Blancanieves apretó la cara contra los barrotes. Hacía una hora que se habían llevado a Rosa. Había visto cómo Finn ascendía por la escalera acompañado de un soldado y sacaba a la muchacha de su celda. Ella había gritado y propinado patadas, pero el soldado le había sujetado las piernas. La habían trasladado escaleras abajo sin más, ignorando las súplicas de Blancanieves para que se detuvieran.
Esperaba que la chica se encontrara bien. Quería creer que se trataba de un malentendido y que Rosa quedaría finalmente libre, sin sufrir ningún daño, pero la preocupación la consumía. Conocía a Ravenna demasiado bien. Y, sin tener en cuenta el posible delito de Rosa —en realidad, ¿había hecho algo?—, Blancanieves no podía apartar la sensación de que aquella conversación que habían mantenido iba a ser la única.
Se retorcía las manos mientras recorría una y otra vez la pequeña celda. Le resultaba complicado asimilar todo lo que había descubierto. El duque Hammond estaba vivo y William luchaba en nombre de su padre. Pensar en ellos avivó su esperanza. De repente, la celda le pareció mucho más pequeña. No podía soportar aquel olor a moho y que siempre hubiera cucarachas correteando por las noches. Ya no podía aguantar estar alejada del sol. Todo lo que había permanecido aletargado tantos años despertó de nuevo en su interior. Necesitaba salir, alejarse de aquella prisión húmeda y oscura, buscar al duque Hammond. Necesitaba estar de nuevo junto a su familia.
Casi al mismo tiempo que aquel pensamiento surcaba su mente, oyó un graznido. Se volvió y distinguió dos urracas posadas en la cornisa del castillo. Recordaba aquellos inconfundibles pájaros de su infancia. Su brillante plumaje negro resaltaba sobre el cielo grisáceo. Tenían una cola que medía más de la mitad de sus cuerpos y un impresionante color azul iridiscente en las plumas de las alas. Allí estaban, con sus cabezas ladeadas hacia Blancanieves, como si las hubiera llamado con alguna extraña magia.
Se aproximó a la ventana y las contempló. Batieron las alas una vez y las plumas azuladas reflejaron la luz del sol.
—¿Estáis tratando de decirme algo? —murmuró Blancanieves, preguntándose si lo estaba imaginando—. ¿Qué hacéis aquí? —las aves fueron dando saltitos a lo largo de la cornisa hasta el lugar donde el techo de la torre se inclinaba hacia el suelo. Las tejas de madera estaban podridas en algunos puntos y la oscura brea aparecía pegajosa por el calor del sol. Tardó un instante en descubrir el clavo que sobresalía del tejado entre ambos pájaros. Estaba en un rincón, a su alcance.
Blancanieves deslizó el brazo entre los barrotes metálicos y agarró el clavo. Tenía ocho centímetros de longitud y la mitad seguía incrustada en la madera. Lo movió hacia delante y hacia atrás, repitiendo la operación hasta que quedó flojo. Los pájaros se acomodaron sobre el tejado, junto al clavo, observando cómo la muchacha luchaba contra aquel trozo de metal oxidado. Estaba a punto de sacarlo cuando oyó pasos en el pasillo de piedra. Escuchó los gritos apagados de Rosa y, a continuación, cómo se abría la puerta de una celda.
Sigue viva
. Aquel pensamiento la alentó.
Las urracas intuyeron el peligro y levantaron el vuelo para posarse en un árbol cercano. «Vamos», murmuró Blancanieves para sí. Tiró con fuerza del clavo una vez, y luego otra. Finn cerró de un golpe la puerta de la otra celda y Blancanieves sintió que sus pisadas se aproximaban. Tiró una última vez del clavo y, al desprenderse este, ella cayó de espaldas. Gateó hacia la cama y se envolvió con la manta. Tenía el clavo herrumbroso en la mano.
Fingió estar dormida. Podía oír a Finn en el exterior de la celda, ya que sus zapatos resonaban sobre el suelo de piedra mientras caminaba de un lado a otro, frente a la puerta. Por fin, abrió los ojos, como si se acabara de despertar.
—¿Te he despertado? —preguntó Finn. Sin más, introdujo la llave en el candado y entró en el calabozo.
Blancanieves sacudió la cabeza y apretó los dedos en torno al clavo, preguntándose qué querría.
—Nunca habías entrado aquí —dijo con suavidad, mientras colocaba el clavo entre dos dedos, dejando que sobresaliera la punta oxidada.
