Blancanieves debe morir (18 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Hola —la saludó.

—Creo que me he quedado dormida.

Bodenstein se puso a comer el yogur y observarla discretamente. De repente reparó en arrugas en su rostro que antes nunca había visto, en la piel flácida de su cuello y en las bolsas de los ojos cansados. Parecía una mujer de cuarenta y cinco años. Junto con la confianza, ¿había desaparecido de pronto también el filtro de su afecto?

—¿Por qué me llamaste al despacho y no al móvil? —preguntó ella como de pasada mientras buscaba algo en la nevera.

—Ya ni me acuerdo —mintió él, concentrado en rebañar el yogur—. Probablemente marcase sin querer el otro número y después se me fuera el santo al cielo. No era importante.

—Solo fui al centro de Main-Taunus a comprar unas cosas. —Cosima cerró la nevera y bostezó—. Kira se quedó con Sophie. Sin ella lo hago todo más deprisa.

—Ya, claro.

Bodenstein le dio al perro el envase de yogur vacío, y por un momento se planteó preguntarle qué había comprado, pues no se creía una sola palabra. De pronto supo que ya no volvería a creerla.

Amelie escondió el rollo con los cuadros en su armario y volvió a sentarse delante del ordenador, pero ya no podía concentrarse. Era como si los cuadros le dijeran en voz baja: ¡Míranos! ¡Ven! ¡Sácanos de aquí!

Se dio la vuelta en la silla y clavó la vista en el armario al tiempo que batallaba con su conciencia. Abajo se oyeron las portezuelas de un coche y la puerta de la calle se abrió.

—Ya hemos llegado —anunció su padre.

La joven bajó un momento para saludar a las personas con las que vivía. Aunque Barbara y los pequeños pelmazos la habían acogido con amabilidad, ella nunca pensaba en ellos como «mi familia», y desde luego tampoco decía esas dos palabras. Después volvió a su habitación y se tumbó en la cama para pensar. Al lado se oyó la cadena del retrete. ¿Qué podía haber en los cuadros? Thies siempre pintaba cosas abstractas, aparte de ese retrato subido de tono de ella misma que había visto dos días atrás. Pero ¿por qué quería esconder los cuadros a toda costa? Debía de parecerle sumamente importante, ya que llamó a su puerta y le pidió que no se los enseñara a nadie. Aquello era muy raro.

Amelie esperó hasta que en la casa se hizo el silencio y después fue al armario y sacó el rollo. Pesaba bastante, debían de ser más de dos o tres cuadros. Y olían demasiado a pintura, como si estuviesen recién pintados. Desató con cuidado los numerosos nudos de la cinta con la que Thies había envuelto el rollo. Se trataba de ocho cuadros de formato relativamente pequeño. Y eran completamente distintos, no tenían nada que ver con el estilo habitual de Thies, muy figurativos y detallados, con personas que… Amelie se quedó helada y observó el primer cuadro con más atención. Sintió un cosquilleo en la nuca, el corazón se le aceleró. Delante de un gran pajar con la puerta abierta de par en par había dos muchachos inclinados sobre una chica rubia tendida en el suelo, la cabeza en un charco de sangre. Al lado había otro chico de rizos oscuros, y un cuarto corría directo hacia el espectador con cara de pánico. Ese cuarto era… ¡Thies! Miró los otros cuadros febrilmente.

—Dios mío —musitó.

El pajar con la puerta abierta, al lado un establo algo más bajo, las mismas personas. Thies sentado junto al pajar, el muchacho de los rizos oscuros junto a la puerta abierta del establo, observando lo que sucedía en el interior. Uno de los chicos estaba violando a la chica rubia, el otro la sujetaba con fuerza. Amelie tragó saliva y continuó. Otra vez el pajar, otra chica de cabello largo y negro y un vestido corto azul claro besándose con un hombre. Él apoyaba una mano en su pecho y ella enroscaba una pierna en el muslo de él. Era de un realismo increíble. Al fondo del oscuro pajar se veía al chico de pelo rizado de los otros cuadros. Unos cuadros que parecían fotografías. Thies había captado todos los detalles, los colores de la ropa, la cadena de la chica, lo que ponía en una camiseta. ¡Era algo increíble! Los cuadros mostraban sin lugar a dudas la granja de la familia Sartorius, y reflejaban lo sucedido en septiembre de 1997. Amelie alisó con ambas manos el último cuadro y se quedó helada. En la casa reinaba un silencio tal que oía los latidos de su corazón. En el cuadro aparecía el hombre que se besaba con la chica de pelo negro de antes. Ella lo conocía. Lo conocía bien.

Viernes, 14 de noviembre

—Buenos días.

