los síntomas, es mejor saber por si más tarde. Dolores lancinantes agudos en sien derecha, esta terrible serpiente cuyo veneno actúa con espantosa intensidad (ya leímos eso, es difícil alumbrar el manual con una vela), algo viviente camina en círculo dentro de la cabeza, también lo leímos y es así, algo viviente camina en círculo. No estamos inquietos, peor es afuera, si hay afuera. Por sobre el manual nos estamos mirando, y si uno de nosotros alude con un gesto al aullar que crece más y más, volvemos a la lectura como seguros de que todo está hora ahí, donde algo viviente camina en círculo aullando contra las ventanas, contra los oídos, el aullar de las mancuspias muriéndose de hambre.

Circe

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me in the pit.

Dante Gabriel Rossetti

The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse —a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas —todavía estaba de negro— los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo —Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro—, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz —Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

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