Finn inclinó la cabeza y la observó. Parecía embelesado. Blancanieves le regaló una leve sonrisa, intentando atraerle con la mirada.
—Mi reina no lo permitiría —dijo Finn—. Os quiere solo para ella.
—Me da miedo —probó a decir Blancanieves. Contempló el rostro de Finn: no había cambiado nada desde la noche en que le había conocido, el día de la boda de su padre. Su piel blanca no había envejecido en absoluto y tenía la nariz afilada y el pelo rubio, perfectamente cortado y con un flequillo que cubría su ancha frente.
Finn se acercó a ella y se apoyó en el borde de la cama. Blancanieves contaba sus respiraciones, tratando de mantener la calma. Se incorporó y recogió las piernas para sentarse junto a él, con el puño todavía cerrado, pegado a su cuerpo.
—No te preocupes, princesa —susurró él y, alargando la mano, rozó el brazo de la muchacha—. Nunca más estarás encerrada en una celda —llevaba puesto su habitual uniforme de cuero con cuello alto y en aquel momento estaba tan cerca de ella, que Blancanieves podía ver su reflejo borroso sobre la piel lustrosa.
Apretó con fuerza el clavo oxidado.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó, alzando los ojos hacia él. Finn le retiró el pelo de la cara y detuvo sus gruesos dedos sobre el pómulo de la muchacha. Ella necesitó toda su fuerza para no esquivar la caricia.
De repente, Finn bajó la mano hacia su cintura y desenfundó algo tan rápidamente que Blancanieves tardó un instante en darse cuenta de qué se trataba.
—Tu corazón —respondió él, aferrando con fuerza una daga.
Blancanieves miró el brillante filo y a continuación los ojos insensibles de Finn. Entonces, levantó el puño y, sin dudarlo, sujetando el clavo con firmeza, le golpeó en la cara con intención de hacerle el mayor daño posible.
Un profundo corte se abrió en la mejilla de Finn desde la parte baja del ojo izquierdo hasta la nariz. La sangre chorreaba por su cara y goteaba sobre sus dedos y la manta de lana.
—¿Qué has hecho? —acertó a decir. Trató de levantarse, pero Blancanieves le propinó una fuerte patada en el costado, le arrebató las llaves del cinturón y corrió hacia la puerta, con el corazón desbocado.
Una vez fuera, cerró la puerta metálica de un golpe y echó la llave. Luego corrió hacia la celda de Rosa. Revolvió las llaves y probó la primera del manojo, pero no abrió la puerta. Lo intentó con la siguiente y luego con la siguiente, pero ninguna servía. Recorrió con los dedos las llaves restantes, sintiendo cómo se le resecaba la garganta; había casi cuarenta.
—¡Guardias! —gritó Finn hacia el pasillo—. ¡Guardias! —tras los barrotes apareció su cara ensangrentada.
Blancanieves miró dentro de la celda de Rosa y se quedó horrorizada. Acurrucada al fondo había una anciana con el rostro consumido por la edad y una áspera cabellera gris que le caía por la espalda. Su vestido era el mismo que Rosa llevaba puesto momentos antes y tenía sus mismos ojos azules, pero estaba irreconocible.
—Márchate —le urgió la anciana. Se acercó a Blancanieves y tomó su mano—. Vete sin más, por favor. De otro modo, nunca lo conseguirás.
Blancanieves apretó las manos de la mujer y depositó las llaves en ellas. Luego, se volvió hacia la estrecha escalera de caracol que descendía hasta el cuerpo principal del castillo. Bajó en espiral, saltando los escalones de dos en dos, sintiéndose más y más mareada a cada tramo. Siguió escuchando los gritos de Finn en algún lugar por encima de su cabeza incluso desde los últimos escalones, donde casi se desplomó en el suelo.
La tercera planta del castillo se encontraba en silencio. La reconoció inmediatamente, era la misma ala que, durante su infancia, habían ocupado el duque Hammond y William. Las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas color burdeos y contra la pared del fondo descansaba un elaborado armario de madera. Conocía cada una de aquellas estancias como si fueran suyas. Se dirigió hacia el extremo final del ala, pero justo en ese momento dos guardias con las espadas desenvainadas subían por la escalera. Sabían que se había escapado, Blancanieves pudo verlo en sus ojos.
—¡Cógela! —gritó uno mientras corrían hacia ella.