Gregor Lauterbach saludó con la cabeza a Ines SchürmannLiedtke, su secretaria jefe, y entró en su amplio despacho del Ministerio de Educación y Ciencia de Hesse, ubicado en la Luisenplatz de Wiesbaden. Ese día tenía la agenda a reventar. A las ocho celebraba una reunión con su subsecretario, a las diez era el discurso en el pleno, en el que presentaría los presupuestos del año siguiente. A mediodía se había reservado una hora para tomar un breve almuerzo con representantes de la delegación de profesores de Wisconsin, el estado norteamericano hermanado con Hesse. En su mesa estaba ya el correo, ordenado según su importancia en carpetas de distintos colores; la primera era la carpeta con la correspondencia que había de firmar. Lauterbach se desabrochó la chaqueta y se sentó al escritorio para liquidar cuanto antes lo más urgente. Las ocho menos veinte. El subsecretario sería puntual, siempre lo era.

—Su café, señor ministro.

Ines entró y le dejó delante una taza de café humeante.

—Gracias —dijo y sonrió. No solo era una secretaria inteligente y sumamente eficaz, sino también una mujer espectacular: guapa, de cabello oscuro y grandes ojos negros y la tez como la leche con miel. Le recordaba un poco a Daniela, su esposa. A veces se permitía soñar despierto, y en esos sueños lujuriosos Ines desempeñaba un papel estelar, pero en la realidad su relación con ella siempre había sido intachable. Aunque cuando se incorporó al cargo, hacía dos años, habría tenido derecho a cambiar la plantilla, Ines le gustó a primera vista, y ella le había agradecido el que la mantuviera en su puesto con una lealtad absoluta y una increíble diligencia—. Tiene usted muy buen aspecto, Ines, como de costumbre —observó, y bebió un sorbito de café—. El verde le sienta estupendamente.

—Muchas gracias.

Ella sonrió halagada, pero acto seguido volvió al terreno profesional y le leyó deprisa la lista de llamadas que esperaban ser devueltas. Lauterbach escuchaba con un oído mientras estampaba su rúbrica en las cartas que Ines había escrito y asentía o cabeceaba. Cuando hubo terminado, le entregó la correspondencia. Ella salió del despacho y él se dedicó al correo, que Ines ya había clasificado. Había cuatro cartas dirigidas a él de carácter estrictamente «personal», y todavía no las había tocado. Las abrió todas con un abrecartas, leyó por encima las dos primeras y las dejó a un lado. Al abrir la tercera se quedó sin aliento: «Si sigues manteniendo la boca cerrada, no pasará nada. En caso contrario, la Policía sabrá lo que se te perdió hace años en el pajar, cuando te cepillaste a tu alumna menor de edad. Saludos de Blancanieves».

De pronto tenía la boca seca. Miró la segunda hoja: una foto de un manojo de llaves. Un miedo frío le recorrió las venas, y al mismo tiempo rompió a sudar. Aquello no era una broma, iba muy en serio. Empezó a devanarse los sesos. ¿Quién lo habría escrito? ¿Quién podía saber lo de su desliz con la chica? ¿Y por qué demonios llegaba esa carta precisamente en ese momento? Gregor Lauterbach tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho. Durante once años había conseguido borrar de su mente lo sucedido. Sin embargo, ahora volvía de golpe, con tanta fuerza como si hubiera pasado el día anterior. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la desierta Luisenplatz, donde poco a poco iba clareando esa mañana de noviembre gris. Inspiró y espiró despacio. Lo principal era no perder los nervios. En un cajón de la mesa encontró la sobada libreta en la que apuntaba números de teléfono desde hacía años. Cuando fue a coger el auricular, comprobó con fastidio que le temblaba la mano.

El roble viejo y nudoso estaba en la parte de delante del extenso parque, a menos de cinco metros de la tapia que rodeaba el terreno. Hasta ahora, ella no había reparado en la casa del árbol, tal vez porque en verano quedaba oculta por la densa fronda del roble. No era nada fácil subir con minifalda y pantis la frágil escalera, con esos peldaños que tan poca confianza inspiraban y que estaban resbaladizos debido a la lluvia que había caído los días anteriores. Ojalá a Thies no se le ocurriera salir del estudio precisamente en ese instante, pues sabría en el acto lo que estaba haciendo allí. Cuando por fin llegó a la casa, entró a cuatro patas. Era un refugio estable de madera, muy similar a los apostaderos del bosque. Amelie se irguió con cuidado, echó un vistazo, se sentó en el banco y se asomó por la ventana delantera. ¡Bingo! Se sacó el iPod del bolsillo de la cazadora y revisó los cuadros, que había fotografiado la noche anterior. La perspectiva era esa, sin duda. Desde allí se disfrutaba de una vista magnífica de medio pueblo; la parte de arriba de la propiedad de los Sartorius, con el pajar y la vaqueriza, quedaba directamente a sus pies. Incluso a simple vista se distinguía cada detalle. Si además se tenía en cuenta que hacía once años el laurel real debía de ser aún un arbolito, estaba claro que el autor de los cuadros observó los acontecimientos desde ese punto. Amelie se encendió un cigarrillo y apoyó los pies en la pared. ¿Quién se habría sentado allí? No podía tratarse de Thies, pues se lo veía en tres de los cuadros. ¿Sacaría alguien desde allí unas fotos que luego Thies encontró y pintó? Más interesante aún era la cuestión de quiénes eran las demás personas de los cuadros. La presencia de Laura Wagner y Stefanie Schneeberger, alias Blancanieves, estaba clara. Y también conocía al hombre que se lo montaba con Blancanieves en el pajar. Pero ¿y los tres muchachos? Fumaba pensativa mientras se planteaba qué hacer con lo que sabía. La Policía quedaba excluida. En el pasado, sus experiencias con la poli solo habían sido negativas, en parte por eso había acabado en ese pueblucho con su progenitor, del cual apenas supo nada en doce años, salvo el día de su cumpleaños y en Navidad. La segunda alternativa, sus padres, también acabaría en la pasma, así que no tenía sentido. Un movimiento en la granja de los Sartorius llamó su atención. Tobias entró en el pajar y poco después se oyó el traqueteo del viejo tractor rojo. Probablemente aprovechara el día no muy lluvioso para seguir desescombrando. ¿Y si le contaba a él lo de los cuadros?

Aunque la señora Engel había hecho hincapié en que no se volvieran a investigar los dos asesinatos perpetrados once años atrás, Pia seguía enfrascada en las quince carpetas, en cierto modo para no pensar en la amenaza que latía en las lapidarias palabras de Gerencia de Urbanismo. Ya había erigido mentalmente la casa nueva de Birkenhof y la había convertido en el hogar acogedor y decorado con gusto con el que siempre soñó. Muchos de los muebles de Christoph encajaban a la perfección en su decoración soñada: la antiquísima mesa de refectorio con sus arañazos, donde se podía acomodar perfectamente a doce personas; el curtido sofá de piel del invernadero, el armario antiguo, los exquisitos divanes… Pia suspiró. Quizá todo acabara bien y Gerencia le concediese la autorización para poder empezar de una vez.

Se concentró de nuevo en los documentos del caso que tenía delante, leyó por encima un informe y apuntó dos nombres. Su último encuentro con Tobias Sartorius le había provocado una extraña sensación. ¿Y si durante todos esos años había dicho la verdad? ¿Y si no era el asesino de las dos chicas? Aparte del hecho de que el verdadero asesino seguía en libertad, ese error judicial le habría costado diez años de su vida a él y la existencia a sus padres. Junto a sus notas, Pia consignó algunos datos sobre Altenhain. ¿Quién vivía dónde? ¿Quién era amigo de quién? A primera vista, antes Tobias Sartorius y sus padres eran personas respetadas y queridas en el pueblo; sin embargo, si se leía entre líneas, las palabras de quienes fueron interrogados destilaban envidia. Tobias Sartorius era un joven sumamente atractivo, inteligente, deportista, generoso. Todo en él permitía augurar un futuro excelente, nadie decía nada malo del primero de la clase, el as del deporte, el preferido de las chicas. Pia observó algunas fotos. ¿Cómo se sentirían esos amigos suyos del montón, con la cara brillante y llena de granos, a los que siempre se comparaba con él? ¿Qué sentirían estando siempre a la sombra, siendo tan solo la segunda opción entre las chicas más guapas? ¿Acaso no eran inevitables la envidia y los celos? Entonces, de repente, se les presentó la oportunidad de vengarse por todas esas pequeñas afrentas: «Bueno, puede que Tobias sí sea algo irascible —declaró uno de sus mejores amigos—. Sobre todo cuando bebe. Entonces, a veces flipa pero bien».

Su antiguo profesor había dicho de él que era un alumno muy bueno, ambicioso, que lo pillaba todo al vuelo, pero que también podía ser muy disciplinado en los estudios. Un gran orador, seguro de sí mismo hasta la arrogancia, a veces colérico, bastante maduro para su edad. Un hijo único idolatrado por sus padres. Pero también alguien que llevaba mal la competencia y la derrota. Maldita sea, ¿dónde había leído eso? Pia empezó a pasar hojas. La declaración policial del profesor de Tobias, que asimismo era el profesor de las dos chicas en el momento de su desaparición, ya no estaba. Confusa, Pia se puso a revolver su mesa en busca de las notas que había tomado la semana anterior y comparó su lista de nombres con el listado que había elaborado ese mismo día.

—Qué raro —murmuró.

—¿Qué pasa? —Ostermann levantó la vista de su ordenador mientras masticaba algo.

—En los autos faltan las declaraciones de Gregor Lauterbach correspondientes a Stefanie Schneeberger y Tobias Sartorius —repuso ella al tiempo que seguía pasando páginas—. ¿Cómo puede ser?

—Estarán en otra carpeta —repuso Ostermann, y volvió a centrarse en su trabajo y en su donut. Lo volvían loco esos bollos grasientos, y a Pia le asombraba desde hacía años que a esas alturas su compañero no estuviera como una foca. Debía de tener un metabolismo increíble para quemar los miles de calorías que engullía a diario. Ella en su lugar iría por ahí rodando.

—No —negó Pia—. Te digo que han desaparecido.

—Pia —contestó Ostermann en tono paciente—, esto es la Policía. Aquí no entra nadie sin más a robar declaraciones de una vieja carpeta.

—Lo sé, lo sé. Pero lo cierto es que ya no están. Las leí la semana pasada.

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