Blancanieves escapó hacia la escalera y cerró el pestillo de la puerta tras de sí. No miró atrás. Los soldados arremetieron contra la puerta de madera, que crujía con cada una de sus violentas embestidas. Tenía que llegar hasta el patio. Podría levantar el rastrillo y escapar, igual que el duque Hammond y William tantos años atrás. «Tengo que llegar hasta allí», se dijo a sí misma.
Al llegar al final de la escalera, franqueó la puerta de golpe y salió al exterior. La luz era tan intensa que le hizo daño en los ojos. Se puso la mano en el rostro para protegérselo delsol. Hacía tanto tiempo que no estaba al aire libre que le resultaba casi imposible soportarlo, e incluso el roce del viento sobre la piel le parecía extraño.
Antes de poder acostumbrarse, oyó pisadas a su espalda. Varios guardias habían abandonado el salón del trono en dirección al patio. Había al menos diez, todos ataviados con la misma armadura negra. Blancanieves miró hacia el ala este de la fortaleza, donde se encontraba el rastrillo, pero dos hombres cabalgaban ya en dirección a ella desde los puestos de guardia en la puerta de acceso. No tenía escapatoria.
Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Apretó una mano sobre su corazón y, entonces, escuchó un leve graznido. Las dos urracas que había visto a través de su ventana estaban en el patio, volando en círculos a escasos metros de su cabeza. Parecían muy reales. La luz del sol cayó sobre sus alas azuladas y les arrancó un destello.
Descendieron en picado y volaron rápidamente hacia el extremo oeste del patio, donde los arbustos de flor aparecían marchitos y parduscos. «Igual que el clavo», susurró para sí. Blancanieves siguió a los pájaros, consciente de que había algo que deseaban mostrarle.
Los guardias se estaban aproximando y los dos jinetes se encontraban casi sobre ella. Podía oír el fuerte repiqueteo de los cascos de los caballos sobre la piedra.
—¡Cogedla! ¡Está atrapada! —gritó alguien al grupo desde el salón del trono.
Blancanieves continuó tras las aves, que se iban aproximando a la inmensa muralla de piedra. Entonces, miró hacia abajo y se dio cuenta, por fin, de lo que querían enseñarle.
Allí, bajo los mustios arbustos, se encontraba la entrada de las cloacas del castillo. Era un agujero de aproximadamente un metro de ancho, suficiente para deslizarse a través de él.
Las urracas levantaron el vuelo. Blancanieves se agachó, se arrastró de lado por el suelo de piedra y se descolgó hacia el interior de la cloaca. Permaneció allí unos instantes, con los dedos aferrados al borde del sumidero, antes de dejarse caer. Apenas podía respirar mientras se precipitaba hacia la oscuridad.
Al segundo, fue barrida por la corriente de agua. Muy por encima de ella, un guardia trataba de introducir el cuerpo en el agujero para seguirla, pero era demasiado estrecho. Se quedó atascado a la altura de las caderas y con las piernas colgando; daba patadas desesperadamente.
—¡Abrid las puertas! ¡La princesa ha escapado! —gritó un guardia, y el eco de su voz se expandió por el túnel mientras ella se deslizaba hacia el exterior.
Al pasar junto al muro, Blancanieves alargó los brazos para agarrarse, pero estaba cubierto de algas viscosas. La piedra se encontraba tan resbaladiza que no pudo aferrarse y el fango espeso se le incrustó bajo las uñas y se las tiñó de verde.
Después de tantos años encerrada en la torre, sus piernas carecían de la fuerza necesaria para mantenerse a flote. Pataleó tan fuerte como pudo, luchando contra la corriente, y agitó los brazos. Pero a medida que el túnel se estrechaba, el agua la iba sumergiendo.
Desapareció bajo el lodo espumoso y el mundo entero se volvió negro.
El agua la arrastró hacia una larga y angosta tubería y notó cómo las paredes se estrechaban a su alrededor. Sus hombros las rozaban al pasar, así que trató de encogerse lo máximo posible, recogiendo los brazos sobre el pecho y cruzando las piernas. No se atrevía a moverse, pues temía quedarse atascada.
Momentos después, el túnel se acabó y Blancanieves salió a aguas abiertas, sintiendo por fin brazos y piernas libres de ataduras. Tenía los pulmones a punto de estallar. Necesitaba desesperadamente coger aire. Alzó la vista hacia la superficie del agua, a unos seis metros por encima de ella. Había algas flotando que proyectaban sombras sobre su rostro. Sacudió las piernas con desesperación, hacia el sol, pero cuando llegó a la capa de algas, encontró que era demasiado densa. Las plantas se enredaron en torno a sus brazos y a sus piernas, y la empujaron hacia el fondo.